El reverso de la historia

La puerta del viento, de Alberto Laiseca

“Reconozco que esta novela es tan políticamente incorrecta que puede significar el fin de mi carrera como escritor”, dice Laiseca. “El caso es que se han dicho tantas mentiras sobre Vietnam que por lo menos tiene que haber uno que diga la verdad”, advierte el creador del “realismo delirante”.

La guerra se gana o se pierde en la retaguardia.
—Brian Crozier

Alberto Laiseca.

Alberto Laiseca.

La vanguardia en Argentina tenía como destino mínimo conservar un chiste de Macedonio Fernández, según Osvaldo Lamborghini. Este chiste desapareció en la guerra ideológica que sufrió el lenguaje que fue plegándose a la servidumbre voluntaria cuyo programa es una neolengua estatal que a veces es desconcertada por escrituras inesperadas, como ésta que recuerda ese gran “chiste” de Macedonio que es su Teoría del Estado (“Para una teoría del Estado”, en Teorías, Obras completas), que exalta un máximo de individuo y un mínimo de Estado que no es ajeno a la constitución, donde se dice que el sujeto tiene derecho a no declarar contra sí mismo. Argentina, con Corea del Norte —donde hay himnos rituales de odio contra el imperialismo, culpable de que el pueblo coma ratas— y Cuba, y en competencia con Francia, debe ser el país más antiyanqui del mundo. Se dirá que es por su apoyo a la dictadura militar basado en la doctrina Kirkpatrick, que afirmaba que eran más potables las dictaduras de derecha —temporarias— que las totalitarias de izquierda. Falso: en la última etapa Estados Unidos aisló a la dictadura y envió a la comisión de la OEA, que salvó miles de vidas, en tanto que Fidel Castro la apoyó hasta el último minuto, como lo muestra su abrazo con Costa Mendes tras la rendición de Malvinas. Pese a que traicionó a los que dieron la vida por él, Castro siguió siendo amado como un ídolo de rock y Cuba fue el modelo a seguir por poetas, escritores e intelectuales, en un repliegue narcisista sobre lo que ocurrió y ocurre en el mundo.

Hay algunos que han escrito lo que Hugo Savino en Salto de mata llama “el reverso de la historia”. El populismo actual, aunque nadie se atreve a reconocerlo, tiene mucho que ver con una izquierda que nunca rompió con el estanilismo y que desde los ochenta mantiene intactos sus mitos. Basta reparar en la bibliografía de la que fueron excluidos los pensadores de izquierda —Castoriadis, Lefort…— que trataron de los gulags y el apoyo acrítico inicial al populismo.

El antimperialismo yanqui fue en principio una teoría oligárquica, basta recordar el discurso de Figueroa Alcorta en el Centenario prometiendo un “sano imperialismo” —por supuesto, argentino— cuando el socio comercial era Inglaterra. O el Ariel de Rodó, libro de cabecera en la infancia de Guevara. Lo curioso es que gran parte de la cultura argentina sea imitación de la anglosajona —el rock, el cine; el fútbol viene de los ingleses— y al revolucionario puertomaderista se le cae la baba ante el último invento de la tecnología estadounidense más sofisticada.
Lo de Francia es evidente: es la perdida grandeur. Lo de Argentina puede tener que ver con la envidia pero sobre todo por las sucesivas generaciones de intelectuales que vivieron a expensas del antimperialismo yanqui o el negocio de los pueblos oprimidos. Se le pide a Estados Unidos que se porte bien. Pero ningún Estado se porta bien. Y si se porta mal hay que tener siempre en cuenta que los enemigos que tuvo enfrente no eran precisamente carmelitas descalzas sino dictaduras aberrantes donde no existían derechos ni libertad de prensa, y que han sido hiperidealizadas.

La actual oligarquía populista de la soja y los subsidios es la heredera actual de aquella de los ganados y las mieses; los intelectuales han realizado el sueño de Manuel Gálvez de participar directamente en el poder hasta convertirse en sus voceros. ¿Tanto ruido para estas nueces?

Toda nuestra cultura de décadas es la tentativa siniestra de que el sujeto declare en contra suya creyendo que lo hace a su favor y tomándose de paso, mondo y lirondo, por el tipo más vivo del mundo aunque esté aterrorizado hasta el pánico de no ser correctamente político.

Pero ningún Estado se porta bien. Y si se porta mal hay que tener siempre en cuenta que los enemigos que tuvo enfrente no eran precisamente carmelitas descalzas sino dictaduras aberrantes donde no existían derechos ni libertad de prensa, y que han sido hiperidealizadas.

