El genio de la ganstacultura

Una historia contra-gansta-cultural

Si es usted un lector avezado, como suponemos —de otra manera no leería esta revista—, se dará cuenta en las primeras líneas de este texto de que no se trata de un cuento, como nos lo quiso hacer creer el autor, sino de un ensayo. Un ensayo que esclarece muchas de las cuestiones en torno a la llamada “contracultura contemporánea fronteriza”.

El regaetton es una gran estafa, men.
—Hugar Cilópez

Solamente una ciudad así podía haber dado un genio de sus características: Juárez; fronteriza, hiperreal, contracultural. Hugo García López es un nombre ordinario, por lo que su primer acierto literario fue el de darse un pseudónimo de escritor: Hugar Cilópez. Con él se forjó una carrera en la República de las Letras como uno de sus más rebeldes ciudadanos y outsider consentido. Pero con sus cuates y para sus fans y grupis siempre será El Mexicaner (se pronuncia mecsicáner).

Durante la preparatoria El Mexicaner ganó sus primeros premios de una larga lista: primer lugar de poesía juvenil regional del norte del estado, con su obra Aimnot aquí, con la que venció a una dark que fue descalificada por firmar con sangre y a un cholo que se equivocó de concurso y envió fotografías de sus tatuajes. Obtuvo también el premio juarense al mejor escritor muy joven. Los jurados enfatizaron que aunque fue el único postulante, su libro de ensayos Me paso de Juárez hubiese sido mejor que cualquiera otro contra el que hubiese competido, debido a su creatividad lingüística y reflexiva: “Una disruptura metalúdica”, según apuntó Cilópez en el “Contraprólogo”, al travestir el nombre propio de la ciudad “Paso” con la primera persona del singular del verbo pasar: “paso”, y el uso reflexivo de ella: “Me paso”. O sea que se mofaba de los gringos, pues lo que para ellos es “El Paso”, para Cilópez es “me paso”, y pasarse, desde el contexto nacional, alude a picardía, atrevimiento y desparpajo: genial, por lo tanto. Algo así fue lo que argumentaron los jurados en su fallo.

Personaje imprescindible de la escena neobohemia nocturna, se le veía habitualmente en los tugurios a los que sólo acuden intelectuales antisistema, artistas de vanguardia, funcionarios del instituto de cultura y los vecinos pobres del rumbo. Mientras sus admiradores y cortesanos se atascaban con cocaína en polvo o en piedra, El Mexicaner pedía cerveza lagger en botellas de cuartito que bebía de manera espectacular. Sujetaba una con la mano izquierda y otra con la derecha. Súbitamente golpeaba con el fondo de una la boquilla de la otra, lo cual provocaba la súbita salida de la cerveza como si tuviera Alka Seltzer, por lo que debía beberla ¡de un solo trago! El Mexicaner llamaba a esta manera de beber, con la creatividad neolingüista que le caracterizaba, “anarflush”. Esta manera salvaje, anarquista, de beber, le producía efectos que ni los beatnicks llegaron a experimentar.

Una de esas tertulias contraculturales fue un martes al amanecer. ¿Quién diablos va a un antro en la noche del martes hasta el amanecer del miércoles? Bueno, pues uno de esos era El Mexicaner. Él y su corte terminaron de departir en el antro más underground de todo Juárez, uno que está dentro del mercado municipal y es de los muy pocos que pueden burlar la prohibición que obliga a todos los bares a cerrar a más tardar a las dos de la madrugada, gracias a que la clientela ingresa desde temprano y no puede salir sino hasta que abre por la mañana después de las cinco. El Mexicaner había perdido la cuenta de cuántos “anarflush” había bebido y caminaba con dificultad, por lo que La Hearst lo auxiliaba para llegar a su automóvil.

