El rostro de Sara

Una extraña historia de amor entre un hombre que perdió a su mujer y la volvió a encontrar en otro cuerpo, en otros ojos que parecían los mismos…

Me sentí atraído hacia ella de una manera indescriptible, inevitable. Quizás era algo en el ambiente, mi campo magnético se vio afectado por el suyo, o sus pasos estaban condenando a encontrarse con los míos. No fue hasta que vi su rostro, ah, ese rostro… destruyó por completo no uno sino todos mis campos semánticos. Me dejó mudo, indefenso.

Me sudaban las manos trémulas, caminaba a tropezones y sentí que me desvanecería en cualquier instante. Estiré la mano en un vano intento por alcanzarla. Ahí estaba ella, preciosa, misteriosa y despistada, caminando con un sutil meneo de cadera, casi danzante.

Un llanto denso se abrió paso por mis mejillas. Estaba ávido de sus besos, impregnados de nostalgia. Hacía un par de años desde que vi su rostro por última vez. Ese febrero cuando, postrada en una cama, sus mejillas se volvieron gélidas. Recuerdo su rostro perfectamente porque la última vez que lo vi fue cuando murió.

Le alcancé, presuroso, con un miedo terrible y la sensación de estar a punto de volver el estómago. Le toqué el hombro para que se diera vuelta y observar su semblante una vez más. Que me vieran sus ojos hermosos; unos ojos que al cerrarse me desgarraron el alma, esos ojos que aun cerrados eran preciosos.

Se sobresaltó al sentir mi tacto, abrió los ojos como platos y no pareció reconocerme. Sus ojos… Me desplomé, esos ojos, bellísimos, no eran suyos.

—Perdón, te confundí con alguien más —le dije y salí despavorido antes de que ella pudiese expresar su evidente confusión.

* * *

—Te lo digo, hombre, era ella.

—¿Te estás escuchando a ti mismo? Eso no es posible.

—Era ella —afirmé, pero luego titubeé—, pero los ojos…

—¿Qué hay con los ojos?

– No eran los suyos, los de ella eran verdes.

—Entonces no era ella.

—No… bueno, no lo sé.

—¿Era o no era ella, pues? —preguntó Antonio con un tono molesto, luego dulcificó su voz un poco—: Luis, es normal que pienses haberla visto, la extrañas, no es fácil lo que viviste, hombre. Precisamente por eso te fuiste a Sevilla, para olvidarla, no sé si ha sido una buena idea. La buscas en cada rostro que se le parezca, pero no es ella, Luis, tienes que dejarla ir. Esa chica que viste hoy quizá tenía un aire similar a Sara, eso es todo.

—¡Que no! Era más que un simple parecido, mucho más que algo que pueda explicar…

—Sara murió hace dos años, no hay manera de que sea ella —dijo—, lo siento, hermano.

—“Murió” —dije dibujando las comillas con mis dedos—, ni siquiera la enterramos. ¿Estamos seguros de que murió?

—Carajo, ¿te has vuelto loco? Tú estuviste allí, la viste morir, estuviste presente cuando cesó su respiración y el doctor declaró muerte cerebral. Está muerta —reafirmó.

—Y les hemos creído… Se llevaron el cuerpo y no lo vimos nunca más —insistí.

—¿Por qué vuelves con estas dudas que ya habían sido respondidas? No hicimos un entierro propiamente porque Sara no lo quiso así, ella quería donar su cuerpo a la ciencia, al estudio, siempre lo supiste, incluso estabas de acuerdo.

—¡Pues eso fue antes de volver a verla!

—¡Que no era ella!

—No con explicaciones ordinarias, como dije —hice una larga pausa—. Toño, ¿crees en la resurrección? ¿En la clonación?

—¿Te has vuelto loco?

—Necesito un trago —dije mientras deslizaba con el dedo la pantalla del pequeño dispositivo.

—¿Qué vas a…? —dijo antes de completar su pregunta y desvanecerse en una difusa imagen holográfica, que fue reemplazada por la leyenda “llamada finalizada”.