La vanguardia produjo al nacional–populismo como un efecto virtual —el montaje discusivo ya estaba preparado— e incluso lo hizo suyo, lo explotó y festejó en una dimisión total con un aroma de fantasmales ayunos y sigue de fiesta. Le dio letra a su neolengua. La contracultura se transformó en kultur. El sujeto es ante todo alguien que habla, la vanguardia carece de él y sus posiciones responden más a un disco rayado repetido en coro que a una posición singular que pone en crisis a las certezas más anquilosadas. La historia del estalinismo no es sólo la de los campos de concentración y la de los hospitales psiquiátricos, de la abolición de todo arte y literatura que no sea propaganda; es la de las relaciones sociales cotidianas bajo el terror y también en lo que menos se ha reparado: en cómo la izquierda no estalinista siempre se ha sometido a ella sin reaccionar y finalmente encubriendo sus crímenes a toda costa, como si tuviera que salvar su propia ropa y dignidad.

En Argentina el “comunista” era caracterizado como ese personaje educado de clase media alta que al bajar línea discretamente era objeto de burlas por parte de los peronistas más avispados y porque durante la dictadura se asesinó a mucha gente como si fuera “comunista”, aunque la cúpula del partido estuvo asociada a la misma dictadura por la política moscovita y, a diferencia de los pueblos del Este, nunca supo de una dictadura de tipo estalinista, del que el populismo da unas modestas muestras. La izquierda nunca se separó definitivamente del marxismo–leninismo, y el mejor ejemplo son las posiciones del llamado club socialista.

Hay también un grave problema de lectura. Los libros peligrosos fueron descartados en favor de negacionistas como Hobsbawm —que habla de “la brillante luz de la revolución de octubre”—, y ni siquiera se escuchó a Pasolini cuando afirmó que Fidel Castro era fascista ya en los tiempos de la invasión de los tanques soviéticos a Checoslovaquia. No obstante, a escala mundial el marxismo–leninismo como filosofía y el comunismo como ideología tuvieron un prestigio insólito que todavía conservan.

Publicada por Mansalva en 2014, La puerta del viento, novela de Alberto Laiseca, puede leerse jocosamente pero también tomarse en serio en cuanto sortea el tabú de la media cultural que identifica cómodamente ser anticomunista con ser fascista, generando el círculo viscoso de la ideología argentina donde la izquierda no ha roto todavía con el estalinismo, la derecha ha estado asociada a los militares y al populismo y el centro es un reflejo que muestra los tics de esa ausencia de crítica. Laiseca se permite un chiste no permitido. El populismo actual es un efecto retardado de la guerra ideológica que libraron las vanguardias: surgió como un síntoma compensatorio. Un reflejo que ha hecho de Argentina un país alucinado en guerra consigo mismo y con el principio de realidad, que a su vez ha entrado en crisis en el posmodernismo hasta disolverse.
El fantasmal imperialismo ha sido derrotado, pero el Otro que implica al lenguaje y todo cuanto es ajeno ha sido colonizado; el sujeto ha dejado de estar expuesto a él y tiembla de sólo pensarlo, no es extraño que le parezca normal que se entreguen las víctimas a los victimarios y haya una alianza implícita con Irán, además de Cuba y Venezuela.

La novela de Alberto Laiseca, puede leerse jocosamente pero también tomarse en serio en cuanto sortea el tabú de la media cultural que identifica cómodamente ser anticomunista con ser fascista, generando el círculo viscoso de la ideología argentina donde la izquierda no ha roto todavía con el estalinismo, la derecha ha estado asociada a los militares y al populismo y el centro es un reflejo que muestra los tics de esa ausencia de crítica.

Laiseca se mete con un lugar históricamente sagrado: el paradigma vietnamita que ha sido la referencia de las guerras revolucionarias por una liberación que no era sino la imposición de una dictadura comunista: “El caso es que se han dicho tantas mentiras sobre Vietnam que por lo menos tiene que haber alguno que diga la verdad”, escribe Laiseca. Se puede tomarlo a broma, pero en la llanura de los chistes se puede leer que no sólo Vietnam sino todo el siglo XX es el que ha sido mentido. El ataque de Corea del Norte a Corea del Sur en 1950 fue repudiado a escala planetaria, tan es así que el mismo Perón quiso enviar tropas, lo que frenaron las huelgas. Vietnam del Norte repitió el mismo libreto norcoreano con Vietnam del Sur, pero algo había cambiado por obra de la cultura progresista.

* * *

Ludendorff fue el primer teórico de la guerra total, la cual no terminaba, como en el caso de Clausewitz, cuando el enemigo rendía las armas sino que se extendía al exterminio de las poblaciones.

Lejos de ser un reaseguro de la paz, la política de la distensión permitió la expansión de la Unión Soviética por los tres continentes a partir de Vietnam; el paradigma que pone en práctica el tercermundismo fundado por Lenin y codificado por Stalin en sus Fundamentos del leninismo. Casi toda la política seguida por las vanguardias revolucionarias está en este libro, donde el emir de Afganistán puede ser más progresista que un laborista inglés. La dimisión de la izquierda no estalinista a partir de Vietnam fue total. Tal es así que el Partido Socialista Francés reclutó como especialista en Indochina a un comunista australiano, agente de la Internacional que viajaba por el mundo con un pasaporte norvietnamita.

Una escena de Apocalypse Now, de Coppola.

Una escena de Apocalypse Now, de Coppola.