La Hearst es una radical chic dedicada a hacer videos de arte y documentales, hija única de un próspero empresario maquilador, que se ganó el lugar de grupi favorita de El Mexicaner por un detalle que tuvo para él. En consideración a la baja estatura de Cilópez le devolvió a su papá la camionetota Explorer para comprarse un Minicooper con la extensión de su tarjeta de crédito, de modo que el genio no tuviera dificultad en abordar el vehículo. Aunque tal vez lo que más le gustaba a El Mexicaner de esa relación era decirle a La Hearst que su padre “es un cerdo neoliberal explotador”.

Mientras La Hearst conducía, El Mexicaner trataba de conectar el iPod que ella le regaló en el dispositivo de audio del Minicooper, según él para escuchar una rola que le dedicaron los de Norhop Control, la banda juarense que fusionó la música norteña con el hip-hop. Pero mientras acompañaba una rima con el juego de manos que hacen los raperos tiró el gadget, que fue a caer debajo del asiento. Con dificultad y torpeza trataba de hallarlo por medio del tacto, mientras mantenía la cabeza entre las piernas.

Obtuvo también el premio juarense al mejor escritor muy joven. Los jurados enfatizaron que aunque fue el único postulante, su libro de ensayos Me paso de Juárez hubiese sido mejor que cualquiera otro contra el que hubiese competido, debido a su creatividad lingüística y reflexiva: “Una disruptura metalúdica”, según apuntó Cilópez en el “Contraprólogo”

Por cierto, por si alguien no lo sabe, en las numerosas presentaciones de su libro Fuck the chilangos El Mexicaner declaró ser un “hipoeta” por escribir poesía hip-hop, genial fusión de las palabras “hip” y “poeta”. En varias entrevistas se definió como un “borderliner de la literatura”, con los funcionarios del Conaculta como “writescritor” y “el hacker de la cultura”, y su mayor creación artística y social fue el concepto-movimiento de la ganstacultura, el cual surgió por considerar que el de contracultura ya era anacrónico. De modo que fusionó la palabra gangsta, que en el movimiento hip-hop es una corriente hard-core, y que en realidad quiere decir… ¡gangster!, ¡pero lo pronuncian gansta! Entonces reapropió y resignificó “gansta” en un mix con la palabra cultura y así surgió la ganstacultura, es decir… ¡cultura de los gangsters! Pero su genialidad va más allá, porque a la vez es un juego de palabras del inglés: “gansta” y “against”, o sea, ¡en contra! Por lo que ganstacultura es también contracultura, ¡pero en la era del hip-hop!

El Mexicaner introdujo su manita debajo del asiento y la arrastró sobre la alfombra de izquierda a derecha en repetidas ocasiones. Por fin sujetó su objetivo, pero había algo más. Sacó el iPod junto con otro objeto. Se puso muy serio y guardó silencio. Casi quedó inmóvil.

—¿Qué pasa? —preguntó consternada La Hearst, pero no obtuvo respuesta.

Siguió conduciendo mientras El Mexicaner comenzó a manipular el pequeño objeto con cara de enfado

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —volvió a preguntar.

Y entonces El Mexicaner estalló:

—¿Qué es esto? —gritó con su delgada vocecilla.

—Naa, pos es basura.

—¡No te hagas pendeja! —le volvió a gritar, ya furioso.

—No seas mamón, Cilópez. No te pongas así.

—Párate —fue una orden tajante.

—¡Ya!, no seas mamón.

—Párate. No te lo vuelvo a repetir.

