El roble, la constelación y el observatorio

La monarquía inglesa y la astronomía

La ejecución de un rey y el naufragio de cuatro barcos con dos mil hombres fueron capaces de redibujar los cielos en pleno Siglo de las Luces, de iniciar un gran proyecto para su medición y de impulsar el desarrollo de la astronomía.

I

El 30 de enero de 1649 Carlos I de Inglaterra fue ejecutado en Banqueting Hall, Whitehall. “Parto de un corruptible a un incorruptible reino donde ninguna perturbación puede existir”, fueron sus últimas palabras. Su muerte, lejos de acabar con una monarquía déspota y absolutista, dio inicio a una tercera guerra civil en Inglaterra y a un protectorado aún más cruel y sanguinario dirigido por Oliver Cromwell.

Constelación de Argo Navis del globo celeste de Mercator, 1551.

En el otoño de 1707, 18 barcos de guerra ingleses regresaban de Tolón, Francia, después de bombardear el puerto y hundir dos buques franceses. La noche del 22 de octubre la flota inglesa, guiada por el almirante sir Cloudesley Shovell a bordo del buque insignia Association, se creyó navegando en el Canal de la Mancha. Sin embargo, el terrible mal tiempo, la lluvia y la neblina —que desde hacía tres semanas los asolaban— no les permitieron ver que estaban fuera de ruta; en realidad se encontraban frente las islas Sorlingas (Isles of Scilly). Sir Cloudesley Shovell, al percatarse de la realidad, ordenó disparar los cañones para alertar a su escuadra, pero la tragedia fue inevitable: cuatro buques, entre ellos el Association, naufragaron llevándose la vida de cerca de dos mil marineros, incluido el mismo almirante Shovell.

La ejecución de un rey y el naufragio de cuatro barcos con dos mil hombres fueron capaces de redibujar los cielos en pleno Siglo de las Luces, de iniciar un gran proyecto para su medición y de impulsar el desarrollo de la astronomía, en especial en Inglaterra.

Dibujar algo en los cielos —y que perdure— requiere de gran imaginación, de la inspiración, de una buena historia, del soporte de alguna leyenda famosa o de un mito interesante. El Argo Navis, la constelación austral de la nave que llevó a Jasón y sus argonautas a la Cólquide por el Vellocino de Oro, fue uno de estos casos.

Probablemente originaria de Egipto o de las costas mediterráneas del Cercano Oriente, mil años antes de Cristo, el Argo Navis llegó a Occidente gracias a los astrónomos griegos. Claudio Ptolomeo (c 110–170) la llegó a incluir en las 48 constelaciones de su Almagesto. Desde la Antigüedad hasta la Edad Moderna esta constelación presentó dos grandes problemas: era tan grande que los astrónomos tenían muy complicado su manejo, y el grupo de estrellas que la formaba sólo alcanzaba para dibujar un barco sin proa.

Construir con las estrellas una imagen armónica y bella, de sencillo y fácil manejo astronómico, puso a prueba el ingenio y la imaginación de los mejores cartógrafos y astrónomos de su tiempo. Personajes como Eudoxo de Cnido (c 390–337 a.C.), Arato de Solos (310–240 a.C.), Eratóstenes de Cirene (276–194 a.C.), Cayo Julio Higinio (c 64 a.C.–17 d.C.) y otros más proporcionaron diferentes explicaciones para salvar la imagen fragmentada del Argo. Propusieron que se movía en reversa, jalado de su popa; que la proa estaba escondida detrás de un banco de niebla, o que aún se encontraba cruzando entre las rocas Simplégades o Cianeas, aludiendo al relato de Jasón y el Vellocino de Oro.

Dibujar algo en los cielos —y que perdure— requiere de gran imaginación, de la inspiración, de una buena historia, del soporte de alguna leyenda famosa o de un mito interesante.

Desde el Medievo hasta la Modernidad estas ideas inspiraron a muchos cartógrafos, quienes las plasmaron en bellísimos planisferios celestes. Abd al–Rahman al–Sufí (903–986), Alberto Durero (1471–1528), Andreas Cellarius (c 1596–1665), Johann Bayer (1572–1625), Gerard Mercator (1512–1594), Johannes Regiomontano (1436–1476), Zacharias Bornmann (1500–1599) y muchos otros realizaron verdaderas obras de arte dibujando los pasajes mitológicos que explicaban la forma de la constelación.

El astrónomo y matemático Edmund Halley —conocido principalmente por el cometa— tuvo una idea muy ingeniosa y mucho más redituable: escondió la proa del Argo Navis detrás de un roble, “The Royal Oak”, el que salvó la vida de Carlos II de Inglaterra.