En cambio, Olivier Todd, un izquierdista libre y desenfadado que hizo reportajes en Indochina para la BBC y la televisión francesa hacia 1974, dijo sin vueltas que el régimen norvietnamita se encaminaba directamente al estalinismo y que encarnaría “los aspectos más oscuros del comunismo”. Fue abrumadoramente difamado y calificado de “más nixoniano que Nixon”, un reaccionario que justificaba los “crímenes pasados del imperialismo” y, finalmente, tratado de nazi —esto sería verosímil si Todd hubiera exigido censura para los comunistas o alentado una persecución macartista.

Se trataba de discutir un tema decisivo. Tras pasar varias semanas con los guerrilleros comunistas advirtió que el gobierno de Vietnam del Sur no era sino una emanación del ejército norvietnamita y que este desdoblamiento permitió que se violaran los acuerdos de París, y que la caída de Saigón en 1975 fue obra de sus divisiones blindadas y no de la insurrección de la población local, como pretendieron los fabuladores.

Indochina fue una cuestión colonial francesa que alcanzaba a Camboya y a Laos. Al término de la segunda Guerra Mundial Francia se negó a otorgarle la independencia, con lo cual todo Vietnam se hubiera convertido en un país no comunista. Eso hizo posible la ofensiva de los comunistas de Ho Chi Minh. Eisenhower y Churchill —quien estaba descolonizando a la India— se negaron a enviar tropas de apoyo y desde 1946 a 1954 los franceses combatieron, tuvieron 150 mil bajas y fueron definitivamente derrotados en la batalla de Dien Bien Phu. Ese año Vietnam fue dividido en dos por el Acuerdo de Partición. Saigón estaba totalmente desarmada y el gobierno de Hanoi comenzó a infiltrar agentes y a practicar el terrorismo. La torpe invasión improvisada a Cuba en Bahía de Cochinos por Eisenhower tuvo incidencia en Vietnam: además del desprestigio de la prensa internacional que exaltaba a los barbudos, hizo que Kennedy sustituyera a la CIA, que tenía conocimiento sobre lo que ocurría en el terreno, por los tecnócratas del Pentágono, que comenzaron a cometer errores estratégicos. Otro frente era Laos. En la Conferencia de Ginebra de 1962 quince países se comprometieron a retirar sus fuerzas y lo hicieron, menos Vietnam del Norte, que quería apoderarse de ese país; los comunistas utilizaron la zona oriental y Camboya para enviar suministros a Vietnam del Norte que avanzaba sobre el sur violando el Acuerdo de Partición. Era la famosa “Senda de Ho Chi Minh” que se extendía como un cordón umbilical hasta la zona desmilitarizada por donde entraban hombres, municiones, armas, alimentos y medicinas. Todos los caminos conducían a Saigón.
Comienzo por el final de la novela de Laiseca que narra la caída de Saigón en 1975:

Dos hechos: luego del colapso de Saigón seiscientos mil survietnamitas intentaron huir al extranjero por medio de sampanes. Los ateos bolcheviques los mataron a todos: a cañonazos, con sus lanchas torpederas o con aviones regalados por China. Ninguna batalla de Vietnam del Sur se llevó seiscientos mil muertos. Ni siquiera la ofensiva de Tet. Luego de la toma de Camboya por Pol Pot y sus chicos, dos millones de camboyanos fueron asesinados. Esa cifra supera holgadamente a todas las bajas en combate (bombardeos incluidos) en Laos y Camboya.

Asesinar en masa a civiles indefensos se llama genocidio. Pero ya es sabido que el comunismo nunca viola derechos humanos. García Márquez se burló de los boat–people; la prensa yanqui lo festejó y los intelectuales progres del tercer mundo bailaron en una pata.
Vietnam del Sur era gobernado por el presidente Ngo Dinh Diem, era un país donde existían las libertades porque éste había combinado instituciones europeas y asiáticas, aunque era atacado por la prensa estadounidense como el peor de los tiranos —una prensa benevolente al extremo con los comunistas.

Monje budista en Saigón, 1963

En junio de 1963 un solitario monje budista roció su cuerpo con gasolina y se prendió fuego. Esa inmolación fue tomada y deformada por la prensa estadounidense para presentarla como la imagen del martirio norvietnamita. El presidente Diem, que era católico, fue presentado como opresor de los budistas a un mundo que estaba dispuesto a creer cualquier falacia, como sucede hoy en Medio Oriente. En Vietnam del Norte no había prensa libre aunque Occidente creía las mentiras de sus dirigentes comunistas, desoyendo y descalificando los informes del izquierdista Olivier Todd, que ahora era convertido en un agente fascista. Diem declaró entonces: “Sólo la prensa norteamericana puede ser la causa de que perdamos la guerra”.