La Hearst se detuvo porque obedecía siempre y en todo a El Mexicaner. La devoción y sumisión que tenía con él tal vez era una manera de llevarle la contraria a su papá. Ella conoció a Cilópez cuando alcanzó celebridad en la entidad, gracias a que ganó el Primer Certamen Estatal de Literatura de Protesta Institucional, con el libro Corrupcracia 4U. Una genialidad neolingüística. Creó la palabra corrupcracia para definir así a la forma de gobierno contemporánea: el gobierno de la corrupción; una dura crítica al orden establecido. Y lo mejor: 4U, en inglés es 4-U o for-you. Genial: el título es un acertijo que al revelarse en la trama significa: “el gobierno de la corrupción ¡para ti!” Durante la ceremonia de premiación en el Palacio de Gobierno de la capital de la entidad El Mexicaner recibió de manos del gobernador un cheque por cien mil pesos, un paquete de libros publicados por el Instituto Chihuahuense de Cultura y un viaje con todos los gastos pagados al Distrito Federal. El Mexicaner demostró en ese momento ser un tipo verdaderamente rudo. Le dijo al gobernador: “Sólo espero que no sea dinero de los narcodólares”. A lo que el político panista le respondió: “Cilópez, eres bien buen escritor”. Cuando La Hearst escuchó esta declaración, se enamoró de él por su actitud transgresora y antiautoritaria. A partir de entonces hizo todo lo posible para que El Mexicaner la pelara, para que no la rechazara por ser la hija de un cerdo capitalista explotador.

La Hearst se detuvo en una calle terregosa, como casi todas en Juárez, pero ésta pasaba junto a un centro comercial en construcción, del que se levantaban continuamente polvaredas y apenas se veían dos o tres coches estacionados a la distancia.

—¿Qué dice aquí? —preguntó El Mexicaner mientras le mostraba el objeto de su enfado a La Hearst poniéndoselo casi en la frente.

—¡Ya!, no seas mamón.

—¿Qué dice aquí, pendeja? No te voy a volver a preguntar.

—Coca Cola Zero —respondió resignadamente La Hearst, al reconocer que era ¡una taparrosca de las aguas negras del imperio!

—Aaaah, ¿ya ves? ¡Bájate!

—¿Por qué? —preguntó con voz quedita.

—¡Bá-ja-te!

—Ya, Cilópez. No seas mamón.

—¡Bájate! No te lo voy a volver a decir.

Paradójicamente, La Hearst sentía que era muy afortunada en estar al lado de El Mexicaner, porque gracias a ello pudo conocer pasajes de su vida, de su propia y delgada voz. Por ejemplo, aún cuando logró ser uno de los más afamados escritores y perdurará su culto durante mucho tiempo, sólo gente de su confianza sabe los detalles de su proximidad a la literatura desde temprana edad. La versión más conocida, que parece cierta, es que los libros se convirtieron en su refugio emocional mientras pasaba su infancia en la guardería de una maquiladora, la cual fue cerrada hace tiempo para trasladarla a China. El caso es que el pequeño Hugo no participaba en los juegos de los otros niños y se le ocurrió distraerse con los libros que alguien abandonaba allí. Con los años llegó a leer, de manera desordenada e incompleta, Moby Dick, Nacida inocente, La trukulenta historia del capitalismo y Soy alcohólica, entre otros títulos que fomentaron su desarrollo posterior como escritor.

Entonces La Hearst salió del Minicooper. Cruzó los brazos y agachó la mirada. El Mexicaner se puso frente a ella.

—Ya sabes —le dijo en tono déspota.

—Ya Cilópez. No seas mamón —repetía mientras se arrodillaba.

—¡Cállate, pendeja! —gritó con ira mientras la luz del amanecer cegaba a la Hearst.

—Abre los ojos, pendeja, pa’ que veas cómo te doy tu merecido —fue su regaño, pero ella no obedeció—. Ah, sí…

Le dio una cachetada sobre la quijada y el cuello. Débil, por su frágil manita, pero ruidosa. La Hearst no abrió los ojos y no manifestaba gesto de dolor. Pero El Mexicaner se carcajeó burlonamente.

—Ya pinche, Cilópez, no seas mamón —le volvió a repetir mientras seguía arrodillada y él se doblaba de risa.

—Cállate, pendeja, que todavía no acabo —le replicó con enfado cuando se preparaba para repetir la bofetada.

De pie frente a ella, sol naciente a espaldas, la observaba con desprecio mientras su sombra cubría el rostro mancillado. Entonces La Hearst abrió los ojos durante un segundo. Suficiente para ver a El Mexicaner borracho y burlándose de ella una vez más. La Hearst apretó la quijada, los puños y los párpados, y así, a ciegas, soltó un volado de derecha con toda su fuerza sobre el rostro del genio, quien sorprendido no fue capaz de amortiguar el golpe y lo recibió de lleno.

