La mejor cualidad de la literatura fantástica (en la que se puede incluir, por supuesto, a la ficción científica, como una rama particular y riquísima) es obligarnos a ver más allá de las ideas sobre la realidad con las que intentamos reducirla a nuestra estatura humana.
Una mala traducción
Las palabras ciencia y ficción conjuran numerosas imágenes, sugieren numerosas ideas, inspiran numerosas opiniones. Y son una mala traducción del inglés science fiction, que en castellano, con toda propiedad, debería ser “ficción científica” o, mejor aún, “narrativa científica”, o todavía más (atendiendo al espíritu más que a la letra): literatura especulativa, como proponía en el siglo XX el escritor Harlan Ellison; literatura dedicada a imaginar otras posibilidades de la vida humana a partir de lo que existe hoy. Esta categoría de historias es una rama, pequeña si se quiere, pero a la vez influyente y poderosa, de la literatura fantástica, que a su vez es parte —incomprendida a veces, pero siempre presente: desde el comienzo mismo del lenguaje— de la literatura a secas.
Lo que pasó
El 4 de noviembre de 2008 me invitaron a presentar A bocajarro, novela de ficción científica de Adrián Curiel Rivera. Llegué tardísimo: la presentación fue en la Casa del Lago, en el bosque de Chapultepec, y el viaje tomó mucho tiempo más del previsto porque el Periférico y el Paseo de la Reforma estaban bloqueados —no supe por qué.
Al entrar en la Casa me dijeron que la causa del caos vial en la zona era un accidente: un avión se había estrellado cerca de la Fuente de Petróleos, donde confluyen las dos avenidas que mencioné. Pero apenas puede prestar atención porque debía subir a la mesa de presentadores, que ya estaban allí: eran el doctor Fernando Curiel, académico de la UNAM, y Pablo Soler Frost, quien de hecho ya había comenzado su comentario y hablaba de Blade Runner, de las visiones del futuro que ponen en él lo peor del presente, de la facultad visionaria de la ficción científica.
Luego me tocó a mí y dije… algo distinto de lo que aparecerá en esta nota, por razones que explicaré. Pero estuve de acuerdo en que el libro mostraba una visión terrible de un futuro oprimido por la desinformación y la estupidez, y añadí que la mejor cualidad de la literatura fantástica (en la que se puede incluir, por supuesto, a la ficción científica, como una rama particular y riquísima) es obligarnos a ver más allá de las ideas sobre la realidad con las que intentamos reducirla a nuestra estatura humana.
Entonces el doctor Curiel empezó a leer su propio comentario, escrito en forma de carta: como es el padre del autor (creo que fue la primera vez que he estado en una presentación donde padre e hijo compartieran la mesa) el tono era cálido y el texto saltaba de un tema a otro como sugiriendo una gran familiaridad. A la mitad de la carta empezó a sonar un celular; resultó que era el del propio doctor Curiel, quien no sólo contestó sino que se embarcó en un diálogo rápido con quien lo llamaba: “Estoy en una presentación”, dijo, y entre otras cosas, también, lo siguiente:
—Sí… ¿El que se mató fue el secretario de Gobernación? Ah…
Al término de la presentación las conversaciones eran nerviosas: por supuesto, la noticia (que llamadas de otras personas confirmaban rápidamente) tenía algo de irreal. Alguien dijo: “Como siempre, esto demuestra que la realidad supera a la ficción”.
Dijo algo más, se despidió, colgó y yo pude ver, en el público, una colección de rostros asombrados que no olvidaré. Al término de la presentación las conversaciones eran nerviosas: por supuesto, la noticia (que llamadas de otras personas confirmaban rápidamente) tenía algo de irreal. Alguien dijo: “Como siempre, esto demuestra que la realidad supera a la ficción”.