A esto se sumaron los Chomskys y otros fanatizados mitómanos del mundo que veían a las dictaduras comunistas como liberadoras, negando los antecedentes del tío Ho, que era tan estalinista como Kim Il Sung. De una ingeniería de la negación de los hechos nació el paradigma vietnamita, incólume y consumido ciegamente por los progresistas.
Los ataques de la prensa al presidente Diem hicieron que Kennedy le fuera quitando apoyo. Su asesinato fue atribuido a la CIA, lo cual es falso, lo cierto es que no se hizo nada por impedirlo y Doung Van Minh se alzó con el poder en noviembre de 1963, durante tres meses, hasta ser derrocado a su vez por el general Nguyen Khanh, jefe de las fuerzas armadas, quien lo puso bajo arresto domiciliario. Las sucesivas crisis donde el poder quedaba en manos del más osado debilitaron a Saigón y favorecieron el avance de los comunistas.
Estados Unidos libraba una guerra limitada pero indecisa ante un enemigo que utilizaba todos los recursos no convencionales, como la guerra de guerrillas, que era la nueva forma de la guerra limitada pero total. “Las democracias no están debidamente equipadas para librar guerras prolongadas. Las potencias totalitarias pueden obligar a su pueblo mediante la coacción a luchar indefinidamente”, escribió Richard Nixon. A toda esta serie de sucesos se sumó el príncipe camboyano Norodom Sihanuk, que en 1965 rompió relaciones con Estados Unidos para aceptar la protección de los norvietnamitas; al ver que apuntaban al poder total ocupando provincias enteras giró de posición en 1968, y Nixon pasó a bombardear a aquéllos.

Sihanuk pidió la expulsión de los representantes norvietnamitas de Phnom Penh pero el parlamento camboyano pidió la deposición del príncipe, lo que permitió a los comunistas apropiarse de Camboya, expulsando a sus pobladores de ciudades y pueblos y exterminándolos por hambre. Los estadounidenses sólo estuvieron en Camboya dos meses, pero la prensa yanqui y mundial los acusó de atacar el país: fue una de las máximas mentiras de esta guerra. Ahí es donde hay que pensar la frase de Crozier: la guerra se gana o se pierde en la retaguardia —y la afirmación de Laiseca: esta guerra debía ser ganada. Estados Unidos se retiró de Vietnam cuando la guerra comenzaba a ser ganada por los soldados survietnamitas, al resistir la ofensiva de Tet de 1968, y cuando el ataque norteamericano de 1972 llevó a Ho Chi Minh a firmar la paz en 1973.

Jane Fonda fue acompañada de un ex ministro de Justicia a Hanoi y exaltó a los norvietnamitas junto a quejosos cantantes de rock: no existían ni la tortura ni los gulags. La prensa pedía la paz a toda costa y en 1973 la Cámara de Representantes votó en contra de la asignación de fondos para Indochina y del retiro de las tropas estadounidenses, las cuales debieron permanecer para que se respetaran los acuerdos. Esto envalentonó a los norvietnamitas, que prepararon la ofensiva total con el apoyo desmesurado de la Unión Soviética, lo cual significó vía libre para el genocidio del Khmer Rojo en Camboya, y vía libre para los comunistas en Laos pero también para las masacres de Afganistán, Etiopía, Angola y otros países africanos, además de los tres Vietnam de Guevara para América Latina.

Protestas.

Protestas.

En La tentación totalitaria Jean François Revel analiza estos aspectos y por qué en el seno de la izquierda no hubo polémica sobre Indochina. Se optó por el eterno santo remedio que el comunismo practicó a lo largo de la historia: escupir sobre el mensajero aunque fuera un periodista valiente y honesto, como Olivier Todd, cuya historia recuerda lo que tuvo que padecer Orwell por haber narrado los crímenes de los estalinistas en Cataluña. Revel es otro de los escritores del reverso de la historia en este libro y en su extensa y desconocida obra. El lado oscuro del comunismo era omitido al presentarlo como el relato de la emancipación de los pueblos, en tanto que Estados Unidos era reducido a un imperialismo opresor, aunque los invasores fueran los comunistas.

Dice Laiseca: “Los comunistas que perdieron todas las batallas ganaron sin embargo la guerra. Los burgueses de Estados Unidos se asustaron y pasaron a unirse a los pacifistas: No más Vietnam”.

Ganaron la batalla de la cultura transformándola en kultur posthitleriana, en un sistema cultural gestionado que va de la mano del retorno de los nacionalismos y socialismos populistas y donde la izquierda estalinista y las izquierdas no oficialistas comparten los mismos códigos y tienden a ser indiscernibles, algo que se extiende a todo el espectro político. Cuando el lenguaje político es vaciado y la historia se transforma en mito se gira en un círculo vicioso cuyo horizonte es el repetido suicidio colectivo.

Laiseca toma el toro por las astas. El narrador comenta la ofensiva de Tet —así llamada por Ho Chi Minh con motivos propagandísticos porque alude al año nuevo lunar vietnamita— y pone el acento en el pacto implícito entre el burgués y el comunista y sus metástasis —los idiotas útiles, los hippies, los pacifistas, los profesores universitarios— que crecerá en el tiempo con la oficialización del paradigma vietnamita, sin duda una de las caras premonitorias del suicidio actual de Occidente transformado en un campanario sordo.

