El payaso que no encontraba su nariz roja

Otto, obra de teatro para niños

Otto se desespera, no la encuentra, tiene que encontrar su nariz roja de payaso para que el espectáculo pueda continuar, pues se entiende que esas redondas y rojizas narices indispensables para los payasos.

Otto.

Vaya emoción. Y fiesta y alegría. Eso de que desde tu asiento veas a niños con una sonrisa bien plantada en el rostro unos días antes del Día del Niño y de la Niña te provoca algo de esperanzas un poquito más lejos de los satélites en que seguramente vuelan no los que reparten propaganda política, que lo hacen por necesidad de unos pesitos, sino los que desde atrás mueven el escenario como marionetas.

Y los niños están que no se la creen en verdad: de entrada, el escenario del enorme teatro Julio Castillo del Centro Cultural del Bosque, en la Ciudad de México, es algo así como una pista de aterrizaje para una nave espacial que va a entrar por la puerta y parece que el escenario se quema de a mentis con tanta luz amarilla de estadio en pleno agasajo de un clásico.

Otto, ese personaje que ya mero se va, así es como comienza todo, se reconoce frente a los niños, toca sus piernas, sus brazos, todo perfecto, su rostro, todo perfecto, y al llegar a su nariz nota que le falta algo, así que ni modo…

Los músicos.

Ya con eso los niños se inquietan, se mueven en sus asientos, se paran, unos cuantos pasos, regresan a convocatoria de sus papás, de sus mamás, es obvio que ellos ya quieren que empiece, porque a un adulto lo engañas de cien mil y una maneras, pero a un niño, cuándo, ni yendo a bailar a Chalma, por eso es que ya se inquietan, aunque las luces amarillentas los apantallen, ellos van por otra carretera, esperan algo más y claro, es la bienvenida del gran Otto, un muy buen espectáculo infantil presentado por La Bomba Teatro, vaya si son explosivos, y Aziz Gual, pero con un elemento que se suma a Otto y su obra y su mágica y especial compañía, porque sí, hay que decirlo, todos los que aparecen en Otto lo son, y ahora sí comienza lo que dramatúrgicamente parece un final: Otto, ese personaje que ya mero se va, así es como comienza todo, se reconoce frente a los niños, toca sus piernas, sus brazos, todo perfecto, su rostro, todo perfecto, y al llegar a su nariz nota que le falta algo, así que ni modo, Otto atraviesa fronteras y países, toma la mano del gran Nikolái Gógol y su devastadora narrativa y acude en busca de ayuda, pues si Gógol nos presenta a ese funcionario que un buen día pierde su nariz, Otto se desespera, no la encuentra, tiene que encontrar su nariz roja de payaso para que el espectáculo pueda continuar, pues se entiende que esas redondas y rojizas narices indispensables para los payasos, al menos para Otto lo es, son el alma mismísima del cowboy que aparece a la entrada del pueblo dispuesto no a asaltar la comisaría, que ésa ya la han asaltado un montonal de veces, pero sí aquel sótano donde, él lo sabe, guardan los lingotes de oro que dejó la ocasión aquella que en las arenas del desierto atracó un bucanero lleno de piratas con tres patas de palo, ahora sí se emocionan los niños y las niñas y, lo mejor de todo: hasta este punto Otto no ha dicho ni una sola palabra.

No va por ahí Otto, claro queda, lo suyo, la propuesta que para nada es infantil, es un ejercicio con una exactitud milimétrica y nos demuestra un punto bien importante: ni los niños tienen alma de idiotas, como se nos ocurre pensar en muchas ocasiones cuando los paramos frente al tigre y les pedimos que imiten sus gruñidos, cuando los ponemos frente a un celular y YouTube y casi los obligamos a que se entretengan entre anuncios y anuncios las dos horas que dure nuestra libertad condicional.

