¿Y si las élites progresistas dejaran de pretender que el pueblo viera las cosas a su modo? Es complicado. Porque, después de muchas derrotas, resulta reconfortante suponer que los débiles no tienen capacidad de pensar por sí mismos.
Es un tópico muy manido que los extremos se tocan, pero no por eso parece menos cierto. Pablo Cervera, en El peregrino de Loyola, su estudio sobre la autobiografía del fundador de la Compañía de Jesús, comienza avisándonos de que vuelven a estar de moda los santos. Íñigo Errejón, el conocido político de Podemos, comienza su prólogo a Contra el elitismo, de Maite Larrauri y Dolores Sánchez, con otro anuncio espectacular. Es Gramsci, el pensador marxista italiano, el que se sitúa otra vez en la cresta de la ola. Lástima que escéptico mire por su ventana y no sea capaz de distinguir a las masas abarrotando librerías en busca de hagiografías o de los Cuadernos de la cárcel.
Contra el elitismo, como reza el subtítulo, es un “Manual de uso” de Gramsci, un filósofo que fue un icono de la izquierda en los años setenta. Víctima del fascismo, que lo mantuvo largos años en prisión, puede decirse que es una especie de “santo laico”. Todas las religiones políticas veneran a los suyos. Contra el elitismo se apunta a este culto, al desgranar sus fragmentos escogidos como si fueran las citas de un Evangelio rojo. Seguramente será demasiado pedir, pero estaría bien leer alguna vez que alguien de izquierdas reconoce que Marx, Lenin o el Che Guevara se equivocaron en algo. De hecho, valdría la pena escuchar a quien fuera, sea de la ideología que sea, aceptar que los suyos van errados en algún punto.
¿Tiene sentido reivindicar a Gramsci en el siglo XXI? En las ciencias de la naturaleza a nadie se le ocurriría proponer como libro de texto los Principia de Newton, por ejemplo. Es obvio que, aunque su contribución fuera esencial, el conocimiento ha experimentado pasos de gigante desde entonces. En las ciencias sociales, en cambio, nos proponen autores que llevan cien o doscientos años muertos. Como si el mundo no hubiera cambiado. Gramsci, como Lenin, como Marx, se inspiró en la observación de una realidad concreta y en lo que podía aportarle la historiografía de su tiempo. Hoy, lógicamente, sabemos muchas más cosas del pasado de lo que pudieron imaginar los clásicos. Por tanto, si cambian los datos, ha de cambiar con ellos la teoría.
¿Tiene sentido reivindicar a Gramsci en el siglo XXI? En las ciencias de la naturaleza a nadie se le ocurriría proponer como libro de texto los Principia de Newton, por ejemplo. Es obvio que, aunque su contribución fuera esencial, el conocimiento ha experimentado pasos de gigante desde entonces.
El libro de Larrauri y Sánchez se titula Contra el elitismo, pero en realidad adolece de un elitismo evidente. Errejón afirma, en el prólogo, que los grupos dominantes enseñan a los subalternos a mirar el mundo con sus mismas gafas. Más tarde las autoras sostienen que el consenso social requiere que los dirigidos adopten puntos de vista que no están destinados a favorecer sus intereses. Cierto que uno y otras rechazan la teoría clásica de la “alienación”, la creencia en que los débiles viven engañados y, por tanto, habría que revelarles cómo son realmente las cosas. Por desgracia, la metáfora de las “gafas” remite al mismo paternalismo de izquierda de siempre.
¿Y si las élites progresistas dejaran de pretender que el pueblo viera las cosas a su modo? Es complicado. Porque, después de muchas derrotas, resulta reconfortante suponer que los débiles no tienen capacidad de pensar por sí mismos. Serían una especie de receptáculo vacío que podríamos llenar con cualquier cosa. Se trataría de infundir en ellos valores progresistas y no retardatarios, pero en ambos casos la premisa es la misma. Los pobres son arcilla. Vamos a moldearla nosotros antes que el enemigo.
Todos estos lugares comunes se basan en una interpretación sesgada del pasado. Si la gente común apoyó a los contrarrevolucionarios en La Vendée o a los carlistas en el norte de España no fue por defender al rey y a la Iglesia, sino porque vieron sus intereses materiales amenazados. Por unos liberales que predicaban la libertad económica irrestricta sin reparar en sus desastrosas consecuencias sobre los más desfavorecidos. Aunque la izquierda en ocasiones opine lo contrario, la gente sí sabe lo que quiere.
