El respeto o el desprecio

Esa es la cuestión

El autor propone la práctica del respeto a los otros, a los diferentes —así de sencillo—, pues unos y otros no son mejores. En la comprensión de la igualdad de todos reside el fin de todas las discriminaciones.

El desprecio es la norma

© R.C. Hörsch

© R.C. Hörsch

Que discriminemos y seamos discriminados es normal en México. ¿A quién le parece extraño que los restaurantes de moda, los mejores hoteles, los grandes puestos laborales estén ocupados por gente alta, esbelta e incluso bien parecida? En contraste, ¿qué de raro tienen esas colonias grises y sucias habitadas por morenos y chaparritos? Así son las cosas. Aquí nos tocó vivir, ¿no?

Cada uno de nosotros, al pertenecer a determinada clase social, somos afables con quien nos despierta empatía y refractarios con quien nos resulta desagradable. Pero esto, que pudiera tomarse como el ejercicio de nuestra libertad de elección, adquiere otro tono cuando a partir de gustos muy personales se toman decisiones que —directa o indirectamente— afectan a otras personas.

La cuestión no es aparentemente tan grave en el ámbito privado como en el de la esfera pública. Porque a nuestra casa y a nuestra vida entran únicamente aquellos a los que escogemos. Lo único que importa es nuestra preferencia. Nadie lo podría ver mal. Nos asiste, incluso, nuestro derecho legal a la intimidad.

En la esfera pública la situación cambia radicalmente. Y para mal. Hay un caso harto conocido por los noctámbulos: en los antros de moda es inevitable toparse con el fortachón de playera untada a los pectorales, el cadenero, ese gran icono de la discriminación. ¿A quién le escandaliza la existencia de esos sujetos? Lo raro sería no encontrarlos en la puerta. Su papel es hacer valer sus músculos para que sólo ingrese la gente bonita. El trabajo por el cual cobran es el de anteponer sus prejuicios —o los de su patrón— a los deseosos de entrar a beber y flirtear.

A este caso, que es un extremo de discriminación, pueden sumarse miles, menos ostensibles, que de tan arraigados en nuestra vida cotidiana se camuflan e invisibilizan. Unos ejemplos: la preferencia del profesor por ciertos alumnos güeritos o bonitos; contratar a la candidata guapa en lugar de la fea para un puesto de trabajo; negar el trabajo a personas adultas mayores o con discapacidad; negar la entrada en restaurantes, oficinas, hoteles o dondequiera a un limpiaparabrisas sucio. Es normal que un policía trate mal a un indigente, así como la prohibición del matrimonio gay en muchos lugares del país —sólo por mencionar unos casos. Algunos parecerán más graves que otros.

En estricto apego al significado de discriminación: “negar cualquier derecho a una persona o colectivo, por motivos físicos, raciales, religiosos, ideológicos…”, el denominador común de estas circunstancias es único: las preferencias personales, que en casa son aparentemente inofensivas, cuando cruzan la línea de lo público resultan en daños reales contra personas concretas.

Unos datos

Ninguno de estos casos es meramente anecdótico. La Encuesta Nacional sobre Discriminación en México (Enadis) es autoridad en la materia. La realiza el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred). La más reciente, que data de 2010, ofrece datos en los que hay que reparar. Como muestra, las personas encuestadas respondieron que sus derechos no han sido respetados por a) no tener dinero (26%); b) su apariencia física (20.2%), c) su edad (19.8%), d) ser hombre/mujer (19.2%), e) su religión (16.9%), f) su educación (16.6%), g) su forma de vestir (16.6%), h) provenir de otro lugar (15%), i) el color de su piel (15%), j) su acento al hablar (14.7%) y k) sus costumbres o su cultura (14.1%).

Más específicamente, la Enadis 2010 presenta la situación de los colectivos en situación de vulnerabilidad. Muestra, por ejemplo, que la comunidad lésbico, gay, bisexual, transexual, travesti, transgénero e intersexual (LGBTTTI) es la más segregada; para 52% de la comunidad el mayor problema social que enfrenta es, nada menos, la discriminación. En todas sus presentaciones.

Cada uno de nosotros, al pertenecer a determinada clase social, somos afables con quien nos despierta empatía y refractarios con quien nos resulta desagradable. Pero esto, que pudiera tomarse como el ejercicio de nuestra libertad de elección, adquiere otro tono cuando a partir de gustos muy personales se toman decisiones que —directa o indirectamente— afectan a otras personas.

Sólo después del grupo LGBTTTI, en el top ten de los colectivos en situación de vulnerabilidad más discriminados también están los grupos étnicos, los jóvenes, las minorías religiosas, mujeres, niñas y niños, personas trabajadoras del hogal, adultas mayores, migrantes y con discapacidad.

¿Qué problemáticas deben encarar estos grupos? ¿Qué dice la Enadis 2010? Lo peor es que la información ofrecida no muestra nada que ninguno de nosotros ignore, o al menos no encuentre absolutamente posible en cualquier lugar de México.

La comunidad LGBTTTI, por ejemplo, es violentada, en orden decreciente, por los policías, la gente de la Iglesia, el gobierno de sus estados, el gobierno federal, la gente de su colonia, los medios de comunicación, los servicios de salud, su familia y sus amigos. O sea, por todos. Si no eres heterosexual en México estás frito, en una palabra.