La muerte de Carlos I enfrentó de nuevo a dos grupos rivales, los realistas y los parlamentarios, en una tercera guerra civil. Cromwell, proclamado “Lord Protector of the Commonwealth of England, Scotland and Ireland” y sus parlamentarios o “Roundheads” pelearon ahora contra Carlos II —hijo del primero— y sus realistas o “Cavaliers”. En ese entonces, junio de 1650, Carlos II, con apenas veinte años de edad, había regresado del exilio, con la intención de reclamar el trono inglés.

A pesar del apoyo escocés la monarquía fue nuevamente derrotada el 3 de septiembre de 1650, en la batalla de Dunbar, y exactamente un año después —el 3 de septiembre de 1651— en Worcester. Desde ese día Carlos II hizo gala de todo su ingenio y destreza para salvar su vida.

Durante la noche del 3 al 4 de septiembre Carlos II y algunos de sus más allegados seguidores caminaron de Worcester hasta Boscobel en Shropshire, un lugar apartado donde muchos católicos solían refugiarse de las persecuciones religiosas. Ahí, en Boscobel House —una casa construida en White Ladies Priory o The Priory of St. Leonard at Brewood, un exconvento católico— el monarca cambió su apariencia. Su físico era extremadamente notorio —delgado, tez oscura, narizón, de casi 1.9 metros de alto—, por lo que el ama de llaves cortó su cabello y se untó cenizas en el rostro y así pasar por un Roundhead” (soldado parlamentario).

Esa noche Richard Penderel, un granjero católico leal a la Corona, visitó White Ladies Priory y, al reconocer al rey, se puso a su servicio. Le sugirió dejar la mansión y lo encaminó hasta un bosque cercano; después Richard Penderel se dedicó a conseguir información sobre la ubicación de las tropas de Cromwell.

Carlos II permaneció en el bosque hasta el amanecer lluvioso del 4 de septiembre, cuando Richard Penderel volvió con información y con una cobija que el rey utilizó de almohada. Escondido entre los árboles, se mantuvo alerta durante todo el día, esperando la posible aparición de las tropas enemigas y pensando en las pocas opciones que tenía. Al anochecer ya estaba decidido: huiría a Gales y de ahí a Francia para organizar una nueva campaña militar contra Cromwell. Esa noche, de regreso en White Ladies Priory, Richard Penderel ayudó a su majestad a disfrazarse, ahora de leñador; le proveyó las herramientas y los instrumentos propios del oficio y le nombró como Will Jones.

La pareja partió con rumbo a Gales la madrugada del 5 de septiembre, entre la oscuridad y la lluvia. Llegaron por la mañana a Madeley en Shropshire. Ahí Richard Penderel buscó a un conocido suyo, Francis Woolf o Wolfe quien, desconfiando del acompañante de Richard, se negó a ocultarlos. Penderel intentó convencerlo argumentando que su acompañante era un desertor de las tropas de Cromwell, pero Francis Woolf, muy escéptico, contestó que “al ocultar a tu amigo pongo en riesgo mi vida, cosa que no estoy dispuesto a hacer a menos de que se trate del rey en persona”.

Penderel intentó convencerlo argumentando que su acompañante era un desertor de las tropas de Cromwell, pero Francis Woolf, muy escéptico, contestó que “al ocultar a tu amigo pongo en riesgo mi vida, cosa que no estoy dispuesto a hacer a menos de que se trate del rey en persona”.

Dadas las circunstancias, Richard Penderel reveló la identidad de su acompañante, lo que les valió el alojamiento en el granero de Francis Woolf ese día. Mientras tanto, éste trató de conseguir una forma segura de transportar a los fugitivos hasta Gales. Woolf regresó por la tarde con malas noticias. Las tropas de Cromwell estaban a todo lo largo del río Severn —obstáculo obligado si se quería llegar a Gales— y tenían especial presencia en los puntos de cruce, efectuando revisiones minuciosas a todo el que quisiera cruzarlo. Además, la cabeza de Carlos II ya tenía un precio, y circulaban las penas que pesarían sobre aquel que ayudara a un fugitivo a huir o a refugiarse.

Francis Woolf, aterrado con todo lo anterior, pidió a Richard Penderel y a Carlos II que regresaran a Boscobel lo antes posible. Éstos partieron a la medianoche. En su camino de retorno, en Evelith Mill, se toparon con el molinero del pueblo quien se mostró muy agresivo por el simple hecho de ser foráneos. El rey y su acompañante escaparon no sin antes ser perseguidos durante un buen trayecto. Tiempo después se supo que el molinero —un simpatizante de la causa realista— tenía algunos miembros del ejército realista escondidos en su molino y para mantenerlos a salvo ahuyentaba a todo aquel desconocido que rondara alrededor.

