El grado de vulgaridad y masificación ha llegado a unos límites insoportables a nivel de calle. Quizás la globalización signifique esto, que la mitad de la población mundial vista y se envenene exactamente con los mismos productos en cualquier parte del mundo. España no es la excepción.
Si hasta hace poco, y hay todavía sociólogos y antropólogos de diferentes pelajes que insisten en ello, el tema de la identidad alimentó multitud de maestrías, debates y estudios, y como resultado de ello se alumbraron centenares de libros al respecto, parece que hoy en día es un tema superado y las posibles disensiones sólo interesan en restringidos círculos académicos, o en ámbitos extremadamente nacionalistas, como en Catalunya, donde insisten hacer de la diferencia cultural un burdo negocio, que los millones de turistas que visitan estas tierras jamás acabarán de comprender del todo, más preocupados por hallar la permisividad en el consumo de alcohol y drogas, con sus ya famosos bajos precios respecto del resto de los países de la Comunidad Europea, bastante más restrictivos.
Si el lema de los ochenta para atraer turismo era Spain is different, ahora el lema sería Come and get drunk cheapper than anywhere around, y por eso vienen en manadas. En todo caso, España no tiene mucho más que ofrecer que el viejo esplendor arquitectónico de alguna de sus ciudades y centenares de kilómetros de costa echadas a perder por el salvaje, corrupto y desmedido crecimiento urbanístico. Casi todo lo que se vende en España con el apellido tipical está hecho en China. El paraíso de lo fake se extiende implacable, y no sólo imitan la estética y hechura del producto, sino que con ligeras variaciones se proclaman orgullosamente fake, mientras la tasa de desempleados crece desorbitadamente y el cierre de fábricas, si es que todavía queda alguna en manos de capital local, se suceden con la misma implacabilidad.
Si el lema de los ochenta para atraer turismo era Spain is different, ahora el lema sería Come and get drunk cheapper than anywhere around, y por eso vienen en manadas.
Sin despreciar en absoluto las diferencias culturales que dotan de una diversidad sin parangón a la raza humana, lo cierto es que sólo los tercermundistas más alejados de los centros comerciales pueden practicar una vida libre del imperio de los monopolios de las marcas, les llegan como basura reciclada y en forma de ayuda humanitaria. Por lo menos, no las compran.
Consumir por sí sólo no reporta más que los beneficios inmediatos que conlleva tal acto, y pareciera que los tomates orgánicos son menos orgánicos si nuestros vecinos y amigos no saben que practicamos ese refinado y carísimo tipo de alimentación, aunque lo más lógico es que todos los alimentos fueran orgánicos, o por lo menos libres de químicos dañinos a todos los organismos involucrados en la cadena de nutrición, desde las propias plantas, a la tierra donde son cultivadas y, por último, los organismos de los consumidores finales, pero eso, vistas las circunstancias del progreso, parece definitivamente una utopía. El cáncer, protagonista del nuevo milenio, acecha agazapado en miles de componentes químicos invisibles, a la vuelta de la esquina, donde compramos el atún, o un poco más allá, donde compramos esos pollos desnaturalizados y extremadamente castigados para ser seres vivos a quienes, ya que nos los comemos, deberíamos darles una vida digna y confortable, o como mínimo dejarles las cabezas para que se expresen durante su brutal tiempo de engorde industrial.
El consumo elevado a la categoría de experiencia requiere de un mayor grado de adhesión, y es necesario que cada consumidor de un determinado producto se convierta en ferviente vocero, en un publicista sin paga de las excelencias de tal o cual decisión de compra.
Consumir por sí sólo no reporta más que los beneficios inmediatos que conlleva tal acto.
Sólo hay que salir a la calle y ver las ropas de la gente, que orgullosamente no sólo portan playeras, minineveras portátiles, cachuchas y demás parafernalia con los productos de su preferencia, sino que la mayoría de marcas pueblan sus prendas de ostensibles logotipos, haciendo del ciudadano de a pie un anuncio gratuito móvil que además suele pagar para exhibir esos logotipos. No basta con visitar un lugar, hay que comprar una playera que efectivamente atestigüe que uno ha estado en ese lugar y la identificación ya no es experiencial, sino que se debe al grado de inversión mediática que se haya hecho del producto y es más fácil, por ejemplo, llegar a la ciudad de Barcelona y comprar una camiseta del FC Barcelona por 40 euros, hecha en China, que cualquier otro producto que refleje la antaño vigorosa cultura del país. Miles de gentes vienen a visitar esta ciudad y su máxima experiencia colectiva es asistir a un partido de futbol con localidades a precios prohibitivos, donde la mitad de los asistentes al estadio son turistas como ellos, sólo que ataviados del mismo modo y se confunden con la gran masa social barcelonista, que a la que pueden ofrecen sus asientos al mejor postor.
El grado de vulgaridad y masificación ha llegado a unos límites insoportables a nivel de calle. Quizás la globalización signifique esto, que la mitad de la población mundial vista y se envenene exactamente con los mismos productos en cualquier parte del mundo. ¿Habrá algún margen de maniobra para que la industria china no equipe a Occidente con los nuevos trajes multicolores mao? El consumo de masas es, en estos tiempos, efectivamente para todos. El mundo entero consume desde diferentes rincones la misma basura infumable. No hay nada más democrático que el cáncer producido industrialmente. ®