El pacto

Dos cuentos

Dos cuentos: 1. De cómo un aroma puede desatar una avalancha de recuerdos que acaso estaban perdidos en el tiempo, y 2. De cómo la madre de la narradora comprobó que no hay vida después de la muerte…

El velorio del angelito. Tradición venezolana.

Instante

Al salir de casa se dio la vuelta, como de costumbre, para darle un fuerte jalón al pesado portón de madera labrada cuya chapa debía ser cerrada por fuera con llave.

Lo hizo con la parsimonia de siempre. Sin prisas introdujo la llave, tomando conciencia de hacer los dos consabidos giros hasta escuchar el sonido metálico de la tranca cayendo en su sitio.

Entonces volteó a mirar la calle llena de árboles cubiertos con flores amarillas, y fue el preciso instante en que una pequeña ráfaga de viento le acarició la cara con un aroma sutil que desapareció presuroso, dejándola con la sensación de haber reconocido un olor muy familiar, y quiso retenerlo. Se detuvo, cerrando los ojos, para enfocar toda su atención en ese ligero perfume, al mismo tiempo que un recuerdo lejano intentaba despertar, sin que pudiera hacerlo.

En su cerebro se alborotaron las imágenes y se vinieron a cruzar el filo de su conciencia a toda velocidad.

Sintió que estaba a punto de recuperar un trozo de sí misma, perdido en el tiempo.

No sabía que las mañanas en su casa materna tuvieran un olor y, sin embargo, algo en su cerebro le decía que sí, que había viajado a la velocidad de un suspiro al ambiente fresco y limpio de su casa de infancia por la mañanas…

Trató de volver a evocar el olor y rescató el aroma de las rosas y el del jugo de naranja mezclados con el de café recién colado, pero eso no era todo, de hecho, faltaba la parte más importante… No sabía que las mañanas en su casa materna tuvieran un olor y, sin embargo, algo en su cerebro le decía que sí, que había viajado a la velocidad de un suspiro al ambiente fresco y limpio de su casa de infancia por la mañanas y que había visto a su madre preparar los licuados para ella y todos sus hermanos.

Ese olor percibido era el de ella, combinado con el de sus múltiples tareas; olía a talco de bebé y a jabón neutro, a leche fresca y a crema de almendras dulces.

Si un pintor pudiera plasmar la ola de aromas que se esparcía con su andar trazaría rápidos gestos con pinturas transparentes que tuvieran la agilidad y la efervescencia suficientes para aparecer y desaparecer en nubes iridiscentes de colores en todos los tonos del espectro solar.

Abrió los ojos y prestó atención a los vientos que, juguetones, le movían la falda mientras su cabello ondulado se balanceaba perdiendo el orden con el que lo acicaló antes de salir.

Sintió una súbita alegría que brincaba en su diafragma como cuando era niña.

Le dieron ganas de correr y brincar, de subirse a los árboles.  Lo hubiera hecho de no haber sido porque sabía que su hija la estaba esperando en la escuela y no quedaba mucho tiempo para que sonara la campana de la hora de salida.

Entonces caminó tranquila con esa sonrisa de sorpresa en la cara y, quien la vio, pudo darse cuenta de que en todos los mechones de su cabello infinidad de florecillas brillaban reflejando la luz del sol.

El pacto

Era una hermosa tarde de abril. Mis hermanos y yo, como de costumbre, salimos al patio a jugar, por el puro gozo de hacerlo y para dejar descansar a mi mamá, quien a esa hora se dedicaba a otras cosas.

Si se le antojaba hacer empanadas o pasteles, éste era el momento ideal. Pero si lo que quería era relajarse del arduo trabajo del día, entonces se bañaba con placidez, se daba un buen masaje en los pies o se paraba frente a la ventana de su cuarto donde entraba a raudales la luz del sol, a mirarse la cara frente a un espejito de mano, mientras se untaba cremas o se sacaba las cejas.

Carlitos, mi primo, había llegado a vivir con nosotros el día anterior.

Era hijo de Rafaelita, la hermana mayor de mi papá, quien vivía con su familia en Las Nieves, un pequeño poblado situado exactamente en el borde noroeste del estado de Durango. Allá, donde hace un frío endemoniado y se ven las montañas hermosas de la Sierra Madre Occidental con sus picos nevados todo el tiempo, crió a su familia junto con su esposo, mi tío Agustín. Uno tras otro sus hijos mayores se fueron mudando a la capital para continuar sus estudios y mi papá, con enorme gusto, hospedó a varios de mis primos que necesitaban casa donde vivir.

Era el turno de Carlitos, que había terminado la secundaria en su pueblo y ahora iba a estudiar bachillerato en el Tecnológico de Durango.

Este viernes en particular nuestro gusto era distinto, porque tuvimos la compañía de nuestro primo guapo y joven que acababa de llegar. Recuerdo haber sentido una especie de júbilo, porque era absolutamente inusual que un adulto nos acompañara a jugar. Sin embargo, ese alboroto que sentí creo que fue amor a primera vista, al percibir la alegría y la bondad en este joven que dedicaba su tiempo a disfrutar con nosotros. Corrimos y brincamos felices hasta que nos cansamos.

