Me encuentro en el margen oeste del hotel Atlantis en Paradise Island, un pequeño islote al sur de Nassau, capital de Bahamas (sí, lector, leyó bien: a los periodistas influyentes nos riegan con viajes exóticos y placeres anodinos).
Algo turbado quizás, me detengo en el trópico de las formas difusas, la realidad enmarcada sólo por el vago laberinto de los oleajes verde esmeralda. Por momentos busco la armonía o un sucedáneo de la armonía: el instante justo en el que el tiempo se detiene, las palabras y las cosas se asemajan. En el quebradizo equilibrio horizontal me sostengo, sin darle la relevancia necesaria al desamparo, cuando diviso una colonia de argentinos que intercambian experiencias en la orilla. Los reconozco porque uno de los críos viste una camiseta de River Plate, otro una de San Lorenzo, y una muñeca curvilínea, quien presumo la madre o madrastra de alguno de los jovencitos, ceba mate. Con un ligero barniz de repetabilidad, del deseo de respetabilidad, los machos del grupo se refrescan con vivencias; sus rostros condimentados por el aire marino, sonrisas frías, magnificentes sinónimos de la mecánica grácil. Uno parece un abogado de poca monta disfrazado de narco kitsch; el otro, un burócrata parlamentario en retirada. Son de la especie que emigra dos veces al año al boulevard marítimo de South Beach para reproducir el rudimento que los constituye. Seres que emergen del ridículo o de situaciones heréticas, montados en un abismo de gozo simbólico. Allí están, ambas familias unidas por el único vínculo que amontona argentinos fuera del país: el fútbol y el mate. De súbito, sacudo las imágenes para perderme en la elocuencia de la conciencia virtual. Pienso en Philip K. Dick, en la percepción de la entropía, de la velocidad, en la posibilidad de sufrir el acoplamiento de tiempo y espacio. Me encuentro en el margen oeste del hotel Atlantis en Paradise Island, un pequeño islote al sur de Nassau, capital de Bahamas (sí, lector, leyó bien: a los periodistas influyentes nos riegan con viajes exóticos y placeres anodinos). Exprimo de un sorbo mi séptimo mojito frozen, saboreo el aroma de las cremas bronceadoras, olor a mundo libre. Me dispongo a tumbarme sobre la arena como un elefante marino cuando vuelvo sobre los argentinos, a quienes veo despedirse con saludos efusivos; el enjambre se separa y advierto para mi sorpresa que una de las familias se dirige en dirección a mí. Fingiéndome indiferente, noto que el sujeto, con una predisposición voluntaria, busca hacer contacto visual. ¿Me habrá reconocido? Los veo venir, parecen vivir en una de esas fotos de promoción turística, se los ve felices a los sans-culottes. Cuando se ubican a una distancia irremediable el hombre me dice Yo lo conozco, con gesto adusto, como si pensara en cosas abstrusas. Le digo que, en efecto, soy yo, el periodista reconocido. Me confiesa que admira mis intervenciones filosas, que sería un placer compartir un mate conmigo. Un mate no se le niega a nadie, elucubro mentalmente, y le digo que se siente en la arena, a los pies de mi reposera plástica. Procede, y los niños y la mujer se pierden entre telas colgantes de un carrito playero que vende sedas vesperales, recuerdos regionales. Hace quince días que estamos de vacaciones, me cuenta, viajamos desde Buenos Aires hasta Miami y desde allí contratamos un crucero a Bahamas. Ajá. Lindo lugar, pero nadie habla español, nadie entiende un carajo lo que le digo. Y, sí, fue colonia británica, le explico pedagógico; de hecho hablan en inglés. En fin, ¿cómo está la cosa allá?, me consulta al que años de sedimentación concedieron una mirada resentida, ¿sigue todo igual? ¿Ya se murió la conchuda hija de puta? Lo frustro: le cuento que la presidenta sigue viva, y coleando. El tipo ya desencajado: Es que en ese país no se puede vivir, la inflación, la corrupción… ¡la inseguridad!