Vertí un poco de ron en mi vaso y luego bebí directamente de la botella. ¿Es que me estaba volviendo loco? No lo sabía, pero de ser por ella, vale la pena poner mi salud mental en tela de juicio.

* * *

Pasaban miles de rostros mientras esperaba por el mismo bloque que el día anterior, pero ninguno se le parecía. Quizás era verdad que estaba loco, que había sido una treta de mi mente y que ella no era ella y nunca lo sería. Tal vez debía aceptar que estaba muerta; la muerte tiende a ser definitiva, al menos enla mayoría de los casos, aunque el efecto Lázaro podía desacreditar la afirmación de que no hay retorno de la muerte. Estaba desvariando. Sentado en la acera, como un mendigo, esperando una cara que posiblemente no miraría nunca. Con un desánimo total me puse de pie, a punto de rendirme… Fue entonces cuando vi esa silueta…

Rápido, tenía que idear algo. Piensa, carajo, piensa. No podía perder la oportunidad. Le toqué la espalda y dejé que el destino hiciera lo suyo.

—Disculpa —le dije cuando volteaba con ligereza, los labios entreabiertos entintados, a la expectativa.

—¿Sí? —respondió ella con un marcado acento español, al que estaba acostumbrado desde que vine a Sevilla, pero que no esperaba escuchar de sus labios.

Ese acento, esa voz me partieron el corazón. ¿Por qué me extrañaba? Si estaba en España, ¿qué diablos estaba esperando? Vacilé por segundos que parecían interminables, me atraganté con mi propia lengua al intentar encontrar unas palabras sensatas, palabras. Definitivamente no había planeado nada de esto, mi cerebro límbico simplemente se abalanzó a la oportunidad. No había considerado un escenario donde la voz de ella no fuese la del grave y cantado acento de jalisquilla preguntando: “¿Dónde habías estado? Te extrañé”.

Trastabillé otros instantes antes de reaccionar ante el semblante desconcertado de ella, quien, incómoda, parecía a punto de retirarse.

—Estoy buscando un bar por aquí cerca, no soy de acá. ¿Por dónde está La Birra Sagrada? —ella resopló con una risa.

—Hombre, a juzgar por tu expresión pensé que se trataría de algo mucho más dramático que un bar. Casi has llegado, camina un bloque más por esta acera y luego dos más a la izquierda. Es mi pub favorito —dijo mientras daba media vuelta con una pícara media sonrisa para seguir su curso en dirección opuesta a la mía.

—¿Puedes acompañarme más tarde? —le grité en un intento desesperado por evitar que se fuera. Quizás fue estúpido, ridículo. Probablemente eso pensó ella y me arrepentiría cuando se riera de mí, pero me estaba quedando sin alternativas. Ella se paró en seco y rio nuevamente.

—Pero qué osadía. Vaya manera de pescar chicas tenéis ustedes los mexicanos.

Reí avergonzado, pero insistí.

—Y, bueno, ¿ayudarás a este mexicano a disfrutar de tus tierras?

—Creo que puedes llegar tú solo —dijo, burlona.

Por un momento perdí la esperanza, hasta que escuché su siguiente frase.

—Yo estaré ahí alrededor de las ocho, si quieres encontrarme.

Dijo estas últimas palabras con picardía mientras esbozaba su hermosa sonrisa y se alejaba sin espera mi respuesta, segura de que yo estaría ahí esperándola desde las 7:40.

* * *

Ahí me encontraba, expectante, ansioso por ver a la chica de melena rubia y ojos verdes; aunque sus facciones no coincidían con su rostro, he de admitir que no le quedaban nada mal. Esperarla en esa barra me producía un sentimiento agridulce y confuso. Quería verla, pero verla a ella, ansiaba desembrollar el misterio que confluía en su rostro. Saber qué había sido de ella y cómo había llegado hasta aquí.