Cuando se metió el sol nos llamó mi mamá para la merienda.

María Elena, hermana de Carlitos, también estaba en casa y pasamos una velada divertida comiendo ricos hot cakes que mi mamá preparó para todos. La sobremesa se alargó, y aunque los niños no éramos bienvenidos en este tipo de pláticas, nos fuimos quedando calladitos mientras los temas que salieron fueron subiendo de color, hasta llegar a las creencias que cada uno tenía de lo que pasaba después de la muerte.

Mi mamá era la rebelde del grupo.

Afirmaba que no creía que hubiera nada después de la muerte. Eran puras patrañas las que nos enseña la religión, de que hay un cielo y un infierno. Mentira que si te portas mal Dios te castiga y te manda a arder en el infierno por toda la eternidad. Pensaba que era la manera que utilizaba la Iglesia católica de infundir miedo en los feligreses para que se portaran bien.

Mis primos, educados por sus padres en apego al catolicismo, trataban de convencerla de que sí existía el cielo, el infierno y todo lo demás. Los argumentos iban y venían mientras nosotras, tratábamos de formarnos un criterio acerca de este tema, tan ajeno a nuestra vida.

El argumento fundamental de mi madre era éste: ¿Por qué, si existe vida después de la muerte, nadie que haya muerto ha venido nunca a decirles a los vivos qué es lo que hay en el más allá? Seguramente, si éste fuera el caso, más de algún muerto ya hubiera venido a decirlo todo.

La evidencia de que no conocía a nadie que hubiera tenido la visita de algún pariente muerto que explicara este misterio la hacía inclinarse definitivamente a pensar que al morir todo termina. Por lo tanto, lo importante era vivir feliz, gozando la vida al máximo.

Se hizo tarde y, sin poder llegar a un acuerdo, puesto que nadie convenció a nadie, cerraron la plática con un pacto: el primero que muriera de ellos tres, mi mamá, María Elena y Carlitos, vendría a decirles a los otros dos qué es lo que hay en el más allá.

Lo juraron solemnemente y se quedaron tranquilos y contentos, pensando que habían llegado a una manera de descifrar este enigma.

A la mañana siguiente, que era sábado, sucedió algo inesperado.

Mis padres, que solían dormir hasta tarde los fines de semana, se habían despertado temprano y, cuando nosotros nos levantamos, mi papá no estaba en casa.

Mi mamá nos explicó que tempranito en la mañana mi padre recibió una llamada del coordinador del pentatlón del Tecnológico, en la que le pedía que fuera lo más pronto posible a la Cruz Roja porque Carlitos había tenido un problema de salud.

La verdad es que cuando el coordinador llamó mi primo ya estaba muerto.

Falleció instantáneamente mientras corría en la pista. Tuvo un infarto cardíaco masivo.

Nadie sabía que su corazón era como un cristal fino y delicado  que fácilmente se podría romper.

Todo en mi casa se volvió caos y llantos.

Mi padre, tan fuerte, se desplomó llorando como un niño. La sola idea de llamarle a su hermana para comunicarle que su hijo había muerto le desgarraba las entrañas. Hubiera preferido morirse él. Nunca mi madre lo vio llorar así.

No vimos el cadáver de Carlitos. Eran los tiempos en que las personas velaban a sus difuntos en su propia casa.

Pienso que la tarde de juegos y risas que Carlitos nos regaló fue la dulce y efímera manera de su alma de decirnos adiós. Nos dio a probar el amor y la alegría en un instante para desaparecer en el siguiente.

Nos llevaron a dormir a casa de Manina.

Lo velaron dos días en la sala para esperar a que llegaran mis tíos de Las Nieves. Sólo supimos que colocaron su cuerpo en el centro y varios de mis tíos se emborracharon, no sé si por pesar o por costumbre, aprovechando la ocasión.

Cuando nos trajeron a casa, después del sepelio, mis hermanas y yo pusimos un tendido de almohadas en donde supimos que había estado el cadáver, e intentamos pasar la noche allí, todas juntas, para dominar el miedo.

Poco nos duró el acto chamánico que intentamos hacer, porque a los adultos les asusta el saber profundo de los niños y mi mamá perturbada vino a regañarnos y a mandarnos a dormir a nuestras respectivas camas.

Nunca nos imaginamos la tarde del viernes que la muerte despiadada y traicionera esperaba sigilosa para presentarse al día siguiente a enseñarnos el quebranto.

Tal vez mi mamá, que era tan astuta, sí la percibió y quiso arrancarle sus secretos haciendo el pacto.

Pienso que la tarde de juegos y risas que Carlitos nos regaló fue la dulce y efímera manera de su alma de decirnos adiós. Nos dio a probar el amor y la alegría en un instante para desaparecer en el siguiente.

Aunque prometió regresar para informar lo que había después de la muerte, nunca tuvieron mi mamá o María Elena revelación alguna.

Mi prima buscó consuelo en la religión.

Mi mamá siguió pensando que Carlitos no vino, porque la verdad es que, después de la muerte, no hay nada. ®

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Publicado en: Narrativa

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