El ocaso de la poesía dramática

La muerte de la tragedia, de George Steiner

El lector no se cansa de seguirle los pasos a George Steiner, polemista nato, defensor a ultranza de la calidad estética y espíritu capaz de armonizar ramas del quehacer humano en apariencia irreconciliables, como serían las bellas letras y las ciencias naturales y exactas, incluso las humanidades.

Steiner.

Steiner.

Un tema recurrente en la historia de la cultura, en general, y de las letras, en particular, es el eclipsamiento de la forma dramática más alta que haya conocido la humanidad, la tragedia. Publicado originalmente en fecha tan temprana como 1961, bajo el título The Death of Tragedy, el volumen ni siquiera cubre a autores como Sartre, Camus y Beckett, por parecerle al crítico que estos dramaturgos pretendían varias cosas por medio del juego escénico, los franceses con una marcada inclinación por ilustrar sus ideas filosóficas y el irlandés asimilado en Francia con una fijación por la tristeza cósmica, el antiteatro y el guiñol metafísico, ninguno de ellos, sin embargo, colocaba al hombre frente al abismo, la imposibilidad absoluta de la justicia, el diálogo, la redención, incluso la misericordia, privaciones todas que conforman ese extraño universo trágico, tal cual quedó ejemplificado en las inmortales obras de Esquilo, Sófocles, Séneca, Shakespeare, Calderón, Racine, Schiller, Grillparzer, Georg Büchner, Frank Wedekind o Bertolt Brecht.

Por un intervalo considerable, un poco más de dos milenios, desde el florecimiento de la tragedia ática en el siglo V antes de la era cristiana hasta el siglo XVII, la forma habitual de las obras de teatro de tono grave y profundo era el verso. Fueron los primeros humanistas entre los griegos, preponderantemente un historiador, Tucídides, y un filósofo, Platón, quienes abandonaron la forma métrica de la poesía para deslizarse por los en ocasiones hirsutos collados de la prosa, una suerte de deformación del pensamiento, que hacía comparecer la realidad, cotejándola, interrogándola, invocándola en su propia defensa. La novela ha pretendido, valiéndose de la prosa, explorar el lenguaje, darle profundidad y fijarlo en formas canónicas, virtudes antes exclusivas de la poesía. Rabelais y Sterne llegaron a una rara amalgama entre prosa y verso en ciertas obras, fueron los pioneros, cuya huella desembocará en el llamado poema en prosa con exponentes tan notables como Lautréamont, Rimbaud y Joyce. En el periodo isabelino y jacobino, en los cuales florecieron William Shakespeare, Ben Jonson, Christopher Marlowe, Thomas Kyd, Thomas Middleton, Thomas Heywood, John Ford, Samuel Rowley, entre otros grandes poetas líricos y dramáticos, ya había fluctuaciones entre el verso y la prosa. Una de las primeras tragedias con extensos pasajes en prosa, precisamente los parlamentos del personaje principal, es La tragedia del rey Lear. En general, el loco Lear o los bufones o la soldadesca o la gente del pueblo se sirven de la prosa, mientras Cordelia, princesa, hija menor del rey, los nobles en los dramas históricos y casi todos los personajes de alto rango adoptan el verso como forma de expresión habitual. Se trataba casi de una convención: la existencia de dos planos, el ideal con don Quijote y el real, el prosaico, el propio del sentido común, territorio natural de Sancho Panza.

La novela ha pretendido, valiéndose de la prosa, explorar el lenguaje, darle profundidad y fijarlo en formas canónicas, virtudes antes exclusivas de la poesía. Rabelais y Sterne llegaron a una rara amalgama entre prosa y verso en ciertas obras, fueron los pioneros, cuya huella desembocará en el llamado poema en prosa con exponentes tan notables como Lautréamont, Rimbaud y Joyce.

Cuando Pierre Corneille y Jean Racine dieron inicio a la corriente neoclásica del teatro en Francia, con fundamento en la Poética de Aristóteles con las unidades de tiempo, lugar y acción, mucha de la pujanza del teatro inglés, popular y culto a un tiempo, más centrado en las situaciones, se disolvió en la suave música del verso alejandrino. Los románticos ingleses, franceses y alemanes habrán de reaccionar contra los corsés impuestos por las preceptivas y mirar hacia un pasado legendario y evocador. Fueron ellos quienes entronizaron a Shakespeare como el más grande poeta dramático, el modelo supremo a imitar. Wordsworth, Keats, sir Walter Scott, William Blake y lord Byron se empeñarían en revivir el verso blanco en inglés, cayendo en una curiosa arqueología literaria, que carecía por entero de vida propia y autonomía. Yeats, y más tarde T.S. Eliot, en época más reciente, corrió con algo más de fortuna en esta empresa, no reviviendo precisamente antiguallas sino tomando el espíritu y haciéndolo habitar nuevos temas, encarnar preocupaciones entonces actuales. En francés, el poeta Alfred de Musset con Lorenzaccio, combinando el verso y la prosa, lograría un efecto admirable, una línea que habrían de continuar Giradoux, Anouilh, Cocteau y Claudel.

La muerte de la tragedia.

La muerte de la tragedia.