Y lo mejor de todo es que ellos, los supuestos adultos que acompañan a niños, o más bien es al revés, no se salvan de un mensaje que sin ser directo de manos arriba, Otto filtra en la obra que, a todas luces, y vaya que hay luces, es infantil: en un momento de la obra parece que el tiempo se detiene, algo ocurre, tienen que observar muy bien los movimientos que hace Otto. Es como si escribiera en un pizarrón la lección para niños. Y, claro, ayudan los colores que casi parecen de película fantástica. También lo hace un elemento que va a ser uno de los pilares de concreto de toda la obra: la música en vivo, pero no la música cualquiera de una fiesta de XV años. Una claridad y sintonía de música que corre con pantalones cortos paralela a lo que se nos presenta escénicamente. Y si añade uno la vestimenta tan bien cuidada de los músicos: hasta parece que se aventuraron a venir de una dimensión infantil desconocida para traernos diversión sonora, tenemos un gran paso al frente.

Otto es claro y habla, lo señala; mímicamente es un máster, de un problema real, grave y pocas veces atendido por papás y mamás: la ansiedad, la que sí te puede conducir a un tratamiento con ansiolíticos recetados por un psiquiatra tanto para infantes como para adultos, la que se desarrolla bajo un esquema determinado y que atiende a ciertas características que por lo común los papás y las mamás ni siquiera ponen atención y menos atienden. El clásico es medio nerviosito. El “es que se pone así cuando se enoja”. El “ay, déjalo, así es él, es igualito a su papá”. Y aquí podríamos hacer un listado de características que están enmarcadas en la pared de cualquier consultorio. Porque esto no lo dice Otto, pero la ansiedad se puede convertir en un problema que desencadena vicios aún más de escopeta en la cabeza o de plano metido el cañón en la boca. Ya ves cómo sí me la bebí más rápido que tú, si te digo que a beber como huracán nadie me la gana. Es que sólo fumo cuando estoy ansioso o nervioso. Ya le dije que eso de comerse las uñas es pura ansiedad, pero no entiende. Y en ocasiones es un monstruito que crece a tus espaldas, que se alimenta de ti y de tu ansiedad, que en algún momento se sale de control y de la mano de Hyde te devora de un bocado, porque ni siquiera sabes si tu médico general es el que atiende ese tipo de problemas. Punto. Otto nos presenta un brevísimo tratado de la ansiedad infantil en menos de cinco minutos. Insisto: durante la obra no hay ni una sola palabra. Sonidos sí. Gritos sorpresivos. Ecos de tristeza, también. Alarmas de enojo, igual. Pero sin una sola palabra más allá de dos o tres líneas de una voz en off que aclara lo que no se tendría que aclarar, pero bueno, los papás, las mamás y los sin hijos somos mucho más complicados que los niños y pedimos explicación de todo.

Aún hay tiempo de ir a verla…

Antes del final de Otto, cuyo magnífico elenco está conformado por Paola Herrera, Horacio Arango, Anick Pérez, Santiago Manuel y Aldo Rodríguez, acompañados por los músicos Diego Pérez en el contrabajo, Alberto Gallardo en el acordeón, Daniel Paz y Omar Ranfla alternando en el clarinete, y que se estará presentando los sábados y domingos a las 12:30 horas, hasta el 2 de junio, con ese calorcito que se antoja para una buena obra de teatro en compañía de la fresca sonrisa de los niños, quienes gritan, aseguran, rechazan, juegan junto con Otto, hacen buuu, lo que un crítico de teatro no haría, en el Teatro Julio Castillo, ya en sí ese espacio es una delicia arquitectónica, del Centro Cultural del Bosque, Metro Auditorio, salida exactamente atrás del Auditorio, pasando las puertas por donde entran los famosos, y los boletos tienen un costo, aunque parezca difícil decirlo en un país donde se apoyan más ridículas campañas electorales —de no ser porque son tan perversas— que obras teatrales que harían bien en presentarse de colonia en colonia, de 80 pesos y se adquieren ahí mismo, nada más llegar a las taquillas del CCB o en esta liga. Por último, una advertencia para los que acuden, lleven las manos bien abiertas por si necesitan empujar al cielo enormes pelotas rojas. Conste que se los advertí. ®

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Publicado en: Artes escénicas

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