No se trata de ser belicista, de hacer la guerra por la misma guerra, sino de las guerras puntuales que es imposible no pelear de muchas maneras. Vietnam es el nexo y la caja negra que se abre a las guerras que inevitablemente van a venir y por las que podría desaparecer toda huella de las libertades que existen, con los cristianos incluidos en un mundo que será judenrein. Laiseca asume su existencia con una amplia sonrisa pese a estar en el bando de los perdedores: los idólatras en Occidente ya no son incorregibles sino invencibles, y si no pudieron transformar el mundo en un campo soviético persistirán hasta colonizarlo en una gran mezquita nazislamita luchando contra un imperialismo fantasmal a favor de quienes les cortarán su hueca cabeza alucinada de bizcas filacterias.

El narrador comenta la ofensiva de Tet —así llamada por Ho Chi Minh con motivos propagandísticos porque alude al año nuevo lunar vietnamita— y pone el acento en el pacto implícito entre el burgués y el comunista y sus metástasis —los idiotas útiles, los hippies, los pacifistas, los profesores universitarios— que crecerá en el tiempo con la oficialización del paradigma vietnamita, sin duda una de las caras premonitorias del suicidio actual de Occidente transformado en un campanario sordo.

El paradigma de Vietnam se transformó en milagro infame y hoy lo único que se puede hacer es volver la mirada a la historia concreta en vez de incensarios y humo, y ya que estamos, apasionantes libros como éste podrían ser un punto de partida para posicionarse de otro modo. El imperialismo no era precisamente el yanqui, que en todo caso sólo llevó libertad a los pueblos que ocupó —en Europa, Japón, Corea del Sur— pero si aun fuera así estaría justificado en términos artísticos por haberle posibilitado a Laiseca —a través de la beca John Simon Guggenheim Memorial Foundation— la escritura de El jardín de las máquinas parlantes, colosal novela barroca que recuerda a Lezama Lima.

La puerta del viento es una novela ilegible para las actuales condiciones de lectura en Argentina, incluso si se considera al autor un realista delirante para perdonarle la vida. El mito de Vietnam está intacto. No se dice la verdad pero su núcleo estalla en este cruce de la escritura y la historia contra el mito oficial de Vietnam complementario al del diablo yanqui como malvado exclusivo del cine de la pop–revolución. Esta novela sólo es apta para una lectura clandestina como esos poemas que se arrojan al mar y que leerá alguien a quien no estaban destinados, el mismo antidestino que también juega a los dados.

La guerra de Vietnam es uno de los hechos claves del siglo XX pero también el menos conocido: ni siquiera se reconoce que fue el Vietnam comunista el que invadió un pequeño país, Vietnam del Sur, que tenía por capital a Saigón —rebautizada Ciudad Ho Chi Minh en 1975—, siguiendo el libreto expansivo–genocida de la guerra de Corea del Norte de Kim Il Sung en los años cincuenta. Las víctimas del gulag vietnamés no existieron nunca. Esta vez Occidente estaba a favor de los norvietnamitas porque las universidades y los medios habían hecho un trabajo de lavado de cabeza que todavía persiste. La versión predominante es la del partido comunista vietnamés y de los historiadores revisionistas que niegan los gulags, el vietnamita entre ellos, aunque el libro Le goulag vietnamen, de Duan Van Toai, detalla los campos de concentración norvietnamitas ocultos en la jungla. Esto llevó a Todorov a afirmar que los crímenes de guerra norvietnamitas fueron mayores que los de los estadounidenses cuando arrojaron napalm.

Otra escena del Apocalipsis ahora...

Otra escena del Apocalipsis ahora…

La Cruz Roja nunca respondió al llamado de los prisioneros de abril de 1975 y el Tribunal de Helsinsky espera todavía que Vietnam se presente como lo hizo Estados Unidos. Parece que se ignora que el comunismo nunca viola “derechos humanos” por la ley no escrita de la inmunidad revolucionaria. Tal es así que en agosto de 2012 el jefe de Gobierno de Buenos Aires, Mauricio Macri, le hizo un monumento al tío Ho. No hay mejor ejemplo de lo que Claude Lefort llama el poder sublime de la ideología que contamina todo el espectro político. Los millones de muertos del comunismo se vuelven puntos de catástrofe de un sistema cultural que no tolera una sola objeción.

Tampoco nadie se interroga por qué los mandarines de Hanoi arreglaron con el FMI en los noventa y giraron decididamente al capitalismo manteniendo una dictadura de partido único. Este silencio significa que tampoco fracasó económicamente y que no existieron las hambrunas. Lo que no lograron los marines lo pudo el capitalismo manchesteriano por el simple hecho de que es lo contrario de la hambruna: Vietnam es hoy uno de los países que más crece a escala mundial —pero sin libertades. A partir de ahí Vietnam fue elevado al lugar de un mito. Guevara trasladó el paradigma vietnamita, surgido de una guerra agraria y colonial, a todo el continente latinoamericano sin tener en cuenta las relaciones de producción que ya habían pasado esta fase en la lucha contra España en el siglo XIX, lo que dio lugar a constituciones liberales con la resultante de miles de muertos, guerras fratricidas, y todo para tener una dictadura de tipo castrista. Una de las máximas tragedias fue que muchos dieron la vida por un sistema que iba en sentido contrario a lo que pensaban, y luego vino la farsa de quienes se apropiaron de los muertos sin saber qué hubieran pensado de no morir prematuramente bajo direcciones irresponsables o cómplices de sus asesinos.