El Mexicaner calló. La Hearst abrió lentamente los ojos. Y vio que el rostro dejó de carcajear y sangraba de la nariz. Lentamente El Mexicaner llevaba las manos al rostro y expresaba angustia en el gesto. Rápidamente la sangre cubrió su boca y mandíbula, de donde goteaba al suelo. Vio ensangrentadas sus manos y con llanto reclamó:

—Ira, pendeja, ya me sacaste sangre.

La Hearst se puso de pie lentamente. Acaso estaba más sorprendida que El Mexicaner de lo que había hecho. Se acercó consternada, pero él fue dando pasos cortos hacia atrás. Retrocedió así un par de metros y se desplomó. Perdió el conocimiento.

—Ya, pinche Cilópez. No seas chillón —le decía mientras trataba de reanimarlo.

Entonces comenzó a angustiarse, cada vez más, cada segundo más. Y un par de minutos después se dio cuenta de que era inútil. El Mexicaner estaba muerto. Lo había matado de un solo golpe.

La Hearst se sentó a un lado del charco de sangre y fue moderando su respiración hasta que logró aliviar la sofocación del miedo. Estuvo a punto de infartarse por el susto y el efecto de la cocaína combinados, pero seguramente su esbeltez y juventud le permitieron superar la crisis. Pasó varios minutos así, sentada y tratando de normalizar su respiración, de salir de su estupefacción. Repentinamente se puso de pie y fue al coche para sacar su equipo de videograbación. Rápidamente instaló su cámara sobre el tripié y dirigió el lente hacia el cuerpecillo inerte y el charco de sangre. Así parecía que estaba haciendo otro de sus videos. Y si alguien pasaba ni siquiera le llamaría la atención. En Juárez ya todo mundo sabía que se la pasaba haciendo videos sobre feminicidios, películas de protesta y de dizque arte que nadie entendía, pero que según ella y sus cofrades es muy intelectual. Tenía fama de ser una chiflada con lana que se cree artista, guapetona pero que llama la atención por su look de dark que contrasta con el paisaje y clima desértico. Sí, lo de dark parece una buena idea para clima frío, pero en un lugar tan soleado y caluroso sólo se puede reconocer como una facha para diferenciarse del resto y llevarles la contraria. De modo que el simulacro, de tan descarado, era perfecto.

Pasaban los minutos y tal vez pronto comenzarían a llegar los trabajadores de la construcción. Pero se mantuvo tranquila. Entró al predio del centro comercial y realizó una caminata entre la obra —un Wal-Mart, posiblemente, de ésos que tanto odiaba El Mexicaner. Anduvo entre material de construcción y maquinaria pesada sin que algún guardia, vigilante, velador o algo parecido fuera a confrontarla. Parecía que estaba sola, pero escuchó entre la construcción una canción que decía “que nunca volverás, que nunca me quisiste, se me olvidaba que…” y se dirigió a donde provenía. Se asomó a un cuartucho improvisado y vio a un par de tipos y una mujer dormidos sobre un catre, semidesnudos, con un par de botellas de Barcardí vacías tiradas en el piso junto a varios vasos de plástico. Y, en efecto, un radio encendido.

El caso es que el pequeño Hugo no participaba en los juegos de los otros niños y se le ocurrió distraerse con los libros que alguien abandonaba allí. Con los años llegó a leer, de manera desordenada e incompleta, Moby Dick, Nacida inocente, La trukulenta historia del capitalismo y Soy alcohólica, entre otros títulos que fomentaron su desarrollo posterior como escritor.