A la vuelta de Bahamas, y sin ningún otro viaje en vista al menos durante los próximos dos días, me encierro en mi Château Lafite para empaparme de actualidad. Es domingo, y entonces le pido a mi secretaria que arrime hasta mi estudio los diarios, los principales matutinos, los que gentilmente las distintas empresas editoriales me envían hasta mi domicilio en las afueras de la ciudad. La asistenta ejecuta, al tiempo que sugiere me detenga en la tapa, en el encabezamiento central de Clarín, el gran diario argentino. Leo: “Hubo 122 muertos por la inseguridad en apenas 300 días”. El titular se refiere a las víctimas fatales producto de asaltos y robos en toda la provincia de Buenos Aires durante casi un año calendario (incluye a los oficiales caídos, no así a los malhechores). Hablamos de un territorio habitado por casi veinte millones de personas, pero obviamente este dato no aparece en el informe, y es así como me asaltan algunas dudas relacionadas con el relato harto difundido por nosotros, los comunicadores influyentes, y mis conciudadanos. ¿Por qué el discurso de inseguridad se propaga como un virus ponzoñoso si es más factible enfermarse de ictiosis arlequín, una patología prácticamente imposible, que recibir un balazo en un hurto callejero? Abandono de momento mis reflexiones sesudas, el periodismo gráfico y sus procedimientos para dedicarme a lo que verdaderamente disfruto, oh sí, el infoentretenimiento televisivo. Mi canal favorito me presenta con sentido dramatismo el crimen de Jonathan, un muchacho asesinado en Olavarría, hecho que provocó que un grupo de familiares y amigos de la víctima se alzaran contra las autoridades municipales, encargadas, claro está, de velar por el bienestar de los ciudadanos de bien como Jonathan. ¿Qué me importa Jonathan?, pienso frío, un embutido humano de una ciudad que ni siquiera sé dónde queda. Cambio de canal, buscando algo más para engullir, y me detengo en otro que transmite también 24 horas de noticias ininterrumpidas. Iúpi. Enviados especiales a Olavarría reafirman el informe antes visto pero también incluyen imágenes fresquitas de violencia sostenida. Se ve a los mismos familiares y amigos de Jonathan montar una auténtica pueblada frente a las puertas de la intendencia. Queman autos policiales, lanzan piedras contra el palacio gubernamental, se trenzan con algún funcionario abombado. Están furiosos, parecen dispuestos a todo. Abandono por un instante la tele, la sirvienta me transmite que mis lenguitas de salmón grille están a punto. Siguiendo en desbandada el parlamento de mi inventario, decido realizar la sobremesa en la sala grande, frente al televisor de 50 pulgadas. ¿Cómo reconocer el truco televisivo? ¿Cómo separarlo de sus exégetas? Vuelvo sobre las noticias. Otra vez, una nueva crónica sobre Jonathan, a quien ya no lo siento tan distante, tan frío, tan fiambre, porque la tele me lo muestra, repasa conmigo sus fotos y videos de infancia, cuando latía, calentito, y era un niñito feliz, la tele me lo muestra y me lo acerca, me emparienta con ese chiquilín que ya lo siento mi hermano, Jona (no se me ocurre otro hipocorístico). Y entonces me entran unas ganas bárbaras de irme (en taxi) hasta la terminal de buses y sacarme un pasaje de ida (después vemos) a Olavarría (previo rastreo en wikipedia para saber dónde se ubica en el mapa. ¿Será dentro de territorio argentino?) para solidarizarme con la mamá de Jona (sus lágrimas son las mías también) y sumarme al reclamo de justicia, acercarme hasta las puertas anchas del edificio municipal para hacerle saber al intendente que somos muchos los que buscamos respuestas de las autoridades. Aunque preferiría quemar unos autitos antes, encauzar la patriada, comandar la rabieta con decisión soberana, buscar al asesino de Jona y, una vez descubierto, perforarle el hígado con un destornillador sin filo. En eso estoy cuando el programador televisivo decide sobre mis pasiones e interrumpe el dossier con los goles de Messi del fin de semana. Mis cavilaciones quedan suspendidas, como estelas de un polvillo evanescente; inciertas, como una huella en el desierto que cualquier sacudón de viento deshace. Las retomo al día siguiente, hoy, cuando con mi bolígrafo recuerdo de Bahamas, con la leyenda “Atlantis. Paradise Island” sobreimpresa, me pongo a escribir estas líneas. ®