Los grupos étnicos, por su parte, tienen que arrostrar los obstáculos consabidos de la pobreza, falta de apoyo del gobierno, su lengua —no dialecto— distinta al español, el desempleo, irrespeto a sus costumbres, indiferencia, educación especial, violaciones sistemáticas a sus derechos, etcétera. O sea, igual que en el caso LGBTTTI, nada que no imaginemos. O cuando vemos a las indígenas sentadas en la banqueta, extendiéndonos sus brazos con una artesanía colorida, ¿acaso pensamos que tiene carro, casa, salario, seguridad social, escuela digna, agua potable…? Vaya, tampoco nos escandaliza que no tengan nada de esto. Y así sigue la lista.

Los jóvenes carecen de oportunidades de trabajo, bajos salarios, falta de atención y apoyo. Cualquiera diría: “Es lo normal para un joven. Que no se queje. A todos nos ha pasado”. ¿Será? ¿La incertidumbre laboral o agarrar cualquier trabajo tiene que ser lo normal? Por su lado, las minorías religiosas, según la misma Enadis 2010, padecen burlas, críticas, falta de respeto, incomprensión, ignorancia, prejuicios y todos los chistes que se nos ocurran contra los judíos, mormones, cristianos y testigos de Jehová; no contra los católicos, éstos son la mayoría burlona.

Mientras tanto, las mujeres, en un país machista, tienen que aguantar problemas en el hogar y en el trabajo, además de la inseguridad en la calle, más los abusos, acoso, maltrato, violencia, relaciones desiguales entre géneros, maltrato económico, psicológico, o sea, todo lo que desde chicas les enseñan que deben aguantar: “lo normal”. También las niñas y los niños sufren eso que irremediablemente les toca vivir por ser menores. Esto es, los hacen llorar, les pegan, los asustan, los insultan, los amenazan, se burlan de ellos, los avergüenzan y los ignoran.

Las personas adultas mayores, las personas con discapacidad y las personas trabajadoras del hogar padecen por partida doble. Y es que, si una mujer o un niño o un joven sufren ya por su condición de vulnerabilidad, hay que sumarle lo que enfrentarán si además tienen una discapacidad. Así, encima de la discriminación que ya encaran, también sufren desempleo, intolerancia, malos servicios de salud, inseguridad económica, falta de apoyo del gobierno, abandono, maltrato, bajo nivel educativo. En suma, una catástrofe que, sin embargo, hemos normalizado, al igual que en los otros casos, hasta que se hace invisible en el devenir de la vida cotidiana.

Respeto

¿Qué hacer ante este panorama? Propongo ensayar el respeto. No un falso respeto, sino uno que comience por el respeto a uno mismo.

Con la educación se podría empezar a aprender a respetar. Pero no por la alta educación de grandes planes de estudios universitarios, iniciativas de ley para la Reforma educativa ni nada de eso. Porque eso, después de todo, no es garantía de nada. Por educación me refiero a la educación ciudadana, basada en los derechos humanos, el respeto a las diferencias y la no discriminación. Y resulta que esta educación, si bien se aprende estudiando, sólo se asimila y apropia en la práctica cotidiana.

La comunidad LGBTTTI, por ejemplo, es violentada, en orden decreciente, por los policías, la gente de la Iglesia, el gobierno de sus estados, el gobierno federal, la gente de su colonia, los medios de comunicación, los servicios de salud, su familia y sus amigos. O sea, por todos. Si no eres heterosexual en México estás frito, en una palabra.

Por eso, y porque creo en el poder de la palabra, estoy a favor de multiplicar el uso respetuoso de ciertas expresiones para referirnos especialmente a los grupos en situación de vulnerabilidad. Los homosexuales no son putos ni los travestis son vestidas ni las lesbianas son tortilleras. ¿Qué tiene de malo hablar así, si todo mundo lo hace? Mucho. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, dijo Ludwig Wittgenstein. Desterrar de nuestro horizonte lingüístico expresiones con fuerte carga discriminadora puede ser el principio para posteriormente erradicar la discriminación en los hechos. O sea, si cambiamos los límites de nuestro lenguaje, quizá también cambiemos los límites de nuestro mundo que, ya vimos, es un mundo muy discriminador.

El ex presidente Vicente Fox fue, por muchas razones, blanco de no pocos escarnios. Su famosa frase “chiquillas y chiquillos” fue la causa de algunos de ellos, pues le decían que no era necesario diferenciar mujeres de hombres porque el genérico masculino comprende ambos sexos. Fox siguió diciendo “bienvenidas y bienvenidos” en sus actos públicos. Hizo bien. Hasta Monsiváis le reconoció el compromiso, a su manera, con la equidad de género.

Fue una de esas iniciativas que encuentro encomiables. Lo que hizo Fox, muy posiblemente sin saberlo, fue poner en práctica lo que por años los estudios de género habían demandado: visibilizar en el lenguaje a las mujeres. Las mujeres no son médicos ni ingenieros ni arquitectos, sino médicas, ingenieras o arquitectas. No son “los”, sino “las”. La historia no es la “historia del hombre” sino “la historia de la humanidad”.

La propia Conapred ha publicado manuales para hacer uso del lenguaje no discriminatorio. Y desde el foxiato a esta parte se ha perfeccionado la terminología para referirnos a cada grupo en situación de vulnerabilidad, tomando en cuenta sus características, necesidades, situaciones específicas y derechos que les asisten. Parece una tontería exagerada, ¿verdad? Pues justamente de eso se trata, de ponernos serios cuando se hable de discriminación, especialmente de discriminación contra las personas más vulnerables. Prestar interés a las personas débiles, en una sociedad discriminatoria como la nuestra, es ir a contracorriente. Es ser respetuoso por decisión propia. Si empezamos, en el ámbito privado, a practicar el respeto, la tolerancia y la empatía por las diferencias, pronto lo llevaremos a la práctica en el espacio público. ®

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Publicado en: Diciembre 2013, Racismo y discriminación

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