Entonces regresó a paso firme al Minicooper. Sin siquiera dirigir la mirada a los restos de El Mexicaner y su charco de sangre. De la guantera sacó una cinta canela que utilizaba para sus producciones y de la cajuela unas cajas dobladas. Con la presteza de una empacadora profesional, pero no sin esfuerzo, envolvió los restos mortuorios con las cajas y los ató como si envolviera un tamal, pero se salpicó de sangre las manos enguantadas rockeramente hasta los nudillos, las antebraceras de estambre rayadas y el estampado del Sub Marcos en la camiseta. Amarró los tobillos con el extremo de un cable y el otro lo anudó a la chapa de la portezuela posterior. Desmontó el equipo de videograbación y lo echó al asiento posterior. Con toda tranquilidad arrancó el coche y se dirigió despacio hacia la construcción sobre un terregal que levantaba una pequeña nubecilla a su paso. Las llantas, junto con el cuerpecito de El Mexicaner, marcaban el camino recorrido, acaso cien o ciento cincuenta metros entre arena, grava y un poco de basura. La Hearst maniobró hasta estacionarse al borde de la excavación para cimiento. Abrió la puerta, pero antes de descender anudó fuertemente las agujetas de sus Converse de bota. Suspiró. Se puso de pie y echó los hombros para atrás. Desató el cadáver y con las suelas de los tenis lo rodó hasta que cayó en la zanja. Grandota y fuerte, como buena norteña, no fue muy difícil hacerlo para ella. Volvió a suspirar. Levantó la barbilla y elevó los puños para marcar los bíceps como hacen los fisicoculturistas. Con los arcos de los pies arrastró alternadamente tierra y grava que cubrieron apenas los cartones. Desde arriba sólo parecía que había basura en el fondo.

Se marchó sin el menor intento de borrar o simular el arrastre. Pero se detuvo donde había estaba tendido El Mexicaner. Nuevamente con el movimiento de arrastre de los arcos de los pies jaló suficiente tierra para cubrir los cuajos de sangre. Se quitó los guantes y las antebraceras y los arrojó sobre unos arbustos. Sacudió las manos para quitarse el exceso de tierra de las manos y palmeó todo su cuerpo para desempolvarse un poco. Junto a ella pasaban un par de trocas, de una de las cuales un rufián le gritó “¡Te mamo la panocha!” Sin hacer caso de la exclamación abordó el Minicooper y se quitó los Converse para arrojarlos por la ventanilla a los mismos arbustos en los que se deshizo de sus otras prendas. De su guantera sacó unos estilizados Ray Ban y los ajustó a su nariz mientras se veía en el espejo de la visera. Arrancó y se dirigió precavidamente hacia su loft.

Minutos después se estacionó sobre la calle frente al edificio de lujo, caminó descalza como zombi junto a unos vecinos y luego tecleó la contraseña que abría la entrada. Al entrar al loft se quitó la camiseta del Sub, el pantalón de terciopelo negro y las calcetas rayadas como del Botafogos. Su ropa interior en tono oscuro y de corte masculino contrastaba con su blanca figura y la hacía ver más delgada. Programó el termostato ambiental a una temperatura de 19º y preparó un té de valeriana que bebió de un trago. Eran cerca de las siete de la mañana y, entre los retratos de Simone de Beauvoir, Frida Kahlo y Kathy Acker, se metió bajo las sábanas para dormir.

Horas después llegó la sirvienta y se mantuvo haciendo el quehacer silenciosamente hasta que encendió la televisión de manera accidental, que estaba a un volumen muy alto, y despertó a La Hearst.

—Discúlpeme, señorita. Tanto cuidarme de no hacerle ruido pa’ que la haya despertado de todos modos.

—Ándele pues, no tenga cuidado. Nomás no vaya a prender la aspiradora, ¿eh?

—No, señorita. Ya casi acabo, además.

La Hearst se incorporó lentamente. Estiró los brazos e irguió la barbilla hasta que su sonrisa apuntó hacia el techo. Se vistió con blusa de tehuana, falda de terciopelo color negro y calzó con botas militares. En la cocina llenó un balde de agua, le echó un montón de cubos de hielo y, ante la vista sorprendida de la sirvienta, sumergió la cabeza durante, tal vez, medio minuto, como en un viejo video ochenteno de Huey Lewis (“I wanna a new drug”) para luego anudar un par de elásticos a su cabello que lo dejase en forma de colitas.

