El viejo bote se ha transformado en su casa; ahí come, duerme y sueña con regresar a pescar lo más pronto posible. Aislado de los demás pescadores, se suspende en un tiempo que ha aprendido a respetar a un hombre que ha naufragado en innumerables ocasiones, desde su natal Veracruz hasta las costas oaxaqueñas del Pacífico.
El Puerto de Veracruz es una ciudad corroída por la salinidad del ambiente. Todo parece saber a sal. El sudor de las danzantes pieles morenas en su carnaval sabe a sal, como a sal saben sus barrios que se curten bajo los ígneos soles del trópico. Salados son los recuerdos de lo que alguna vez fue una ciudad amurallada. El mugriento asfalto de los mercados, la baba de los ostiones en simbiosis con la salada saliva. Incluso los metales son víctimas que se desgastan como si los fantasmas que dejó el exilio de los treinta buscaran alojamiento. Entre esto y aquello, el salado mar se dibuja interminable, como la permanencia de sus hijos: los pescadores.
El bulevar Manuel Ávila Camacho es una de las principales arterias del puerto. El gobierno, al reconocer su capacidad turística ha sabido maquillarlo para que se convierta en la cara bonita de la ciudad. Un lugar por el que transitan hipsters en patines o fornidos sujetos en microshorts paseando acicalados perros que podrían aparecer en alguna pasarela de Animal Planet, aunque al afilar la mirada puede observarse a un pequeño grupo de lanchas aparcadas justo al lado de la Escuela Náutica Mercante. Al acercarme a platicar con alguno de los pescadores conozco a Manuel Jiménez, alias “Cebolla”. Manuel es un viejo lobo de mar, o mejor, un viejo tiburón de mar, pues los tiburones son animales solitarios que tienden a recorrer la cima de la superficie acuática, sumergiéndose en un frenesí que sólo es entendible bajo la inclemencia del sol y sobre la plenitud del vacío, entre el cielo y el móvil piso de agua que asemeja una gran bestia a punto de despertar de un milenario letargo.
“Cebolla”, un hombre en sus setenta, de cueros faciales recios y fieles testigos del pasar de los años en el mar. Ojos semiocluidos bajo la sombra de un tostado sombrero, que al verlo traería a la mente a Gilligan. Labios secos y apretados que aseguran su silencio con una cicatriz que se hizo al caer sobre la proa de su lancha durante una dura marejada.
Mientras converso con él, mostrando mi ignorancia en el artificio de la pesca, él, sereno, restriega con distinguida calma un puñado de vendajes en una cubeta. Al preguntarle sobre el uso de éstos me responde, sin quitar la mirada del interior del recipiente, que mientras se hallaba lavando la cubierta de un barco camaronero resbaló y sufrió fractura expuesta en ambas tibias. El sosiego con el que lo cuenta hace difícil imaginarlo arrastrándose sobre un charco de sangre para pedir ayuda durante media hora. Lo que lamenta no fue el dolor que llegó a sentir, sino que ahora debe dinero de las curaciones y que su recuperación lo ha alejado del mar, para obligarlo a sobrevivir trabajando como cuidador de un destartalado bote aparcado sobre la banqueta del bulevar, uno que alguna vez fue utilizado para la pesca en mar abierto y ahora se repara para convertirse en una embarcación turística.
El viejo bote se ha transformado en su casa; ahí come, duerme y sueña con regresar a pescar lo más pronto posible. Aislado de los demás pescadores, se suspende en un tiempo que ha aprendido a respetar a un hombre que ha naufragado en innumerables ocasiones, desde su natal Veracruz hasta las costas oaxaqueñas del Pacífico.
Imita con sus manos el movimiento de las mandíbulas de un tiburón alecrín, especie que alcanza metro y medio de largo y unos 125 kilogramos de peso. Detalla la forma en cómo los profundos ojos del animal, ávido de carne fresca, lo observaban mientras éste intentaba subir al bote, motivado por el brillo de uno de los dientes de oro de César.
Sentado en su silla blanca de plástico, narra cuando a bordo de un barco atunero en las aguas de Salina Cruz el oleaje embravecido fracturó el lado izquierdo de la embarcación, obligándolos a arrojarse a mar abierto. Mientras arquea su brazo izquierdo para representar la forma en que sujetó a un compañero zapoteco que había sufrido un calambre al arrojarse al agua, ríe moderadamente al recordar que a escasos metros se lograba divisar la figura de un tiburón ballena. Aquella tarde recorrió a nado cerca de nueve millas, lo que proporcionalmente sería la distancia del Estrecho de Gibraltar. Aún sigue creyendo que el miedo que se tragó durante aquellos momentos lo orinó al día siguiente, cuando lo picó una medusa y tuvo que aplicárselo para neutralizar el veneno.
En otra ocasión, cuando pescaba robalo en Tamaulipas, junto a César, un compañero que jamás volvió a ver desde aquel día porque del susto prefirió dedicarse a la construcción, naufragó durante tres días, alimentándose con un bollo de elote. Relata que mientras se encontraba feliz porque la producción de aquel día había sido muy buena, inusitadamente su brújula de averió, por lo que él y César se despojaron de sus ropas para amarrarlas y formar una vela que con el impulso del viento los fue acercando poco a poco a la costa. Él en el fondo sabía que lograrían sobrevivir, se lo decía el mar y las aves que sobrevolaban en lo alto del claro cielo. Caso contrario el de su compañero, quien no paraba de rezar, jurando que lo que ellos padecían era, sin duda, castigo divino.
Imita con sus manos el movimiento de las mandíbulas de un tiburón alecrín, especie que alcanza metro y medio de largo y unos 125 kilogramos de peso. Detalla la forma en cómo los profundos ojos del animal, ávido de carne fresca, lo observaban mientras éste intentaba subir al bote, motivado por el brillo de uno de los dientes de oro de César.
—Chilla, pero nomás no abras la bemba porque nos va a cargar la chingada —decía a su desesperado compañero.
Finalmente, cuando llegaron a tierra, se colocó la ropa y se dirigió a una cantina improvisada en la playa, donde se bebió una cerveza en un solo trago.
Manuel jamás tuvo hijos, pero sí muchos amores. Al preguntarle sobre su familia me dice que los pocos que le quedaban acabaron por mudarse a otros sitios y que ignora su paradero, aunque asegura que al terminarse su estancia en el bote tiene a dónde ir. Prefiere guardarse el secreto, como muchos más que sólo el mar conoce.
Fueron varios fines de semana los que frecuenté a Manuel, hasta que un sábado, al llegar después de un tedioso día en la universidad, me encuentro con que ha desaparecido junto con el bote. Al preguntarles a los demás pescadores me dicen que “Cebolla” se ha ido a su casa, pero no saben adónde; también aseguran que regresará a pescar, pero no saben cuándo. Así, mientras regreso a aquel lugar donde pasé varias tardes con un hombre que, con atarrayas y anzuelos pesca recuerdos, me pregunto algo que ignoro: el destino que lo envuelve.
Quizá se fue con el mar. Quizá regrese en forma de la sal que engulle la atmósfera común, la que se respira, la que corroe las estatuas, la que perdura y hace historia. Siempre anónima. ®