López Obrador, habiendo llegado al poder máximo y habiéndose dedicado en estos seis años a presentarse como la reencarnación de los héroes de sus estampitas escolares, ya no entiende a México sin verse a sí mismo como su corazón batiente, como su Alfa y Omega, su Zenith y Nadir, su Guayaba y su Tostada.
Entre los muchos pasajes reveladores en El mesías tropical, de Enrique Krauze, destaca el siguiente:
En una entrevista de televisión, al preguntársele por su religión, contestó que era “católico, fundamentalmente cristiano, porque me apasiona la vida y la obra de Jesús; fue perseguido en su tiempo, espiado por los poderosos de su época, y lo crucificaron”. López Obrador no era cristiano porque admirara la doctrina de amor de los Evangelios, porque creyera en el perdón, la misericordia, la “paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. Él era “fundamentalmente cristiano” porque admiraba a Jesús en la justa medida en que la vida de Jesús se parecía a la suya propia: comprometida con los pobres hasta ser perseguido por los poderosos. La doble referencia a “su época” y “su tiempo” implicaba necesariamente la referencia tácita a nuestra época y a nuestro tiempo, donde otro rebelde, oriundo no de Belén sino de Tepetitán, había sido perseguido y espiado por los poderosos, y estuvo a punto de ser crucificado en el calvario del desafuero. No había sombra de cinismo en esta declaración: había candor, el candor de un líder mesiánico que, para serlo cabalmente, y para convocar la fe, tiene que ser el primero en creer en su propio llamado. No se cree Jesús, pero sí algo parecido.
Ese ensayo, fundacional para entender la figura de López Obrador, fue escrito en 2006. Si desde entonces López dejaba ver que su admiración por Cristo se daba en la medida en que la vida de éste espejeaba la suya propia, la megalomanía que vendría después, una vez que el tabasqueño finalmente alcanzó el poder máximo de la presidencia, no es más que el colofón natural de lo que en política podríamos llamar nacionalismo demagógico o populismo autócrata, pero que en la ciencia de la salud mental se nombra narcisismo patológico. Es decir, la incapacidad de alguien de ponderar a cualquier otra persona o fenómeno desde un punto de vista ajeno a sí mismo. Entre sus rasgos está el considerarse superior o más importante que los demás mortales; la incapacidad de reconocer errores, de recular o de cambiar de opinión, aunque fuera con base en información sólida —peor para la realidad—; una ausencia total de empatía, en que las otras personas, causas o instituciones son vistas como utilería, en que su valor se tasa en función de la lealtad que le guarden o de qué tanto le sirvan a sus planes o intenciones, y en que el bienestar de éstas es visto como irrelevante; una inseguridad marcada que hace buscar constantemente la atención, la adulación y la admiración, y desarrollar la capacidad de encantar, de convencer a los demás; una proclividad a la envidia, al resentimiento y a la furia, llegando a asumir los éxitos ajenos como una ofensa personal; la tendencia a inflar logros y esferas de influencia y a desestimar fracasos, o a culpar a los demás de éstos y, por ende, a rechazar toda crítica como si fuera un ataque personalísimo.
Los archivos bajo su nombre en la extinta Dirección Federal de Seguridad mencionan que entre sus primeros cargos, en Tabasco, tuvo la presidencia del Comité Directivo Estatal, donde antes de un año ya había logrado “que todos los funcionarios del mismo renunciaran en 1983 al ser designado Oficial Mayor de gobierno del Estado”.
Estas características, descripciones genéricas de la patología de marras, le sientan a López Obrador como traje sastre. Las ha desplegado a lo largo y ancho de su vida pública: se incorporó al PRI de Luis Echeverría en los años setenta, recién pasadas tanto la matanza de Tlatelolco como la del Jueves de Corpus, sin que eso le provocara el menor hipo. Los archivos bajo su nombre en la extinta Dirección Federal de Seguridad mencionan que entre sus primeros cargos, en Tabasco, tuvo la presidencia del Comité Directivo Estatal, donde antes de un año ya había logrado “que todos los funcionarios del mismo renunciaran en 1983 al ser designado Oficial Mayor de gobierno del Estado”. Al no concedérsele la candidatura a la gubernatura de su estado natal renunciaría al PRI para unirse a la corriente cardenista, que pronto se aglutinaría bajo las siglas del PRD, bajo las cuales López competiría en 1994 por el mismo puesto, perdiendo ante el priista Roberto Madrazo. López de inmediato rechazó los resultados, clamando fraude y llevando su pleito en la calle, nunca en los tribunales. Casi lo mismo haría con las dos elecciones presidenciales que perdió, contra Felipe Calderón y luego Enrique Peña Nieto, también bajo la bandera del PRD, cuyo resultado adverso tampoco reconoció, paralizando en 2006 por meses, con la rumorada ayuda económica de su amigo narco Edgar Valdez Villarreal, a la ciudad capital en el intento de revertir los resultados.
López Obrador ha dinamitado los partidos, las personas y las estructuras por las cuales ha pasado sin siquiera mirar atrás, hasta que optó por fundar un nuevo partido a su imagen y semejanza en el que no tuviera que contender con cuadros, consejos o direcciones que le estorbaran: Morena nacería en octubre de 2011 y, bajo sus siglas, López llegaría a la presidencia en 2018 comparándose con Juárez, Madero y Cárdenas, y afirmando que su administración sería la cuarta transformación de México después de la Independencia, la Reforma y la Revolución.