El concepto gramsciano de hegemonía, tal como aparece aquí representado, implica la existencia de una voluntad colectiva, la capacidad de guiar a la sociedad con un único rumbo. Pero… ¿no es esta supuesta voluntad una entelequia? Los partidos se llaman precisamente así, “partidos”, porque no representan al conjunto del cuerpo social sino solamente a una parte.
El concepto gramsciano de hegemonía, tal como aparece aquí representado, implica la existencia de una voluntad colectiva, la capacidad de guiar a la sociedad con un único rumbo. Pero… ¿no es esta supuesta voluntad una entelequia? Los partidos se llaman precisamente así, “partidos”, porque no representan al conjunto del cuerpo social sino solamente a una parte. La democracia consiste precisamente en establecer unas reglas de juego para que esas voluntades opuestas puedan confrontarse sin que salten chispas. Errejón, sin embargo, propone que, por una operación de metonimia, la parte venga a identificarse con el todo. Lo malo es que esta vía representa un peligro para el pluralismo, al excluir de la totalidad a las voces disonantes. En Cataluña observamos todos los días los peligros de la metonimia, cuando una parte, los nacionalistas, se presentan como el conjunto del pueblo. Porque, en buena lógica gramsciana, aspiran a la hegemonía a través de la construcción de un relato propio.
Este relato debería responder a una preocupación científica por la verdad de las cosas sino a una lógica instrumental: es cierto aquello que sirve para la lucha. Gramsci nos interesa porque su pensamiento sería, ante todo, un arma. De esta manera, las autoras de Contra el elitismo incurren en una contradicción, la de utilizar un criterio para el bando propio y otro rasero para los demás. Cuando critican la equidistancia entre franquistas y no franquistas lo hacen en nombre de lo que consideran un criterio objetivo, de una apelación a la verdad, a lo que realmente sucedió. Antes, sin embargo, citando a Deleuze y Foucault, han dicho que una teoría es una caja de herramientas. Desde esta óptica, lo importante no sería la verdad sino la utilidad. Si aceptamos esta perspectiva, tal vez tengamos que asumir que la teoría de la equidistancia también una “herramienta” y que su valor se mide por los resultados políticos. Y si esto no es así, Deleuze y Foucault estaban equivocados.
Uno no puede evitar preguntarse, visto lo visto, si ser de izquierda supone alguna forma de disonancia cognoscitiva. No importan los datos, sólo la interpretación porque es ahí, en el sentido, donde está el poder. Así, se elogia el eurocomunismo por defender el cambio social en el marco de una democracia pluralista, mientras se olvida que aquellos comunistas renovadores, por una audaz acrobacia del intelecto, seguían reclamándose herederos de la revolución rusa de 1917. ¿Es que nadie reparó en la incompatibilidad?
Uno no puede evitar preguntarse, visto lo visto, si ser de izquierda supone alguna forma de disonancia cognoscitiva. No importan los datos, sólo la interpretación porque es ahí, en el sentido, donde está el poder.
La Transición se presenta, una vez más, como una especie de esperanza frustrada. Los privilegiados habrían conseguido conservar lo esencial de sus privilegios. La revolución francesa, en cambio, sería un paradigma de cambio social. Pero… ¿estamos seguros de que eso es así? El Tercer Estado pudo aspirar a representar al conjunto de la nación, pero después de 1789 y de 1793 vino la reacción conservadora de Thermidor. Y después el gobierno de un militar, Bonaparte. Y después la restauración borbónica. Y después un monarca burgués, Luis Felipe, y otro emperador, Napoleón III. Desde un punto de vista de izquierda no parece un currículo demasiado impresionante. Sí, se acabó con el feudalismo, pero para sustituirlo por la explotación salvaje de los obreros en las fábricas. En España, en cambio, la transición sólo consiguió bagatelas como reducir la presencia del ejército a los cuarteles, instaurar el Estado laico y abrir el camino para que el PSOE estableciera algo parecido al Estado del bienestar.
Nuestro manual de uso gramsciano critica, asimismo, la pretensión liberal de una revolución descafeinada. Errejón sostiene, en cambio, que la hegemonía se renueva cuando se incorporan algunas demandas de quienes están en posición subalterna. Abandonemos, por un momento, la abstracción. Si ostenta el predominio un bloque de izquierdas y otro de derechas ejerce la oposición… ¿tienen los progresistas que satisfacer en algunos puntos a sus contrarios? ¿No estaríamos, en ese supuesto, ante la misma rebaja del programa que algunos interpretarían como una intolerable renuncia? En fin. Parole, parole, parole… La vida nos muestra personas con hambre, sin trabajo, sin techo. Menos mal que la realidad se reduce a una cuestión lingüística, como nos enseña la posmodernidad. ®