Mil hipótesis cruzaron mi mente, algunas desafiaban mi cordura y me hicieron dudar de si presentarme sería lo más adecuado. Casi con certeza podía decir que no, pero lo único certero en esta vida es que está llena de sorpresas. ¿Qué hacía ahí esperando a una chica que no era mi chica? Pero, ¿qué tal si lo era? Aun si lo fuera, ya no era mía. ¿Quién era ella? Di un sorbo a mi coñac. La duda y la incertidumbre taladraban mis sentidos. Dejé mi trago en la mesa. Quedé absorto con la visión que entraba por la puerta y se abría paso entre la multitud. Hermosa. Me inundó de añoranza y melancolía. Me puse de pie y ella me vio.

—Decidiste venir —dijo ella fingiendo sorpresa. Dejó su bolso en la barra junto a mí y jaló sus mangas hasta casi cubrir las palmas de sus manos antes de tenderme la mano derecha.

—No escuché tu nombre hace rato. Me llamo Marisol, mis amigos me dicen Sol, puedes decirme así si quieres.

Me congelé. Sol. Era verdad, jamás pregunté su nombre, y no lo hice porque estaba tan jodidamente seguro de que no había necesidad. Yo ya conocía su nombre, ese nombre era Sara. Sentí un nudo en la garganta y sacudí la cabeza para espabilarme y contener el llanto que se venía. Estreché su mano después de un largo rato.

—Luis, encantado ¸le dije con una sonrisa que pretendía enmascarar mi desconcierto.

—¿Tú eres ese chico, verdad? —preguntó Sol enfocando su vista en mi rostro, intentando reconocerme—, claro que lo eres: ¡El chico de ayer!

Mierda. Se me vino el alma a los pies, se me revolvió el estómago; no recordaba ese detalle. ¿Qué le iba a decir? ¿Por qué la había interceptado con lágrimas en los ojos y huido despavoridamente?

—Claro que no —intenté mentir de manera muy estúpida y completamente inútil.

—¡Claro que sí! Lo recuerdo bien, fue muy extraño… ¿Crees que olvidaría ese rostro? —lo mismo le diría yo, irónicamente. Fue precisamente por eso que la intercepté, pues tenía un rostro que jamás olvidaría.

—Bueno, está bien. Te lo dije, te confundí con alguien, es todo. Tuve un problema y pensé que eras alguien conocida —de alguna manera mis palabras tuvieron un efecto en ella y su semblante se volvió serio.

—Vale, no hagamos esto más incómodo —dijo liberándome de un interrogatorio desagradable—. ¿Dónde está el barman?

Llamé al barman con un gesto y le ordené.

—¿Me puedes traer otro coñac? Y para la señorita un black russian.

—¿Un black russian? —me interrumpió—. No, gracias, tomaré una cerveza.

—Pero tú no tomas cerveza…

—Y tú sabes eso porque me conoces de años —dijo ella sarcásticamente.

Me di cuenta de lo estúpido de mi error, sentí un hueco en el estómago por tercera vez.

—¿Por qué actúas como si me conocieras?

—Sólo fue una suposición —dije riendo nerviosamente.

—¿Sabes, Luis? No te ofendas, pero eres un raro de mierda —dijo con tal gracia que la frase se sintió más como una observación que como un insulto.

Yo sabía que en nuestros pocos encuentros había actuado exactamente como “un raro de mierda”, así que me limité a asentir con la cabeza y reír.

—No siempre soy así, lo juro. Sólo me pasa con…

—Con las chicas guapas —dijo, divertida.

—Contigo —corregí. Era una verdad a medias, pues “contigo” era esa forma combinada de la preposición con y el pronombre personal de segunda persona singular ti, en donde “ti” era Sara, no Sol, aunque yo estaba convencido de que eran la misma persona.

Llegó el barman muy oportunamente con nuestras bebidas.

—Eres muy bonita —dije mirándola profundamente a los ojos, con una visible añoranza. Ella desvió la vista.

—Ese es el halago más básico que alguien podría decir.

—¿Disculpa?

—El cuerpo no es más que un contenedor. Los rostros no son más que una carta de presentación, y una muy jodidamente importante, aparentemente. La mayoría de las personas buscan el envase y beben cualquier mierda que contenga. ¿Y si tuviese el rostro destrozado? ¿A que no te me hubieras acercado a preguntar por el bar?