Más tarde, sorteando el cruce de uno de los tributarios del río Severn, Carlos II tuvo que ayudar a Richard Penderel a cruzar porque éste no sabía nadar. Poco antes del amanecer del 6 de septiembre llegaron a Boscobel House, donde eran esperados por William Careless, coronel del ejército realista. Después de comer y descansar escondido en un “priesthole” (lugar donde se escondían los sacerdotes católicos de las persecuciones en tiempos de Isabel I), William Careless convenció al rey de regresar al bosque, a un conjunto de robles, no lejos de White Ladys Priory. Richard Penderel y su recién llegado hermano William Penderel acompañaron al coronel Careless y a Carlos II hasta el bosque y los ayudaron a subirse a uno de los robles, uno cuyas ramas fueron lo suficientemente altas y densas para mantenerlos escondidos de las tropas realistas de Cromwell, en caso de aparecer.

Ya arriba del roble los Penderel abandonaron al coronel y a Carlos II, quien por fin pudo dormir de corrido algunas horas mientras William Careless vigilaba que no cayera de las ramas. Con la puesta del sol ambos regresaron a White Ladys Priory a pasar la noche. Para entonces Carlos II ya ponía en duda su capacidad para pasar otro día más arriba de un roble, por lo que el grupo ideó un nuevo plan de escape.

Ya arriba del roble los Penderel abandonaron al coronel y a Carlos II, quien por fin pudo dormir de corrido algunas horas mientras William Careless vigilaba que no cayera de las ramas.

Para el 7 de septiembre las tropas de Oliver Cromwell habían desaparecido de la región. William Penderel y sus hermanos llevaron a los fugitivos a Bentley, en West Midlands, con el coronel John Lane. La hermana de éste, Jane Lane, tenía que realizar un viaje a Bristol, que Carlos II aprovechó y haciéndose pasar por su sirviente ambos se embarcaron en Bristol con rumbo a Brighton, en el sur de Inglaterra, y de ahí al norte de Francia.

Carlos II estaría en el exilio durante nueve años. Hasta el 25 de mayo de 1660, en Dover, pisaría de nuevo tierras inglesas. La monarquía, con él a la cabeza, se restableció, coronándose en la Abadía de Westminster el 23 de abril de 1661.

II

Edmund Halley (1656–1742) aprovechó este episodio de la historia inglesa y con ella ganó dos al precio de uno. Halley pasó casi dos años en Santa Helena, en el Atlántico sur —la isla donde Napoleón Bonaparte sería enviado en julio de 1815 después de su derrota en Waterloo—, catalogando parte de las estrellas australes y atestiguando el tránsito de Mercurio por el sol el 7 de noviembre de 1677. Con parte de las estrellas creó una nueva constelación, con lo que resolvió el problema del Argo Navis y ganándose de paso la simpatía de su rey. “En memoria del escondite que salvó a Carlos II de la Gran Bretaña, … que merece ser transportado a los cielos para siempre”, así presentó su nueva constelación el Robur Carolinum, o Roble de Carlos, a la Royal Society en 1678, la cual agregó a su obra Catalogus Stellarum Australium (1679) un año después.

Su ingeniosa y seductora propuesta le valió, de manera casi inmediata, la maestría en Oxford por orden explícita de su graciosa majestad.

Algunos años antes de que Edmond Halley pusiera el escondite de Carlos II en los cielos, el monarca inglés ya había desarrollado un especial interés, no sólo por la astronomía, sino por las ciencias naturales en general. Algunos de sus colaboradores, physicians y natural philosophers, llevaban años reuniéndose periódicamente —fundamentalmente en Gresham College— donde discutían temas de ciencia. Este grupo había despertado el interés del monarca, quien en noviembre de 1660 les concedió el título de Royal Society.

El reinado de Carlos II no estuvo exento de dificultades y catástrofes. Se enfrentó a un nuevo brote de peste bubónica —la Gran Plaga de Londres— que cobró entre 70 mil y 100 mil vidas entre 1665 y 1666. Después —entre el 2 y el 5 de septiembre de 1666— vino el Gran Incendio de Londres que acabó con gran parte de la ciudad. Pero el monarca siempre contó con el ingenio y la gente adecuada a su alrededor. Afrontó los problemas y en algunos casos sacó provecho de ellos. Por ejemplo, el Gran Incendio le dio la ocasión para que sir Christopher Wren rediseñara y remodelara la ciudad.

