El imperio del cine

Inland Empire, de David Lynch

En Inland Empire (2006) David Lynch continua la temática de Mulholland Drive (2001): la exploración de las tramoyas de la industria hollywoodense, pero añade un nuevo elemento: la mirada del espectador, la representación del espectador dentro del propio filme, en la propia narrativa.

Al levantarse lentamente el telón, tuve la sensación de que a través de los siglos el hombre se había aquietado siempre con este breve momento que preludia el espectáculo. Podía sentir que el telón se alzaba en el hombre. E inmediatamente me di cuenta también de que era un símbolo que se le presentaba interminablemente en su sueño y que, si hubiera estado despierto, los actores nunca habrían ocupado el escenario, sino él, el Hombre, habría subido a las tablas.
—Henry Miller, Trópico de Capricornio

“El espectador se halla ausente de la pantalla: al revés del niño ante el espejo, no puede identificarse a sí mismo como objeto, sino únicamente a objetos que están sin él. La pantalla, en tal sentido, no es un espejo. Lo percibido, esta vez, está por entero del lado del objeto, y ya no hay nada que equivalga a la propia imagen, a esa singular mezcolanza de percibido y sujeto (de lo otro y de mí) que precisamente fue la figura necesaria para separarlos entre sí. En cine, siempre será el otro el que ocupe la pantalla; yo estoy ahí para mirarlo. No participo para nada en lo percibido, al contrario soy omnipercibiente. Omnipercibiente del mismo modo que decimos omnipotente (esa es la famosa “ubicuidad” que cada película regala a su espectador), omnipercibiente, además, porque estoy por entero del lado de la instancia percibiente: ausente de la pantalla, aunque muy presente en la sala, gran ojo y gran oído sin los cuales lo percibido no tendría a nadie que lo percibiera, instancia constituyente, en suma, del significante de cine (yo soy quien hace la película)”.1

Fondo oscuro. Se escucha un viento. Se abre un boquete sobre ese fondo: es un poderoso haz de luz que brota de una especie de faro que aparece casi en el centro de la pantalla. Lentamente, en travelling, se desplaza hacia la derecha hasta que la luz comienza a iluminar unas letras: INLAND EMPIRE. Ese faro no es otra cosa que un proyector cinematográfico. “La luz del proyector de cine brillando (y retumbando) hacia afuera. Por un breve momento, justo antes de que el rayo ilumine lateralmente todas las letras, la misma pantalla que estamos observando es un espejo perfectamente alineado: la realidad proyecta la ficción, la ficción proyecta la realidad”.2

Durante ese breve instante de total oscuridad se está representando dentro del filme el momento previo a la aparición de las imágenes: se han equiparado y sincronizado la sala oscura y el filme. Esta extraña simetría sólo es rota cuando aparece el haz de luz. Sobre la pantalla aún no hay nada pero ya ha ocurrido algo aterrorizante: no podemos identificarnos con la proyección o con la cámara; el cinematógrafo se ha colocado enfrente de nosotros. Pero éste tampoco tiene un lugar privilegiado: es también una proyección. Hay en la sala oscura, detrás de nosotros, otro cinematógrafo que a su vez lo está proyectando.

Miradas especulares

En Inland Empire (2006) David Lynch continua la temática de Mulholland Drive (2001): la exploración de las tramoyas de la industria hollywoodense, pero añade un nuevo elemento: la mirada del espectador, la representación del espectador dentro del propio filme, en la propia narrativa.

Esta temática se presenta en dos niveles diferentes pero relacionados. Por un lado está la mujer que llora sentada al borde de una cama, frente a un televisor que proyecta imágenes, en fastforward, de la propia película que estamos viendo, lo que muestra que ésta ya ha sido grabada. A lo largo de todo el filme esta mujer aparecerá, en principio, en la posición de espectadora, situación que se verá modificada hasta el final, gracias a la intervención de la actriz, Nikki Grace/Susan (Laura Dern), mediante la cual Lynch recorre y muestra varios estratos de la representación cinematográfica y también intercambia y hace cruces entre las posiciones de la actriz y la espectadora.

En Inland Empire (2006) David Lynch continua la temática de Mulholland Drive (2001): la exploración de las tramoyas de la industria hollywoodense, pero añade un nuevo elemento: la mirada del espectador, la representación del espectador dentro del propio filme, en la propia narrativa.

