Me imagino que el infierno también es reírse de la maldad y el horror que nos rodea, como hienas ilusoriamente sobreprotegidas por nuestras llaves del departamento, el celular apagado, nuestra bolsa de palomitas y el refresco king size.
El infierno son los otros, dice una máxima sartriana. El infierno está aquí mero, dice el Cochiloco, personaje bigotudo y matón, pero buen padre, de la recientemente estrenada película de Luis Estrada que lleva por título precisamente el lugar donde en la mitología cristiana nada puede ser peor: El infierno.
Digamos que si la película es del todo previsible, pues al igual que en las cintas de Tarantino sabemos que al final muere hasta el apuntador, no por ello deja de ser menos impactante y reveladora de la realidad que se vive en el México Bicentenario que celebra cotidianamente horrores de tradición milenaria.
De hecho nos queda claro cuáles son las fuentes de dónde bebe esa ficción: la mismísima realidad y sus potentes difusores, los medios de comunicación. Así que en El infierno no faltan entambados, decapitados, quemados y torturados hasta la muerte con los métodos más perversos y extraños. Métodos que para mi sorpresa gran parte del público los considera, además de muy efectivos, altamente hilarantes a tenor de las carcajadas que producen, como si estuvieran asistiendo a la función más hard core de El exorcista.
Me imagino que el infierno también es reírse de la maldad y el horror que nos rodea, como hienas ilusoriamente sobreprotegidas por nuestras llaves del departamento, el celular apagado, nuestra bolsa de palomitas y el refresco king size. Como en el caso del sida, las balas perdidas, pensamos, siempre le tocan a otros.
Volviendo al filme, al igual que en un cómic de Batman, tenemos a todos los personajes de la comedia, los barones terratenientes y fratricidas, instituciones corruptas e impotentes, la policía jugando siempre a tres bandas, militares tránsfugas y despiadados, madres solteras y putas por necesidad, adolescentes agresivos aspirantes a narquillos (y a cadáveres prematuros), trokas de 8 cilindros tuneadas… Muertos por todas partes; de hecho el cementerio parece ser el lugar más poblado de la cinta. Y también aparecen sicarios malos malos y sicarios menos malos como el Beny, un emigrante retornado que es el protagonista de la historia y que representa al ciudadano medio de la realidad norteña (y no tan norteña) atrapado entre las aguas del desempleo o la violencia y opulencia efímera de la industria del narco. El pan nuestro de cada día, dirán muchos.
Dejando aparte las veleidades estrictamente cinematográficas de El infierno de Estrada es resaltable la acción catártica que posee el humor negro para sacudir, espero, a las masas citadinas de su letargo.
Si el visionado de una película como ésta en una cómoda sala de Guadalajara o la Ciudad de México nos abre una panorámica de un norte descontrolado, hostil y en pie de guerra, para la juventud y el público norteño debe ser como ver el noticiero local de media tarde hecho comedia. Estoy seguro de que en cualquier pueblo cercano a Torreón, Ciudad Victoria o en Los Mochis les podrían poner nombres y apellidos a cada uno de los personajes. Diferentes actores, diferentes apellidos, pero cada uno de ellos representando exactamente el mismo papel.
En el mundo que impregna el narco hay lugar para el exotismo en los papeles asignados, en los sobrenombres, en los accesorios, en los automóviles, en la cantidad de muertos, pero no hay mucha capacidad de maniobra en las acciones de cada uno de ellos, previsibles y férreamente asignadas, al fin y al cabo cada quien tiene estipulada su paga.
Directores como Luis Estrada colaboran con su trabajo, aunque sea a costa de una excesiva (pero brillante) simplificación, a que tengamos más conciencia de que el infierno ya está aquí. ¿Habrá que congratularnos porque a muchos les parezca divertido? ®