Como siempre, me pareció que la frase no tiene sentido, y pensé en responder, pero en el momento no pude hacerlo: me estorbaban recuerdos como el de los primeros días de 1994 (cuando el EZLN hizo su espectacular aparición pública) o el de julio de 2006 (cuando se separaron las aguas). Pero ahora que las cosas se han calmado un tanto: que se ha nombrado a un nuevo secretario de Gobernación, que al muerto famoso se le ha perdonado todo, que las teorías conspiratorias agonizan en la abulia y la resignación, que ya hemos olvidado a los otros que murieron alrededor de Juan Camilo Mouriño y en realidad ni siquiera llegamos a enterarnos de quiénes fueron, y que (como siempre) llegan otras noticias a los titulares y las dudas se diluyen en imprecisiones y aplazamientos (once meses para conocer análisis del avionazo; innumerables artículos-basura que dicen tantas cosas distintas que nos quedamos peor que antes), ahora es el momento de responder a esa afirmación, y también de hacerlo modificando un poco, sólo un poco, lo que leí en la presentación.
Lo que hubiera dicho si hubiera sabido en aquel momento lo que estaba pasando en Reforma y Periférico y lo que sucedería más tarde en relación con ese asunto
El nombre incorrecto se ha quedado —ciencia ficción—, como sabemos, y algunos han llegado a contraerlo hasta “ficción”, solamente, como si el resto de la literatura fuera “realidad” o como si la realidad fuera tan inmediatamente asible: como si el avionazo no estuviera a punto de ser tema de innumerables teorías conspiratorias, sospechas paranoicas y versiones contradictorias que destruirán cualquier seguridad de que algún día sabremos qué pasó.
Pero con todo esto quiero decir que la ciencia ficción, pese a que algunos sostengan lo contrario, no es una sucursal de la divulgación científica, una herramienta didáctica, un conjunto de tramas simplistas para uso exclusivo de la industria del entretenimiento ni, mucho menos, un conjunto de posibilidades indignas de la imaginación. Muchas veces, casi siempre, se le ha reducido a eso. Pero la ficción científica (la mejor) ha sido la literatura visionaria de nuestro tiempo. No se trata de lo que va a pasar sino de lo que está pasando: de lo que entendemos o no podemos entender del mismo presente.
En México, sospecho, el que provengamos de la fusión violenta de dos culturas autoritarias y la dominante —es decir la española— haya continuado aquí el proceso largo y represivo de afirmación de la ortodoxia católica y castellana que había comenzado en el siglo XV, ha causado cierta atrofia de la imaginación. Pero aquí, como en el resto de Occidente, la relación de la cultura con la literatura especulativa ha sido de amor y odio a la vez. Por un lado, como todo el mundo, hemos deseado creer en las visiones de un futuro sorprendente, de las maravillas que todavía podrían estar, gracias a la ciencia, disponibles para todos en un mundo cada vez mejor cartografiado, más despojado de misterios (ésta es, todavía, la base casi invisible del discurso triunfal y simplista de la mayoría de los políticos). Por el otro lado, ninguna maravilla en el papel ha podido con los horrores de la historia, que en los últimos cien años se han acumulado hasta el punto de hacernos descreer de toda idea de progreso y modificar nuestras especulaciones para convertirlas en pesadillas (ésta es una de las raíces del discurso de la abulia y la resignación actuales, de los millones que han visto cualquier posibilidad de futuro —y de participación en el futuro— retiradas de su alcance, luego de décadas de promesas).
Occidente, aturdido aún por los sucesos traumáticos y las desilusiones acumuladas durante décadas, ha preferido retraerse: ha perdido la confianza en su poder sobre lo real y se encierra en lo virtual para librar una lucha que sí cree, todavía, poder ganar.