—Ay señorita, stá bien bueno ese método que tiene usté pa despertarse bien.

—Fíjese que me lo enseñó la otra señora que venía antes que usted —respondió La Hearst mientras a ciegas tanteaba donde estaba la toalla.

—¿Quiere que le preparé un café, señorita? Rapidito se lo hago —le proponía mientras le ponía la toalla entre las manos.

—No, ire, mejor váyase a la tienda de acá de la esquina y tráigame una Coca-Cola de la Zero.

—Sí, señorita.

—Pero fíjese que sea de la Zero… ¿sí trae?

—Sí, acá traigo vuelto, señorita.

—Ora pues.

La Hearst se sentó frente a su Mac e ingresó al blog de El Mexicaner. Ahora todo mundo anota recaditos y babosadas en su blog, pero el único y original blog fue http://hugarcilopez.blogspot.com, desde el cual detonó toda “una revolocución transestética, contrainformátiva”, según publicó en su libro Juárez had’nt had die. Luego, al despuntar su carrera como intelectual, fue el pionero del movimiento blogger. Primero unos cuantos militantes del movimiento underground siguieron su ejemplo con el deber imperante de anotar una liga a su blog, después, rápidamente, cientos y miles de profanos crearon sus ciberbitácoras y ciberdiarios como pretexto para también publicar el link a El Mexicaner. En efecto, para quienes no lo saben, “El Mexicaner” es un nickname con el que cobró gran popularidad en internet, primero por sus brillantes aportaciones en los chats y foros de discusión sobre contracultura, donde no hubo quien pudiera rebatir uno solo de sus “contraargumentos”. (¡Otra vez genial: si uno comienza una discusión con un “contraargumento”, ya no puede ser refutado!)

—Aquí está su soda, señorita —dijo la sirvienta a los pocos minutos mientras ponía al alcance de la mano de La Hearst una lata de Coca-Cola Zero.

—Ah. Me trajo de las chiquitas.

—Yo pensé que quería de éstas, señorita. Ire. Stá bien fría, tóquela.

—Ta bueno, pues…

—¿Se le ofrece algo de comer, señorita? Orita le hago algo bien sabroso.

—Noiga, no quiero engordar. ¿Sabe qué?, ya se puede ir.

—¿Segura, señorita? ¿No se le ofrece algo más?

—No, ya se puede ir.

—Gracias, señorita. Qué tenga buena tarde.

—Ándele pues. Qué le vaya bien.

“Cilópez es el Carlos Monsiváis del siglo XXI”, “Cilópez no deja títere con cabeza”, “Cilópez es un implacable crítico de todo”, “Cilópez es el escritor más lúcido en México y también en el mundo”, “Cilópez es el Bukowski mexicano”. La Iglesia, Televisa, el PAN, el PRI, “la old izquierda”, Estados Unidos… En fin, leyó una vez más que nada quedaba fuera de su agudo juicio.

Durante un par de horas La Hearst leyó el blog y numerosos correos electrónicos personales que recibió de El Mexicaner y guardaba en una carpeta especial. Leyó también la versión digital que almacenaba de numerosas reseñas publicadas en la prensa sobre la obra del genio juarense, entre las que se decía: “Cilópez es el Carlos Monsiváis del siglo XXI”, “Cilópez no deja títere con cabeza”, “Cilópez es un implacable crítico de todo”, “Cilópez es el escritor más lúcido en México y también en el mundo”, “Cilópez es el Bukowski mexicano”. La Iglesia, Televisa, el PAN, el PRI, “la old izquierda”, Estados Unidos… En fin, leyó una vez más que nada quedaba fuera de su agudo juicio. Incluso el regaetton fue desenmascarado en su célebre ensayo Daddy Yanqui go home, como “parte del proyecto transmetaideologizante del imperialismo gringo en contra de los movimientos hispano pride, para desartilocar su cultural power”. Releyó también el poemario Fuck the chilangos, en el que con toda crudeza manifestaba su carácter transgresor, según puede apreciarse en la lectura de estos versos:

You are chilango
tienes cuerpo de chile
y cara de chango…

Pero, entre tanto leer, el cansancio y el estrés, La Hearst se quedó dormida sobre el teclado, con la lata vacía de Coca-Cola Cero en la mano. Varias horas después despertó sonriendo. Con presteza tecleó la dirección del portal proveedor del servicio de blog. En la casilla de nombre de usuario escribió: “elmexicaner” y en la de password: “yoyoyoyo”. Pulsó “enter” y la respuesta fue negativa. Intentó entonces con el password: “memememe” y también falló. Mantuvo la vista fija sobre el teclado y las manos inmóviles sobre él. Pasaron segundos, más, más. Tal vez un minuto. Entonces escribió este password: “mamamama”. Y al darse cuenta de que tuvo éxito para ingresar, gritó a todo pulmón: “¡Aaaa hueeeevoo, pu-to!” Apretó los puños los elevó con presteza por encima de la cabeza y los jaló con fuerza a la altura de la cadera en forma de roqueseñal. Entonces posteó este mensaje:

Esos y esas:

Varias veces yo les he dicho que podría ser la última vez que yo escribiera en mi blog. Y esta vez es así. Yo no volveré a blogguear más. Por eso les hago llegar esta infopostcomunicación de mi parte, para que a su vez ustedes la transreproboduzcan a todas las crew del movimiento ganstacultural. Yo he aceptado un financiamiento, que no es una beca, sino un financiamiento, del gobierno de China, un gobierno popular, socialista y protoantagónico a Estados Unidos, para transllevar allá, men, en aquellas asialocalidades la gangstacultura, con lo cual yo y ellos podremos descontrantimperializar a los fuckin’ gringos. Por mi seguridad y la de ustedes, yo no puedo decirles más. Yo sé que me extrañarán y que la vida sin mí será muy difícil para ustedes, pero yo les dejo mis libros para que los vuelvan a leer varias veces. Podrán también transreproboducir mis obras completas, edicopyandpastarlas en fascículos coleccionables o en obras selectas. Pueden también volver a leer una y otra vez los posts de mi blog y yo sé que para ustedes será como leerlos por primera vez.

Yo los llevo en mi corazón a cada uno de ustedes.

Hasta la victoria forever.

Hearst, yo te amo. Nunca habrá para mí otra mujer que no seas tú.

Hugar Cilópez

La Hearst salió del loft y se dirigió al 7 Eleven de la esquina. Salvo un par de empleados no había nadie más. Al cruzar frente a los mostradores el cajero le dijo: “Buenas tardes”, pero no le respondió. Marchó como autómata directo a los refrigeradores que están en el fondo de la tienda y sacó una Coca-Cola Cero de litro. Era La Hora de Juan Gabriel en radio y se escuchaba “que nunca volverás, que nunca me quisiste. Se me olvidaba que…” Puso el refresco frente al cajero, quien giró el envase sobre el lector óptico para registrar el código de barras que marca el precio en la caja.

—Osho cincuenta.

Pasaron un par de segundos, pero la mirada introspectiva de La Hearst lo motivó a llamar de nuevo la atención.

—Señorita…

—Es ques bien buena esa canción, ¿edá? —respondió mientras tomaba un dólar del morralito chiapaneco que llevaba como cartera.

El empleado no dijo nada y se limitó a devolverle dos pesos. La Hearst los guardó en el morralito y antes de salir destapó la Coca-Cola. Tomó la taparrosca con el pulgar y el índice como si fuera una medalla, la miró fijamente durante varios segundos y le dio un beso tronado, para después guardarla en el morralito. Entonces dio un trago de casi medio litro… “Aaaaaaaahhhhh”, exclamó con satisfacción, mientras se escuchaba “Que nunca volverás, que nunca me quisiste. Se me olvidó otra vez…”. ®

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Publicado en: Contracultura, Destacados, Noviembre 2011

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