El paradigma de Vietnam es inseparable del negocio de los “pueblos oprimidos” que heredará el mito palestino para que Ernesto Laclau o Atilio Borón nos instruyan sobre chavismo. Pero también los que se dicen no totalitarios piensan lo mismo. Que en los países hubiera dictaduras o pésimos gobiernos no era un argumento para que cayeran en las manos del Oso soviético, cuyo abrazo no dejaba de apretar jamás, como lo prueba la historia de Cuba… hasta que le soltó la mano. A partir de Vietnam cualquier intervención estadounidense fue condenada en términos absolutos mientras que los avances soviéticos —todo el Este, Finlandia, Lituana, Estonia, Angola, Somalia, Etiopía, Kabul— eran encubiertos bajo el signo de la paz aunque fuera a través de los tanques y el exterminio masivo de poblaciones indefensas. Tal vez por eso el narrador diga que estaba a favor de los débiles, de la coalición liderada por Estados Unidos.

Sucede que el mundo no comunista está expuesto a la crítica de los comunistas y afines —que se presentan como representantes de los obreros, los pobres y la misma Historia— y a su propia autocrítica, y sus muchos defectos cotidianos son descritos como los peores que han existido, en tanto que el comunismo —no obstante prohibir la libertad de prensa y practicar sistemáticamente la desinformación— aparece como la expresión del Bien sobre la tierra. Cuando se advierte en lo concreto de lo que se trata ya es demasiado tarde: esto está en la base de la extraordinaria literatura que han dejado los disidentes.

* * *

La guerra es la infancia del mundo. Clausewitz dice que es un acto de violencia llevado al paroxismo. Pero si la vida, como lo dice la raíz bios, es violencia, habría que decir que la guerra es la vida llevada al extremo de la muerte y que reactiva la infancia del mundo. Es uno de los motivos de su fascinación pero también de su rechazo. La violencia parece inseparable de la vida desde el mismo nacimiento, es una demanda de sentido y el juego es un modo de desplazarla, como no lo ignoran los niños. ¿Y los adultos, esos pequeños hamlets que Joyce describe alienados en filas marchando a la guerra, cómo se confrontan con sus orígenes y qué sentido se juega en ellos? La guerra no debería ser una cuestión de Estados porque ninguno es confiable, pero las sociedades sin Estado, como ha mostrado el antropólogo Pierre Clastres, son sociedades en permanente guerra. ¿Entonces?

El anarquista Laiseca opta por el Estado que le parece más próximo a sus valores y donde la violencia puede entrar en un entre dos con la libertad, algo ausente en las sociedades que sobreviven en manos de los “ateos bolches” como Zimbabue o Corea del Norte, donde un superzombi para psicos progres como Žižek no podría vivir un solo día: la dictadura de Enver Hoxha en Albania fue su mejor ejemplo, no se salvaron ni los chupacirios. Laiseca recuerda a un anarquista conservador al estilo de Orwell y opta por una posición enunciativa trinitaria: por un lado está él como personaje ficticio que pasa del drama al humor y se muestra un sutil estratega; por otro su doble, el teniente Reese, y por otro la literatura que se abre paso en la jungla.

Laiseca opta por el Estado que le parece más próximo a sus valores y donde la violencia puede entrar en un entre dos con la libertad, algo ausente en las sociedades que sobreviven en manos de los “ateos bolches” como Zimbabue o Corea del Norte, donde un superzombi para psicos progres como Žižek no podría vivir un solo día: la dictadura de Enver Hoxha en Albania fue su mejor ejemplo, no se salvaron ni los chupacirios.