Al inicio del filme Nikki es contratada para hacer una película, On High and Blue Tomorrows, con la cual piensa regresar al estrellato. Sin embargo, durante la grabación ella entabla una relación con el otro protagonista, Devon Berk/Billy (Justin Theroux), dibujando de esta manera un triángulo amoroso y una situación típica de las películas hollywoodenses. Una de las características de Inland Empire es que rompe con todas las dicotomías y presenta la representación cinematográfica como un flujo o un continuum de estados. En el caso de la filmación de On High… nunca se sabe con certeza cuándo terminan los ensayos y cuándo se está grabando la película; si estamos viendo representada la vida de la actriz, Nikki Grace, o la vida del rol, Susan. Una de las formas más evidente de representar esta situación es mediante la confusión cada vez mayor que comienza a sufrir Nikki: conforme avanza la película deja de distinguir cuándo está siguiendo el guión de la película, o sea cuándo está actuando, y cuándo se trata de su propia vida. La historia es esencialmente la misma; el conflicto que actúa no difiere en nada del conflicto que se presenta en su propia vida. Como una matrushka, la narrativa abre una misma historia que se reproduce en diferentes niveles o estratos representativos.

Otro tanto acontece con la dicotomía actriz/espectadora. Una vez que Nikki entra a la casa que unos minutos antes era tan sólo una fachada detrás de la cual no había nada, se puede decir que ya ha empezado otro de los filmes dentro del filme. Pero ella parece no haberse dado cuenta. En esa casa va a recorrer cuartos, como laberintos, donde van a aparecer unas prostitutas, quienes van a enfatizar el tema de la película, especialmente la mujer que se le presenta como en sueños y que abre la puerta a la historia de Polonia —que es exactamente la misma que ella está representando— mediante la pregunta ¿Quieres ver? A partir de ese momento Nikki/Susan deviene espectadora en el cuarto donde las prostitutas bailan y platican, y como espectadora cumple su función: mirar sin ser vista en una posición completamente pasiva: en un rincón del cuarto se sienta a verlas a través del agujero que hace en una prenda de vestir. Aunque también parece estar cumpliendo otra función mientras observa en ese cuarto; parece estar estudiando un papel. Esta posición termina en el momento en que ella dice, en las calles de Hollywood, Soy una puta, y en su rostro se nota cierto desconcierto y desilusión. La espectadora deviene nuevamente actriz, pero en su papel todavía tendrá que cumplir una función más: liberar a la otra espectadora.

Vier Sieben: la maldición del cine

“El espectador es como Dios ante su creación. Ella le es inmanente y se confunde en él; efectivamente, el espectador dios es la cabalgata, la riña, la aventura… Pero al mismo tiempo, la trasciende, la juzga. La cabalgata, la riña, la aventura, no son más que sus propios fantasmas. Así, el Dios todopoderoso es siempre impotente, en la medida en que sus criaturas se le escapan, está reducido al papel de vidente supremo, que participa clandestinamente, por el espíritu, en los éxtasis y en las locuras que se desarrollan fuera de él. En la medida en que ellos no son más que sus propios fantasmas, no puede darles la realidad total, acceder él mismo a la realidad total. El espectador dios, el dios espectador, no puede verdaderamente encarnarse y tomar cuerpo, ni puede dar cuerpo fuera de su espíritu a la creación que sigue siendo ectoplasma”.3

Al igual que Mulholland Drive, Inland Empire es un filme sobre la filmación de varias películas que sólo por momentos logramos distinguir. Durante uno de los ensayos el director Kingsley (Jeremy Irons) confiesa a los protagonistas que On High… es un remake, pero que nunca terminaron de filmar la original Vier Sieben (Cuatro Siete), número maldito, según los gitanos, porque encontraron algo dentro de la historia: los protagonistas fueron asesinados durante el rodaje.

En Inland Empire parece que On High… sí es concluida, al menos hasta el momento en que la actriz, en su papel de prostituta, se desangra y muere en las calles de Hollywood. Pero el momento en que termina la filmación de esta película es precisamente el más desconcertante.