Otro de los retos que enfrentó —y que tiempo después cobraría la vida de sir Cloudesley Shovell y dos mil de sus marineros— fue la medición de la longitud, o sea, conocer la distancia de este a oeste que se recorre en altamar. Con la muerte de su padre y la restauración de la monarquía en Inglaterra, Carlos II heredó una importante flota naval. El monarca comprendió que si Inglaterra quería el dominio de los mares, sus embarcaciones tendrían que ser capaces de conocer su posición en todo momento y con ello evitar perderse o encallar.

Conocer la latitud —qué tan al norte o al sur se está— es algo relativamente sencillo. Basta con medir el ángulo entre el horizonte y la Estrella Polar, éste equivale a la posición al norte o al sur. En cambio, medir la longitud es un problema más complejo que requiere de mayor información y tecnología para conocerse.

Carlos II dio con parte de la solución gracias a una de sus amantes, la duquesa de Portsmounth, Louise Renée de Kérouaille. Ella —considerada por el pueblo inglés espía del rey francés Luis XIV— tenía entre sus tantos amigos al astrónomo francés Le Sieur de St. Pierre. Éste le enseñó a la duquesa lo sabido por los griegos siglos atrás: la posición de la luna puede proporcionar la hora local; con las horas locales de dos puntos diferentes del planeta es posible conocer la distancia que separa los dos puntos.

Otro de los retos que enfrentó —y que tiempo después cobraría la vida de sir Cloudesley Shovell y dos mil de sus marineros— fue la medición de la longitud, o sea, conocer la distancia de este a oeste que se recorre en altamar.

La información de Louise de Kérouaille interesó tanto a Carlos II que en diciembre de 1674 nombró una comisión liderada por dos amigos suyos, el topógrafo general del rey, arquitecto y profesor de Astronomía de Oxford, sir Christopher Wren, y el curador de la Royal Society y profesor de geometría en Gresham College, Robert Hooke; además, la comisión incluyó al matemático y topógrafo sir Jonas Moore y a un discípulo suyo, el joven astrónomo John Flamsteed.

Esta comisión concluyó al rey, el 4 de marzo de 1675, que el método propuesto por Le Sieur de St. Pierre podría funcionar si se contaran con datos astronómicos suficientemente detallados y confiables. Para generarlos sería imprescindible un observatorio astronómico y un astrónomo que estuviera encargado de éste, o sea, un astrónomo real.

Su majestad respondió el mismo día: “La encomienda deberá realizarse al estilo de la realeza; no quiero que los dueños, los armadores y mis marineros estén privados de cualquier ayuda que los Cielos puedan brindar”, e inmediatamente después creó el cargo de Astronomer Royal, el cual fue asignado a John Flamsteed, quien lo ejerció por los siguientes 42 años. Su tarea, en palabras de Carlos II, fue clara y precisa: “Aplicarse con la mayor exactitud y diligencia en la rectificación de las Tablas del movimiento de los Cielos y la localización de las estrellas fijas; así como encontrar las tan deseadas Longitudes de los Lugares para perfeccionar el arte de la navegación”.

El diseño del observatorio se asignó a sir Christopher Wren, quien sugirió utilizar los restos del castillo de Greenwich, que estaba dentro de un parque real, arriba de una colina, con una buena visibilidad, lejos de Londres y de fácil acceso por tierra y por el río. La construcción y parte del equipamiento estuvo a cargo de sir Jonas Moore. Robert Hooke asistió tanto a sir Christopher Wren en el trazado de los edificios como a sir Jonas Moore en la construcción de algunos equipos.

El presupuesto inicial del proyecto fue de 500 libras, obtenidas de la venta de pólvora vieja. Los costos de construcción se abarataron gracias al reciclado y reutilización de los materiales existentes dentro de la antigua construcción.

La primera piedra se puso el 10 de agosto de 1675, y ésta fue el nacimiento de la primera institución británica con fondos gubernamentales dedicada a la investigación y de uno de los observatorios astronómicos más famosos de todos los tiempos: el Real Observatorio de Greenwich en Londres.

John Flamsteed tomó posesión del observatorio once meses después, el 10 de julio de 1676, comenzando el trabajo científico ese otoño. El presupuesto inicial sufrió sólo un aumento de 4%, el costo total del proyecto fue de 520.45 libras. Cabe señalar que John Flamsteed nunca estuvo muy contento con su sueldo —cien libras por año—, además, de su bolsillo pagó los telescopios y parte del equipamiento. Pero su inversión la recuperaron sus herederos, en especial su viuda: en 1719, tras su muerte, sus familiares sacaron del observatorio todos sus instrumentos y los vendieron.