Laiseca como personaje participa y da testimonio de los hechos, algo que autoriza la ficción. También se revela como un hábil diplomático al criticar los ingenuos acuerdos firmados por los estadounidenses. No lo habrían sido tanto si el Congreso los hubiera hecho respetar con las tropas en tierra.
En enero de 1973 la guerra estaba ganada política y militarmente por los survietnamitas, pero no en el campo cultural. Además, la economía survietnamita prosperaba y el programa del presidente Thieu —“La tierra para el que la cultiva”— había tenido éxito y refutaba la argumentación de los norvietnamitas de que el gobierno estaba aliado a los ricos para oprimir al pueblo. El Congreso con mayoría demócrata limitó la autoridad de Nixon y obligó al retiro de las tropas, lo que revirtió la situación en favor de los comunistas: “Me di cuenta de que sólo con palabras podía amenazar a Hanoi. Los comunistas también se dieron cuenta de ello”. Ahí la situación se revirtió vertiginosamente.
Aquí hay una historia de fondo: Stalin violó todos los acuerdos para reconstruir el mundo de la posguerra: los de Teherán —diciembre de 1943—, los de Yalta —febrero de 1945— y de Potsdam —agosto de 1945—, además de violar los relativos a Alemania, Polonia, Hungría y Bulgaria. El alto al fuego de 1973 en Indochina fue violado para terminar definitivamente la conquista de Vietnam del Sur con los tanques en 1975, devastando a una indefensa Saigón y siguiendo con Camboya y Laos. Hicieron creer a Nixon y a los europeos en 1973 que adoptarían una política de moderación global, pero fue todo lo contrario. Los demócratas se hicieron eco de una contracultura que exaltaba a los comunistas. Nadie habló entonces de imperialismo ni de violaciones de tratados o derechos humanos que fueron firmados por los soviéticos. Los que participaron en los acuerdos de Helsinski fueron detenidos, encarcelados y enviados a los campos. Se burlaban de los derechos humanos y éstos sólo sirvieron para que se localizara a disidentes y aumentaran las purgas y la represión. Lograron incluso que Gerald Ford no recibiera a Solyenitzin ni Giscard a disidentes rusos, que terminaron por suicidarse repudiados por la progresía francesa. Como editor de Gallimard André Malraux se negó a publicar el Stalin de Boris Souvarine mientras pronunciaba una frase clave: primero sean poder y después vemos.
La misma farsa se repitió por parte de los dirigentes cubanos: cada apertura era seguida de represión y aprobada por los intelectuales y escritores latinoamericanos. A tener en cuenta cuando hoy se habla de los “moderados” de Irán, que continúa con su programa nuclear. Los izquierdistas que sobreviven tal vez puedan contar algo a nuestros crédulos.

La fotografía de Nick Ut, en 1972, después del bombardeo por error de la aviación survietnamita.

La fotografía de Nick Ut, en 1972, después del bombardeo por error de la aviación survietnamita.

Laiseca no falsifica los hechos como cuando ficcionaliza la masacre de My Lai, donde narra la locura del teniente primero William Laws Calley que quiere hacer justicia por mano propia ante la visión de un descuartizado. My Lai no fue una orden del ejército estadounidense y Calley fue juzgado y encarcelado. Los pacifistas tomaron un hecho aislado y pusieron el grito en el cielo, como harían en Iraq con la siniestra fiesta de Abu Ghraib, cuyos responsables recibieron penas severas. Los norvietamitas podían asesinar masivamente en Hue sin violar derechos humanos o iniciar el avance devastador de Tet sobre las ciudades del sur, que se defendieron con heroísmo. Pasando al vocativo Laiseca introduce al lector para hacer observaciones cómicas: “Usted dice que todo esto es monstruoso e inhumano. Usted dice eso porque no estuvo aquí. De haber estado terminaría siendo más malo que nosotros”.

Cuando todo retorna a la infancia las crueldades mutuas son mayores. La guerra llama a los dioses que instituyen la hibris, la desmesura. El narrador se deleita al describir las atrocidades de ambos bandos. La crueldad de los norvietnamitas sobrepasa lo imaginable, los bares de Saigón de pronto estallan con granadas arrojadas por inocentes angelitos y contagia al grupo donde el narrador aparece cortando tetillas o sumándose a las violaciones: “¿Las vietcong? Era lindo violarlas con odio. Las mejores pijas se paran con el odio”.

Esa primera persona también juega: la guerra como un juego y los juegos de guerra. Laiseca afirma que esta novela puede significar el fin de su carrera como escritor. Puede ser el comienzo de otro tipo de lectura que abandone la idolatría al mito como historia, como afirmaba Halperin Donghi de los revisionistas todavía en boga en función de una ideocracia.

Laiseca escribe que apoya la guerra de Vietnam porque los Estados Unidos son los débiles:

Una tarde, tomando un café con Sergio, le dije que me había ofrecido como voluntario en la guerra de Vietnam. “¿Cómo te podés anotar en ese ejército de invasores y asesinos?” “Respecto a quiénes son los invasores y asesinos habría que hablar”. “Está bien, no me quiero pelear con vos. De todas maneras, yo, como anarquista, siempre estuve a favor de los débiles”. “Entonces tendrías que estar a favor de Estados Unidos”.

Hoy se podría decir que Israel es el débil si se cambiara el paradigma vietnamita por el nazislamita. Basta repasar las noticias de CNN, Le Monde y la mayor parte de los medios occidentales sobre el conflicto árabe–israelí. “Miente, miente, miente que algo quedará, cuanto más grande sea una mentira más gente la creerá” —la famosa frase de Joseph Goebbels suena modesta en la actualidad.