Nikki Grace se levanta notoriamente afectada a pesar de los aplausos y la felicitación del director por su actuación. Abandona el set cuatro y, con un rostro confundido, mira directamente a la cámara, o sea a la audiencia, al espectador, como si supiera que aún hay alguien que la sigue observando, que la espía: que la película no ha terminado. A continuación Nikki Grace camina y en un solo movimiento cruza el set de filmación y se ubica en la sala de cine vacía, donde se está proyectando una película: la que acaba de filmar. Nikki confirma que la película continúa, que se sigue grabando al mirar su propio rostro en la pantalla, como en un espejo. Sube unas escaleras y arriba se encuentra con los cuartos donde se filmó la película: entre la sala vacía, el set de actuación, las escaleras, los cuartos recorridos, no hay división sino un solo flujo espacial y temporal. De uno de los cuartos toma una pistola y durante su recorrido encuentra el cuarto con el número maldito: 47. Entonces aparece “el Fantasma” (Krzysztof Majchrzak) a quien ella dispara y mata.

En una novela de Thomas Mann, Mario y el mago, se narra la historia de un mago, Cipolla, que llega a Torre di Venere a ofrecer un espectáculo. Ante una audiencia estupefacta y prácticamente abúlica, se dedica a hipnotizar y a jugar con ellos a su antojo. A pesar de la gravedad de lo que ocurre allí, nadie se atreve a levantarse e irse: “Lo que es evidente es que ya desde el comienzo el charlatán poco había simulado el verdadero carácter de sus manipulaciones, y la segunda parte de su programa se basaba exclusivamente en experimentos de imposición y de privación (o suspensión) de la voluntad […] los episodios grotescos fueron seguidos por un público que se reía, movía escéptico la cabeza, se golpeaba las rodillas, aplaudía: un público que, con toda evidencia, estaba bajo el poder de aquella personalidad tan segura de sí misma, si bien (así me lo pareció) no dejara de experimentar sentimientos de rebeldía por cuanto había de deshonroso en los éxitos de Cipolla, tanto para el individuo como para el conjunto de presentes”.4

El cine clásico, o novelesco, se caracteriza por buscar una suerte de adormecimiento del espectador, generando la impresión de realidad y abandono, sin apelarlo jamás, manteniendo siempre la distancia segura desde donde el espectador observa los eventos sin sentirse amenazado o involucrado.

“La película narrativa no incita a la acción, y si es especular, no se debe únicamente, como se ha dicho, al juego escénico a la italiana, al juego de la perspectiva monocular con su punto de huida que sirve para que el sujeto-espectador se admire en la posición de un Dios cualquiera, o también a que reactive en nosotros las condiciones propias de la fase del espejo en el sentido de Lacan (=superpercepción y submotricidad), sino que además y más directamente se explica, aunque ambas cosas vayan unidas, por el hecho de favorecer el retiro narcisístico y la complacencia fantasmática que, cuando reciben mayor impulso hacia delante, entran en la definición del soñar y del dormir: repliegue de la libido en el Yo, provisional suspensión tanto del interés por el mundo exterior como de las inversiones en objetos, al menos bajos su forma real. En tal aspecto, la película novelesca, molinete de imágenes y sonidos que sobrealimentan nuestras sombras e irresponsabilidades, es una máquina de moler afectividades y de inhibir acciones”.5

El Fantasma tiene muchas similitudes con el Cipolla de Mann. Se trata de un hipnotizador de audiencias. Él aparece por primera vez al inicio de la película: hablaba con otro hombre a quien le pedía una entrada a la película. Podría tratarse de un hombre que busca, como en el peor del llamado “cine comercial”, hipnotizar al público, adormecerlo. Una de las observaciones y reflexiones que hace esta película desde su propia estructuración es al papel del espectador-voyeur.

El Fantasma tiene muchas similitudes con el Cipolla de Mann. Se trata de un hipnotizador de audiencias. Él aparece por primera vez al inicio de la película: hablaba con otro hombre a quien le pedía una entrada a la película. Podría tratarse de un hombre que busca, como en el peor del llamado “cine comercial”, hipnotizar al público, adormecerlo.

En efecto, es muy poco probable que durante esta película éste se sumerja en esa suerte de letargo del que habla Metz. Las rupturas narrativas lo impiden. El abandono de la trama convencional después de la primera parte, una vez que ya estamos viendo la película de la que tan sólo unos minutos antes era sólo un proyecto, se estaba ensayando, así como la posterior fragmentación narrativa espacialmente representada por los múltiples cuartos que la actriz habita, en los que va descubriendo, no sin cierto desconcierto, al mismo tiempo que el espectador, lo que acontece, la materia misma de la película en su propio devenir; el énfasis constante en la “artificialidad” de lo representado (la película que estamos viendo es la misma que una mujer sentada en la cama de un hotel está viendo en la televisión; detrás del escenario no hay nada; cuando se levanta Nikki Grace después de su grandiosa actuación, vemos que las calles de Hollywood no son más que escenografía, etc.) impiden que el espectador se deje hipnotizar. Y la actuación de Dern en este sentido es fundamental. “En Inland Empire la película Flotando en mañanas tristes puede entenderse como un camino para que Nikki, su actriz protagonista, acceda al epicentro de la maldición del hipnotizador polaco”.6