Ciertamente no. Por razones un tanto más complejas de lo que ella pensaba, pero en esencia el mismo fundamento. Me sentí culpable. Ella se veía claramente afectada por el giro de la conversación.

—Perdón, ¿por qué no te gusta que elogien tu belleza, como el resto?

—Porque es estúpido. Nuestros cuerpos ni siquiera nos pertenecen —dijo con una serenidad que evidenciaba que no era su intención causar el impacto que causó en mí con esa frase.

¿A qué se refería? Antes de que pudiera preguntarle me respondió.

—Sólo somos entes en un contenedor prestado. No somos cuerpos con almas, somos almas en cuerpos, ¿entiendes la diferencia?

—Sí…

El sentido era irrefutable, tenía toda razón, sin embargo, no había culpa en admirar la belleza innegable de su persona. Su belleza que me transmitía calma, añoranza y deseo, que me recordaba al amor.

La miré con inquietud, asombrado. No pensé encontrar tanta profundidad con cierto grado de agresividad, lo que me resultó muy seductor. La elocuencia con la que se expresó me provocó una sensación maravillosa. Me perdí en ella una vez más. Caí en ella por segunda vez, aunque era diferente. Aunque no tenía la serenidad y la dulzura que la caracterizaban, aunque ya no veía esos ojos casi negros de mirada profunda, aunque ya no podía acariciar una larga cabellera castaña, aunque no le gustara el licor de café.

Discretamente, deslicé mi mano por la barra hasta encontrar sus dedos con los míos, rocé con las falanges el dorso de su mano. Ella mostró intenciones de responder positivamente, pero en vez de eso empuñó la mano y me miró inquisitivamente. Enfoqué la mirada en sus verdes ojos y luego la desvié.

Fue una noche de tragos que duró probablemente más de lo que debió haber durado. Entre brandys, cervezas y tequilas perdimos la noción del tiempo.

La razón se volvía difusa y la moral dispersa. Intercambiamos roces y, sobre todo, miradas. Miradas cargadas de deseo reprimido, miradas que decían “te reto a que te atrevas a besarme”. Ninguno se atrevía a hacer el primer movimiento. Ella me miraba fijamente a los labios y luego se reía; desviaba la mirada, como intentando convencerse de que no quería abalanzarse sobre mí y arrancarme a besos la incertidumbre. No admitía que ella también lo deseaba, pero yo lo sabía.

—¿No dirás nada? —susurré.

—¿Nada de qué? —dijo fingiendo ingenuidad.

—Ya, no te hagas…

—¿Hacerme qué?

—Tú sabes qué.

—Te aseguro que no lo sé.

—¿Entonces te lo tendré que explicar?

—Sería fabuloso… —comenzó a decir justo cuando la tomé por la nuca y le di una explicación a base de besos. Ante la sorpresa quiso alejarse, pero al instante siguiente puso sus manos entrelazadas en mi cabello y me siguió el ritmo. Recordaba la textura de esos labios, el sabor de sus besos que hoy se combinaban con cerveza, brandy y tequila.

Las intensas palpitaciones, la respiración pesada. Comenzó a respirarme cerca del cuello y movimos nuestro encuentro a su alcoba. ¿Era una locura?, probablemente. ¿Era incorrecto?, de muchas maneras. ¿Debí detenerme?, definitivamente. Sin embargo, la forma en que sus labios se fusionaban con los míos y sus manos que recorrían mi espalda me impedían actuar con cordura. Añoraba tanto este momento que creía que no sucedería jamás, pero estaba decidido a no renunciar. Y no renunciaría ahora, aunque sus besos eran falsamente suyos, al menos eran.

Me deslicé detrás de su blusa y enredé mis dedos en su rubia melena. Extrañaba su larga cabellera y el placer de acariciarla y tirar levemente de ella. No era una cabellera muy abundante, acaricié la nuca, ahí donde nace el cabello, solo para encontrarme con un grueso borde. De inmediato apartó mis manos y las puso en su cintura. Me pregunté qué sería esa cicatriz. Me miró con picardía. ¡Al diablo! ¿Qué importaba ahora? Seguí besándola y con delicadeza la despojé de su ropa. Me encontré con un cuerpo magullado y con cicatrices. Reconocí cada recoveco y cada curva; reconocí todos los detalles, cada pulgada de su cuerpo, como si estuviera hecho para mis dedos.