Para Laiseca la guerra se perdió porque lo que se ganaba en los campos de batalla se perdía en la retaguardia, en los medios y la cultura, donde ya palpitaba la alianza entre el burgués y el comunista. Laiseca cuenta la ofensiva de Tet sobre las ciudades survietnamitas, que en la historia militar es un ejemplo de cómo una batalla que se gana en lo militar se pierde culturalmente. Las cuatro mil vidas que costó esta ofensiva no pudo ser digerida por el pueblo estadounidense, pese a que en ella sucumbieron decenas de miles de combatientes norvietnamitas.

Hay un punto ético capital: es más fácil hacer concesiones a sí mismo que al adversario y seguir la corriente dominante. Laiseca no las hace. Para probar que ha sido efectivamente así tendría que hacer un cuadro del siglo XX y cómo ha sido falsificado por los revisionistas.

El otro lado de la historia.

El otro lado de la historia.

La novela de Laiseca registra pocos antecedentes. Unos de estos es la ya mencionada Teoría del Estado de Macedonio Fernández, escrita contra los nacionalistas de esos momentos —el filonazi Scalabrini Ortiz— y donde dice que Argentina tiene que apoyar a los que combaten por un “máximo de individuo”, es decir, a Inglaterra y Estados Unidos, y la libertad de mercado. La Universidad y sus ideólogos se encargaron de borrar o tergiversar este ensayo de Macedonio y transformarlo en un viejito vanguardista, socialista o a lo sumo anarquista. De haberlo tomado en serio hoy el país sería una potencia mundial como Australia y no una vergonzante republiqueta cuyo horizonte parece ser la autodestrucción festiva.
Es la cultura que expulsa al sujeto mientras habla de liberarlo. Castrismo, utopismo, chavismo, populismo y finalmente el broche genocida del nazislamismo. Irán es nuestro compañero. Laiseca se hace una fiesta con esto al otro lado de la farsa cultural, su novela antivanguardista es una carcajada soberana ante una cultura sometida desde los sesenta a la dictadura de Castro, que derivó en la actual mafia nacional populista a fuerza de sumisiones y trenzas. A escala mundial se ignoran en nuestra cultura de cabotaje las consecuencias del paradigma que se gestó en Vietnam, que no culmina con el retiro de Estados Unidos, que impidió que Vietnam fuera un país como Corea del Sur si se hubiera asumido como una guerra de treinta años.
Lo mismo sucedió en Iraq cuando en 2007 la situación estaba dominada y Obama ordenó el retiro de las tropas, sin mover un dedo ante el posterior surgimiento del Estado Islámico. Las guerras que se ganan a medio terminar se vuelven peores que las derrotas. Lo que sorprende no es que Laiseca haya ido a inscribirse en esta guerra decisiva para el mundo libre —con carta incluida al presidente Johnson— sino que ni siquiera supiera inglés, y uno se pregunta como diría el God Save América que resuena en sus páginas si hubiera sido aceptado y caído bajo las minas o las balas. ¿Estaba loco?

En esos tiempos todo el mundo lo estaba, ahora es mucho peor pero no se lo advierte por la normalización psicótica que opera en la cultura gracias a las vanguardias zombies. Ya Estados Unidos no es el gendarme del mundo, el odiado y cruel tercero que hacía el trabajo sucio. Queda ahora en manos de Dios, mejor dicho de Mahoma, Irán, Putin o los chinos y el avasallador Estado Islámico. Sin el diablo yanqui tienen las manos libres para hacer lo que quieran: “Causa menos bajas combatir a los comunistas que retirarse y dejar que hagan lo que quieran en el territorio ganado”, escribió Nixon, y esto puede extenderse a la inquietante actualidad que plantea el totalitarismo coránico.

Europa es la más afectada porque desde 1945, después de haberse desangrado a lo largo de los siglos, decidió que el mundo del futuro sería una Arcadia. La Constitución Europea ya fue escrita en una neolengua donde no figuran las palabras guerra y soberanía.

Ya Estados Unidos no es el gendarme del mundo, el odiado y cruel tercero que hacía el trabajo sucio. Queda ahora en manos de Dios, mejor dicho de Mahoma, Irán, Putin o los chinos y el avasallador Estado Islámico. Sin el diablo yanqui tienen las manos libres para hacer lo que quieran…

La puerta del viento de Laiseca es algo más que la celada china trapacera a la que alude su etimología o un recuerdo nostálgico del pasado, es una interrogación traumática sobre el presente de una voz singular, una puerta hacia la libertad que se dice entre los muros de muchos cuentos chinos bien criollos. Lo que no es chino son los contratos con China sin licitación, por lo cual muchos millones irán a manos de un tal Lázaro Báez, testaferro del gobierno.

Lo que dije corre por mi cuenta. Dejo la novela de Laiseca en las manos del lector y me limito a pedir que haya dos, tres, más Laisecas para América Latina y que sus palabras atraviesen los blindados, sordos muros de Yale que se cerraron para un Lorenzo García Vega y tantos otros disidentes cubanos y se abrieron sólo por décadas para ideólogos castro–tercermundistas que pavimentaron con buenismo rosado sus copias criminales del infierno en la tierra. ®

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Publicado en: Ensayo

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