En la novela de Mann, Mario ha sido hipnotizado y es humillado en público por Cipolla. Una vez que despierta del hechizo y se da cuenta de lo que acaba de suceder se baja del escenario, y mientras Cipolla aún se carcajea, a la distancia, Mario dispara y mata al mago, tal como hace Nikki una vez que despierta de su actuación y se encuentra con el Fantasma.

On High… sería el camino que tendría que recorrer Nikki Grace para terminar con la maldición de la película polaca. Pero a quien libera no es a los personajes atrapados en esa como pesadilla, o a la mujer que ha estado llorando mientras ve la película; el recorrido ha estado siempre dirigido a alcanzar al espectador.

La puerta maldita abre el cuarto donde estaban los conejos. Pero éstos han desaparecido. El rostro de Nikki pasa del asombro a la casi estupefacción cuando, en el centro del cuarto, mira de frente: en ese momento hay un contraplano que muestra una intensa luz que llena por completo la pantalla, en una ocularización en primera persona. Cuando esta luz comienza a disolverse y sobreimpresos vemos los rostros de dos prostitutas que antes habían aparecido varias veces en la película, se escucha el tema principal de la película, “Polish Poem”: “I sing this poem to you…/ On the other side, I see…/ Shall you wait, glowing?/ It’s far away, far away from me,/ I can see there/ I can see there…” A continuación se ve el rostro de la mujer que había estado viendo la película al mismo tiempo que nosotros. Pero en este caso ya no llora y su rostro también está iluminado por una luz clara. Pero ahora, en su televisor acontece algo similar a lo que sucedió a Nikki: la televisión se ha sincronizado con el tiempo de la película. La cámara se posa sobre el marco de la tele donde vemos a la mujer sentada mirándose en la televisión, y en esta imagen tenemos la mayor puesta en abismo de toda la película y de todo el cine de Lynch: la espectadora se ha convertido en parte de la película que se sigue filmando, y ahora es tan importante como la actriz principal. Pero todavía están esos otros espectadores, nosotros, viendo esta representación —que quizá también estemos siendo observados por otro espectador.

Nikki cruza la puerta, toca a la espectadora, la besa y después desaparece. Este beso que parece haberla liberado, librado de la “maldición”, a su vez, ha abierto otra puerta para la espectadora. Ésta sale de la habitación y vemos que recorre las mismas escaleras que Sue recorriera durante la película hasta llegar al cuarto que habitara con su esposo, en la película, y al que ahora vemos acompañado de un niño. Sólo entonces nos damos cuenta de que ella, la espectadora, desde siempre, ya estaba en la propia película: se trata de la mujer de la historia de Polonia que sólo habíamos visto de espaldas, la probable esposa del hombre que tenía una aventura con la prostituta. Sin embargo, algo cambió. En esta última versión de la misma historia que se ha estado repitiendo en distintos tiempos y espacios ella no pierde a su hijo y recupera a su esposo.

Actriz/espectador: imagen y representación

“El papel del actor es asimilar el diálogo y las descripciones para hacer una reconstrucción total en carne y hueso; pero una reconstrucción posible entre una infinidad de otras. Ése es el maravilloso papel del actor: da un alma al personaje, de manera que el autor del filme no puede dejar de experimentar una angustiosa aprensión ante la primera proyección en pantalla, durante su encuentro con su personaje, del que hasta ese momento no conocía más que manifestaciones a decir verdad sin vínculo en el que poder creer; en lo sucesivo se ha resuelto un enigma: ese hombre es el personaje. […]

”La dirección de un actor por parte del director consiste, pues, en proporcionar al actor ‘recuerdos’ de un ser que no es el suyo desde luego, pero de un ser que sólo es un ser si le da el suyo propio”.7

La verdadera búsqueda de Nikki Grace comienza cuando termina la filmación de On High… Ella, a diferencia de Betty/Diane, de Mulholland Drive, hace patente que ha dejado de actuar. En Inland Empire Lynch enfrenta el papel del actor desde otra perspectiva. Por un lado, se sugiere la continuidad entre el momento de la filmación y el de la proyección cuando Nikki se mira a sí misma actuando en la película que acaba de filmar. Por otro lado, Nikki parece confirmar que la película no ha terminado, que alguien más la sigue observando, en el momento en que mira hacia nosotros. Ella, como un personaje de Pirandello o Unamuno, va en busca del “autor”, del “director” de la película que sigue siendo filmada. Esa mujer que no sólo mira a su personaje sino que se mira a sí misma mirándose, ¿es un personaje?, ¿sigue siendo un personaje?