Con un enfoque claramente crítico y revisionista, nada extraño para el vástago de un acaudalado judío vienés, Steiner compara a Goethe con Schiller. En el primero descubre a un gran estudioso que, con sus ideas en biología, se adelantó a los evolucionistas, un espíritu siempre empeñado en iluminar, encarnar ideas o abstracciones por medio de personajes, desde luego un extraordinario versificador, un gran poeta, un hombre dotado de una imaginación prodigiosa pero que no tenía el sentido dramático del Schiller de Los bandidos, Wallenstein o Don Carlos. Es con la Dramaturgia hamburguesa (1767-1768) cuando Gotthold Ephraim Lessing pone de pie a Voltaire, cuyo teatro carecía de fuerza expresiva. Von Kleist, Lenz, Hölderlin, Büchner, Wedekind y Brecht son las grandes voces entre los poetas dramáticos alemanes. Ibsen y Strindberg en la helada y sombría Escandinavia, junto con Chéjov en la lejana y exótica Rusia, serían los renovadores del teatro moderno. Con breves alusiones a George Bernard Shaw, Arthur Miller y Eugene O’Neill da colofón George Steiner a esta dilatada reflexión acerca del teatro, según él la forma más social de las letras. En la ópera, la cual nació como una tentativa de revivir la tragedia griega (fusión de poesía, música y danza) por parte de un grupo de nobles y eruditos florentinos y venecianos a fines del siglo XVII, descuellan tres obras magistrales, Boris Godunov de Mussorgski, Otelo de Verdi y Tristán e Isolda de Wagner, frutos sazones del siglo XIX.

La novela en algún momento se proyectó como posible continuación y exploración del elemento trágico, en particular en autores como Flaubert, quien supo barruntar el agotamiento inminente del género dramático y pretender alcanzar con la prosa lo que en otro tiempo era sólo asequible por medio del verso, empeñándose en la creación de atmósferas, tonos trascendentes, hallazgos y sutilezas de léxico. Una huella que pronto habría de continuar Marcel Proust, persiguiendo en espirales el tiempo de su propia existencia que no cesaba de escapar. Hugo von Hoffmannsthal y Hermann Broch, sin obviar el precedente histórico de Grillparzer, auténtico renovador del lenguaje en la escena ‒entre los autores austriacos‒ merecen especial mención aquí. La muerte de Virgilio, de Broch, esa larga elegía novelesca en torno de los últimos días transcurridos en el exilio del vate romano, con el continuado monólogo interior (se invocó con anterioridad el nombre de James Joyce), permanece como una tentativa entre prosa, poema y teatro, memorable aunque no libre de ciertas objeciones, a causa del lirismo gratuito y exacerbado.

Ha transcurrido un poco más de medio siglo desde que se escribió el volumen. Ciertamente habría que recordar la distinción que traza Steiner entre lo teatral (el espectáculo), lo dramático (el poner en juego las pasiones) y lo trágico propiamente dicho, que implica la idea de hamartía o falta, hybris o desmesura y anagnórisis o reconocimiento.

Fiel a su oficio de crítico literario y experto en literatura comparada, George Steiner en La muerte de la tragedia [México: FCE-Siruela, 2012] vuelve a deslumbrar al lector en español con la claridad de sus ideas, la finura de su erudición y sus a veces polémicos —a veces canónicos— puntos de vista. Una obra que de manera acertada se editó en la sección Lengua y estudios literarios del Fondo de Cultura Económica. La traducción corrió a cargo de la española María Condor, cedida a su vez por la editorial Siruela, no exenta por cierto de embarazosas erratas en alemán (la traductora se supone es ducha también en esta lengua), trascripciones incorrectas de nombres rusos, calcas del inglés y expresiones que en ocasiones acusan demasiados resabios peninsulares. Se antojaría conocer la opinión del ilustre ensayista y crítico acerca de Eugène Ionesco, Jean Genet, Bernard-Marie Koltès, Harold Pinter, David Mamet, Thomas Bernhard, Peter Handke, Heiner Müller y otros autores que obviamente en los años sesenta se encontraban aún en activo pero que no se mencionan, además de algunos otros nombres algo más recientes. Ha transcurrido un poco más de medio siglo desde que se escribió el volumen. Ciertamente habría que recordar la distinción que traza Steiner entre lo teatral (el espectáculo), lo dramático (el poner en juego las pasiones) y lo trágico propiamente dicho, que implica la idea de hamartía o falta, hybris o desmesura y anagnórisis o reconocimiento. Para el espíritu griego no existía la expiación del pecado, de ahí la imposibilidad de la misericordia y lo inevitable del castigo, no en una vida por venir, como en el caso de los judíos o los cristianos, sino en el aquí y ahora, ese infierno actual y mundano que vive Edipo, Antígona o Electra. Es redundante cuestionarse acerca de la opinión del crítico sobre el elemento trágico, una dimensión que se ha abolido prácticamente de la existencia moderna, a favor del melodrama, especialmente en el arte cinematográfico, donde la conmoción o kátharsis no opera por medios similares y cuasi litúrgicos, como era en el teatro. Lo mismo sería de interés conocer el parecer del crítico sobre los últimos desarrollos en ese complejo y movedizo terreno que es la novela contemporánea. El lector no se cansa de seguirle los pasos a George Steiner, polemista nato, defensor a ultranza de la calidad estética y espíritu capaz de armonizar ramas del quehacer humano en apariencia irreconciliables, como serían las bellas letras y las ciencias naturales y exactas, incluso las humanidades. Tras una tentativa infructuosa de realizar una entrevista por carta en su dirección del Churchill College de la Universidad de Cambridge, el crítico declinó el ofrecimiento. Una verdadera pena pues acaso podría haber iluminado alguna de estas cuestiones que permanecen entre la niebla de los últimos tiempos. Parece que los lectores en español del más afamado crítico en el mundo no le merecen especiales consideraciones. ®

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Publicado en: Julio 2013, Libros y autores

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