Un sexenio después esa transformación nos la sigue quedando a deber. Y es que es muy difícil lograr cambios sustantivos si para fincar infraestructura, montar políticas públicas, dejar un legado histórico y evaluar y enfrentar los problemas de México el único punto de referencia es su muy presidencial ombligo, con el agravante de que éste no ha resultado ser particularmente culto, ilustrado o moderno.
Las únicas horas efectivas que dedica a gestionar, a ejecutar, a ejercer la presidencia que le entregamos, fuera de las ocasionales giras a Sonora y Sinaloa para inaugurar carreteras alrededor de Badiraguato y al resto del país para salir en las fotos comiendo garnachas y baboseando templetes luciendo sombreros autóctonos, son las de las mañaneras, siendo allí la única agenda, el único punto en el orden del día, el hablar de su imagen.
Así, las decisiones más graves y consecuentes de un sexenio que pudo haber sido fundacional han sido tomadas e instrumentadas, a un enorme y a veces irreparable costo humano, económico y ecológico, meramente para servirle de decoraciones al ego del señor presidente, oropeles que en modo alguno responden a las necesidades de los ciudadanos mexicanos sino a cómo se le ven a López en la solapa. A pesar de la pesadilla logística y de seguridad López eligió volar comercial para bañarse en la adoración de su pueblo, al menos hasta que comenzaron los abucheos; de una casa funcional y segura para ejercer el puesto se mudó a Palacio Nacional para sentirse como los grandes próceres que allí vivieron antes, aunque nos haya quitado a todos el goce de visitar lo que era nuestro y cada vez más días los pase amurallado; canceló lo que podría haber sido un gran proyecto de infraestructura, hermoso, lucidor, de talla internacional, sólo por la muina de arruinarle la iniciativa a sus antecesores, perdiéndonos muchos millones de pesos y dándonos en vez un elefante blanco inútil y subsidiado; acusó a las mujeres en protesta, hartas de que los índices de violencia de género estuvieran alcanzando niveles nunca vistos, de distraer de la rifa de su avión; cataloga a los medios en función de qué tan bien o mal lo evalúen, dándole su venia y la palabra sólo a aquellos que se desgajan en elogios indignos y rastreros; desestima las peores masacres del crimen organizado y los actos más corruptos de sus funcionarios y familiares mientras le dedica horas de sus mañaneras a mostrar muñequitos con su efigie; llama a sus admiradores, que no votantes, ni ciudadanos, “Solovinos”, dándoles trato de mascotas y sintiéndose generoso en su despreciable cariño; le teme a los expertos y a la inteligencia, emperrándose en sus creencias primitivas y parvularias para, entre otras tragedias, desestimar uno de los virus más letales de nuestros días, dejándonos su oscurantismo un saldo de cientos de miles de muertos prevenibles; las únicas horas efectivas que dedica a gestionar, a ejecutar, a ejercer la presidencia que le entregamos, fuera de las ocasionales giras a Sonora y Sinaloa para inaugurar carreteras alrededor de Badiraguato y al resto del país para salir en las fotos comiendo garnachas y baboseando templetes luciendo sombreros autóctonos, son las de las mañaneras, siendo allí la única agenda, el único punto en el orden del día, el hablar de su imagen, que siempre es retratada como impoluta, reinando sobre un país de fantasía que sólo existe en su mentirosa narrativa.
López Obrador, pues, va a pasar a la historia como un hoyo negro que no deja escapar ni la luz. Era sabido que la designación de su sucesor, más que ningún otro de los puestos en su organigrama, sería con base en la capacidad de sumisión de la elegida o elegido, y nada más. Pero nada nos había preparado para la más grande exhibición de pequeñez del sexenio, y vaya que la barra está baja: luego de haber dado su beneplácito, el presidente López lo pensó bien y dijo que siempre no, que el primer debate presidencial de mediados de abril no le había gustado nada de nada. ¿Porque su regenta tuvo mal desempeño? ¿Porque el formato se prestó a injusticias y desventajas? ¿Porque se insultó a las figuras de autoridad?
No, nada de eso. El presidente, que más bien debía estar ocupado recogiendo sus legajos y haciendo sus maletas, se molestó porque en el debate, que se monta para que los ciudadanos decidan el sentido de su voto cotejando a quienes posiblemente nos gobernarán cuando el que hoy ocupa la silla se vaya, como ha prometido una y otra vez, finalmente a la Chingada, no se habló de él ni se glosaron lo suficiente sus innumerables, refulgentes logros: “Toda la narrativa del debate fue eso, no reconocer absolutamente nada”, dijo al día siguiente.
López Obrador, habiendo llegado al poder máximo y habiéndose dedicado en estos seis años casi exclusivamente a presentarse como la reencarnación de los héroes de sus estampitas escolares, ya no entiende a México sin verse a sí mismo como su corazón batiente, como su Alfa y Omega, su Zenith y Nadir, su Guayaba y su Tostada. Y temo que lo peor está por venir. Porque si creen que un narciso patológico del calibre de López Obrador le va a ceder el poder y los reflectores a alguien más, a quien sea, y se va a ir discretamente y sin chistar después de las elecciones, quizá estén viendo demasiadas mañaneras. ®