Después de que Nikki libera a la espectadora, quien se reencuentra con su familia perdida, hay una disolvencia, y volvemos a ver en medio de la pantalla esa potente luz que baña todo el cuadro hasta volver blanca la casi totalidad de la pantalla. Cuando esta luz se disuelve nos encontramos otra vez con el rostro incrédulo de Nikki, y se escuchan en el fondo unas risas grabadas. Sólo hasta el momento en que se nos muestra un contraplano de Nikki nos damos cuenta de que esa luz proviene de un proyector, pues, aunque con dificultad, vislumbramos una sala de cine, tal vez la misma donde ella estaba antes.

El misterio se ha revelado. Nikki Grace ha hecho todo un recorrido desde los patios traseros del cine, buscando la salida a esa película que no parece terminar nunca, para llegar finalmente a la fachada, al frente infranqueable más allá del cual no habría nada: la pantalla. Este recorrido de Nikki es también el recorrido del propio director en su exploración del aparato cinemático en sus distintas expresiones, la exploración del cine desde el propio cine: volcado sobre sí mismo hasta llegar a lo más profundo, esa profundidad última no podía sino llevarlo a la propia superficie.

La pregunta en el caso de Nikki/Sue, a diferencia de Betty/Diane, no es cuándo deja de actuar, o cuál es la actriz y cuál no; la pregunta de Nikki es en qué momento deja de ser una representación, en qué momento se constituyó tan sólo en una imagen, un holograma, una proyección. La salida que encontró a la interminable película la llevó al punto de inicio, pero desde otra posición: frente a la sala oscura.

En Inland Empire Lynch enfrenta el papel del actor desde otra perspectiva. Por un lado, se sugiere la continuidad entre el momento de la filmación y el de la proyección cuando Nikki se mira a sí misma actuando en la película que acaba de filmar. Por otro lado, Nikki parece confirmar que la película no ha terminado, que alguien más la sigue observando, en el momento en que mira hacia nosotros.

Ahora ya no se mira a sí misma mirándose, al final se confronta con el proyector, la misma luz potente que al inicio de la película iluminara las letras del nombre de la película: el imperio al interior, el origen, la fuente, la luz que revela a Nikki (y a nosotros) su propia realidad: la constitución de la imagen sin referencia: pura proyección, pura representación, puro simulacro. Pero más terrible aún, en medio del cuarto de los conejos, como si estuviera en medio de un escenario (pero no estamos en el teatro) el “afuera”, al “otro lado” del cine, o sea frente a la pantalla, frente a ella, lo que hay es una sala vacía… y apenas el eco de un público del que queda sólo risas grabadas. El espectador de está película, tal vez, está en otra parte.

Y la revelación no sólo compete a Nikki. Colocados en una ocularización en primera persona, la luz que estaría proyectando a Nikki también nos ilumina de frente: el cine se desdobla como un espejo siniestro y coloca al espectador en el mismo lugar de Nikki. La sincronización alcanza su cúspide cuando muestra en la pantalla a la sala de cine oscura frente a la cual el espectador está sentado, y en donde se supone tendría que estar. Lynch da la estocada final al hypocrite Voyeur, quien pierde total y completamente su papel de pequeño dios, su posición privilegiada al quitarle también la preponderancia de su mirada “neutral”, identificada con la cámara: es el cine, el proyector, quien ahora lo mira impune y fríamente, quien ahora termina por convertirlo también en otra más de sus creaciones, en otro más de sus hologramas, y como en aquella célebre novela de Bioy Casares, lo deja sobreimpreso en la pantalla, en las imágenes que podrían estar siendo proyectadas y observadas por alguien más.

Sin un más allá de la representación, sin mundo real, sin referencia, el cine, imperio al interior, arte del tiempo, termina también, como Cronos, devorando a sus hijos, y muestra su materia gracias al único elemento incapaz de salvarse de su inexorable marcha: el rostro.