Carlos II no vivió lo suficiente para ver el problema de la longitud resuelto. La tragedia de las Islas Scilly —como se conocía en 1714 al naufragio del HMS Association y cuatro naves más— obligó a la reina Ana, a días de su muerte, y al parlamento británico a formar un grupo de expertos llamado Buró de Longitud. En julio de 1714 el Buró ofreció una recompensa —entre 10 mil y 20 mil libras, dependiendo de la exactitud de la solución propuesta— a quien resolviera el problema de la longitud. Además de la posición de los astros era necesario desarrollar un mecanismo de medición del tiempo capaz de funcionar en altamar, o sea, un reloj inmune al bamboleo o a las oscilaciones del océano.

Este mecanismo llegó en 1735, cuando John Harrison logró construir el H1, el primer reloj capaz de operar en altamar. Éste se probó por primera vez en un viaje de Londres a Lisboa. El desempeño fue bueno pero su perfeccionamiento tomaría cuatro modelos adicionales y 25 años de trabajo. Las pruebas definitivas del entonces H4 se dieron durante el segundo y tercer viaje del capitán James Cook, entre 1772 y 1779, y con ellos la solución al problema de la longitud.

Además de la posición de los astros era necesario desarrollar un mecanismo de medición del tiempo capaz de funcionar en altamar, o sea, un reloj inmune al bamboleo o a las oscilaciones del océano.

El Robur Carolinum, a pesar de haber sido adoptado por muchos de los mejores cartógrafos de la época, no duró más de 130 años en los cielos. Astrónomos como Alexander Jamieson, Elijah J. Hinsdale Burritt, Johnn Flamsteed, Ignace–Gaston Pardies, Johann Elert Bode, Johann Gabriel Doppelmayr y Johannes Hevelius agregaron esta constelación en sus catálogos estelares con gran arte y estilo.

Fue el astrónomo y abad francés Nicolas–Louis de Lacaille quien terminó no solamente con el Robur Carolinum y el homenaje que la constelación representaba a un rey extranjero, además resolvió definitivamente el problema del Argo Navis. En su catálogo Coelum Australe Stelliferum (1763) dividió el Argo Navis en tres nuevas constelaciones: Carina, Pupis y Vela. Ello eliminó la necesidad del roble para esconder la proa del barco. Las constelaciones actuales contienen todas las constelaciones del Almagesto de Ptolomeo excepto el Argo Navis.

Como recuerdo del Royal Oak quedan innumerables letreros a todo lo largo y ancho de la Gran Bretaña afuera de los pubs, hostales, estaciones y restaurantes, entre otros.

Por su lado, el Real Observatorio de Greenwich se consolidó como uno de los observatorios más reconocidos de todos los tiempos, convirtiéndose en la referencia mundial en los husos horarios y como pieza fundamental en la construcción del Imperio Británico, generando la información técnica necesaria para la exploración y dominio de los océanos.

Después de la Segunda Guerra Mundial el observatorio se trasladó en 1948 al castillo de Herstmonceux en East Sussex, permaneciendo ahí hasta 1990. A partir de esa fecha se mudó a la Universidad de Cambridge hasta su cierre definitivo en 1998. Actualmente el observatorio es parte de los Royal Museums Greenwich, los cuales incluyen entre otros el National Maritime Museum, Queen’s House y The Royal Observatory Greenwich.

Escondido en las ramas de un roble o disfrutando entre sábanas los placeres del amor junto a su amante, difícilmente Carlos II imaginó que sus aventuras y sus acciones trascenderían tanto en el tiempo. Su esposa, doña Catalina Enriqueta de Portugal, nunca le dio hijos, aunque los tuvo de sus numerosos romances. Uno de esos amores le dio más que un niño: la astronomía fue capaz de darle el fruto más grande de todos sus herederos. ®

Referencias y textos relacionados sugeridos

John C. Barentine, The Lost Constellations, Springer.
Heather Couper & Nigel Henbest, The History of Astronomy, Firefly Books.
Michael Hoskin, Astronomy, Illustrated History, Cambrigde University Press.
Lara Maiklem & Diana Christou, Royal Observatory Greenwich, Souvenir Guide, Belmont Press.
John North, Historia Fontana de la Astronomía y la Cosmología, Fondo de Cultura Económica.
Ian Ridpath, Star Tales, Universe.

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Publicado en: Ciencia y tecnología

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