Además: ahora se dice que la ficción científica, como el resto de la literatura, está de capa caída, en retirada y decadencia, a punto de ser suplantada por el reportaje, la autobiografía, todos los posibles relatos de la simple realidad. Sin embargo, basta que los medios se dediquen sistemáticamente a destruir la comprensión de un hecho cualquiera, como sin duda sucede ya mismo entre los despojos y los muertos no muy lejos de aquí: cuando ocurre, nos damos cuenta de que nuestra idea de lo que es real es fabricada —maquillada y rehecha, falsificada, censurada, regida por los poderes fácticos de la política, los medios y el crimen— y nos damos cuenta de lo que sucede en verdad: Occidente, aturdido aún por los sucesos traumáticos y las desilusiones acumuladas durante décadas, ha preferido retraerse: ha perdido la confianza en su poder sobre lo real y se encierra en lo virtual para librar una lucha que sí cree, todavía, poder ganar, aunque sea a costa de todas las promesas de bienestar y enaltecimiento en las que había creído desde la época de la Ilustración. México es uno de los grandes laboratorios de falsificación (o de simulacro, para usar esa palabra famosa) que existen en el mundo: aquí todos los días se comprueba que si la existencia es terca, la percepción es dócil.
Todo esto se muestra en A bocajarro [México: Conaculta, 2008], que en cierto sentido es una novela fuertemente afincada en la vida tal cual es; como además es una novela especulativa, pura ficción científica en la estela de varios de sus autores emblemáticos, puede llevar “lo que es” todavía más lejos y colocarlo en un entorno que parece ajeno hasta que se observan todas sus semejanzas con nuestros miedos y preocupaciones. Basta decir que, en la novela, la nación ficticia de Urbarat vive a merced de una casta de comunicadores que nublan la comprensión de todo y mantienen embrutecida a una vasta población, que de pronto parece atrapada en un delirio circular más allá de toda memoria. ¿Se debe repetir el cliché de que “cualquier semejanza con la realidad…”?
El nombre del más destacado de los precursores de esta novela aparece en ella: Philip K. Dick, el gran autor estadounidense, cuyas novelas —Tiempo de Marte, Ubik y ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?— sufren, como casi todos los libros en la nación totalitaria donde se desarrolla la acción, la purga de todo el conocimiento, la inteligencia, la reflexión y hasta las fechas precisas que lleva a cabo el Animador, la última versión del dictador absoluto. Para acentuar la ironía, en este mundo donde la imaginación está prohibida y la verdad es imposible de descubrir el protagonista es un detective: Vicente Diamante, encargado de resolver un crimen desconcertante. Desde luego, no todo saldrá bien, pero aunque no diré qué sale mal, y qué vueltas reserva su creador a sus criaturas, sí puedo adelantar que la investigación del detective tiene tanto que ver con el muerto como con su propia naturaleza humana, y la de su propio mundo, consagrado no sólo a la opresión y la frivolidad sino también al simulacro: la destrucción de todo asidero con lo que llamamos la realidad es una metáfora de todas las formas en las que elegimos no ver cuanto está a su alrededor. En una época en la que toda la literatura parece, en ocasiones, condenada a ser sólo un producto de consumo, a sólo repetir las ideas confortables, una novela como ésta es una sorpresa estremecedora.
El fin
Tras salir de la Casa del Lago tomé un taxi. El conductor y yo hablamos del avionazo, y de pronto él sacó su celular y me contó que un pasajero le había transmitido, mediante Bluetooth, un video que había tomado muy cerca del sitio del ¿accidente? Luego transmitió a mi propio celular el mismo video, en el que no se ve ni se oye mucho: gritos, bocinas y motores acompañan a una mancha negra salpicada de luces amarillas y anaranjadas.
El hombre estaba feliz y pensaba que tal vez el video podría venderse a alguna televisora. Yo pensé que apenas había relación entre aquellas imágenes y lo que había pasado, lo que estaría pasando todavía durante algún tiempo, y de lo que él y yo y todos ya estábamos infinitamente separados.
Pero brevemente me sentí, adoctrinado como estoy, en una de esas escenas que sí abundan en las películas y los libros futuristas: emocionado por el aparatito y sus humildes poderes. ®