“El cine, inventado en una sociedad que hubiera aceptado serenamente el humanismo del rostro, que no hubiera querido perturbarlo, tal vez no hubiera tenido más que reflejar apaciblemente el tiempo, que hacer de sus rostros espejos de ese tiempo que arrastra y trabaja la figura humana. En lugar de eso, lo que ha producido —aunque fuese minoritaria y localmente— es infinitamente más improbable, menos evidente, más terrible: ha producido un rostro-tiempo, un rostro que ha querido hacerse tiempo. A contralógica de lo que es el cine, la fotogenia, el primer plano en general, han provocado la relación más íntima, luego la más devastadora, entre un rostro y el tiempo. Así es como se ha desnaturalizado el rostro”.8

En esta película se ha mostrado claramente el tiempo como un único flujo, como duración, que actualiza y guarda impresiones, un flujo que en esta película no es lineal ni cronológico, un flujo que sólo ha dejado la huella de su paso en el rostro de la actriz. Fuimos testigos de esa suerte de progreso, de desgaste en sus facciones, en los gestos y, al final, en el cansancio de su rostro desconcertado y tenso mientras está parada en medio del cuarto de los conejos, frente a la sala. “Las acciones tienen consecuencias, y sin embargo, también está la magia”. Hay una flecha del tiempo que determina efectos a los actos. Pero en cine también está la reversibilidad, la posibilidad de que, en un flujo, en unas capas de tiempo que no son cronológicas, que se conservan, lo hecho en un futuro pueda modificar y de hecho modifique lo pasado, que sólo espera el momento de poder ser actualizado.

El camino de Nikki modificó una de las historias que vimos: abrió la puerta que permitió a la mujer reencontrarse con su esposo y con su hijo. Pero esta acción también la modificó a ella misma. Las últimas secuencias de la película nos llevan al punto de inicio de la actuación de la propia Nikki. Vemos en primer plano el rostro de la vecina, que al principio fuera amenazante, ahora transformado en una expresión dulce y conciliadora, y después el de Dern, desconcertado, como al principio, dirigiendo su mirada al mismo lugar que antes le señalara la vecina para indicarle su lugar si hoy fuera mañana. Sin embargo, en ese mismo lugar ya no está la actriz venida a menos que buscara su regreso al mundo del cine, que anhelara actuar el papel de una prostituta. En su lugar está ella misma, sola, sentada, con un vestido azul y un rostro lozano, apacible, sin las marcadas líneas de expresión con las que finalizara. El flujo temporal del filme nos llevó al punto de inicio, pero ahora trajo para el “pasado” lo ganado en el “futuro”.

En este caso, Lynch no ha amarrado la narrativa en un bucle. En Inland Empire la temporalidad no se constituye como ese anillo de Moebius que marcaba la repetición de lo mismo, el reinicio al infinito: la narrativa ha quedado abierta.

Tal vez la búsqueda de contacto con el espectador que es la travesía de Laura Dern a través de los estratos de la representación cinematográfica, que culmina en ese beso que libera a la mujer atrapada por las imágenes de la televisión, signifique una consigna contraria a la famosa frase de Truffaut, “El cine es mejor que la vida”; la verdadera interpretación y quizás el papel más importante de la actriz, o el actor, no culmina sino una vez que al matar al hipnotizador mata a la imagen narcisista de sí misma, a la prostituta que se vendía en las calles de Hollywood, y se constituye como un medio de contacto entre el espectador y algo más, que definitivamente no se agota ni se encuentra exclusivamente en las imágenes, sino en la propia vida del espectador.

El cine (las imágenes) jamás podría ser mejor que la vida, ni mucho menos sustituirla. ®

Notas
1 Christian Metz, El significante imaginario. Psicoanálisis y cine, Barcelona: Paidós, 2001, p. 62.
2 Keith Uhlich, “Strange What Love Does. David Lynch’s INLAND EMPIRE”. La traducción es mía.
3 Edgar Morin, El cine o el hombre imaginario, Barcelona: Paidós, 2001, p. 187, nota 7.
4 Thomas Mann, Mario y el Mago, Barcelona: Edhasa, 2008, pp. 170-171.
5 Metz, op. cit., p. 107.
6 José Antonio Mesa Báñez, Inland Empire, de David Lynch”.
7 Pierre Bally citado en Jaques Aumont, El rostro en el cine, Barcelona: Paidós, 1998, p. 138.
8 Jaques Aumont, El rostro en el cine, p. 198.

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Publicado en: Abril 2012, Cine

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