Me detuve a admirar las coyunturas de su cuerpo con tristeza, con recelo. ¿Quién le había hecho daño? Me acerqué decidido a sanar sus heridas con caricias, besé cada una de sus cicatrices y sentí su piel erizarse mientras compartíamos un momento eterno. Quería arrancarme la piel y regalársela para sanar su piel herida, protegerla de todo mal, incluso del que le causaron cuando yo estaba ausente.

La miré y acaricié su rostro con la punta de mis dedos. Entrelacé su mano con la mía.

—Te extrañé —le susurré al oído.

—Pero si no me conoces, Luis —dijo ella, desconcertada.

—Claro que te conozco, Sara…

Me percaté de mi error en el instante en que las palabras salieron de mi boca. Habría deseado regresar el tiempo y tragarme ese nombre, pero ya era tarde. Sentí un vuelco en los intestinos y un remolino en mi cabeza. Estaba convencido de que esa mujer era la misma por quien había llorado dos años antes, pero también estaba seguro de que eso no era posible.

¿Qué diablos estaba haciendo? No podía mentirme de esa manera ni mentirle a ella tampoco. Pero es que ella no sabe que fue mi esposa hace años, no sabe que estuvo muerta. ¿Qué estoy pensando? Debe haber otra explicación, debo estar confundiéndola con una mujer común… pero ¿y si no murió? ¿Y si hay otra explicación? No podía quedarme así, tenía mucho que aclarar.

Ella se quedó desconcertada, indignada. Me puse de pie de un brinco y me vestí rápidamente.

—Lo siento, tengo que irme. Perdón.

* * *

Estaba convertido en un manojo de sensaciones desagradables. Bebí y vomité toda la noche, y lloré también. Tenía tantas dudas que probablemente no podían ser resueltas de manera sensata.

Su cuerpo maltratado me hacía preguntarme si sería ella misma después de su “muerte”. ¿Qué le habrían hecho? ¿Amnesia? ¿Resurrección? ¿Clonación? ¿Sería resultado de un experimento? Eso explicaría las cicatrices, pero ¿por qué no recordaba nada? ¿De dónde había salido su actual identidad? Más importante, ¿me daba cuenta de lo absurdo que parecía todo lo que estaba diciendo?

Necesitaba descubrir más, necesitaba respuestas, y no las conseguiría si me retiraba ahora. Necesitaba enmendar mi error y no tenía ni la más remota idea de cómo lo haría. Estaba determinado a descubrir la verdad y no apartaría de mi lado a Sara, a Sol, nunca más.

Era el momento de hacer una llamada. Tardaban tanto en responder… Probablemente no debí haber llamado así, ebrio. Finalmente respondió una voz, apareció la imagen de una recepcionista con bata blanca.

—Hospital San José, ¿en qué le puedo servir?

—Quiero información puntual sobre una expaciente suya. Sara Rocha, soy su exesposo, Luis Cardona.

—No estoy segura de qué información pueda proporcionarle, señor Cardona.

—Sólo quiero saber qué pasó con su cuerpo.

—Bueno, como se lo dijimos aquella vez, al momento de la defunción el cuerpo fue sujeto de estudio y varios órganos se donaron.

—¿Así que mi esposa fue donadora de órganos?

—Así es, señor Cardona.

—¿Tiene acceso a las personas que los recibieron?

—Es información que no puedo compartir con usted.

—¡Estamos hablando de mi esposa!

—Lo siento, pero si le doy esa información estaría divulgando datos de otros pacientes que no tienen ningún parentesco con usted, y eso va contra las políticas del hospital —me respondió recepcionista.

—Está bien, le agradezco- dije, frustrado, y apagué el holograma.

* * *

El frío ya me calaba los huesos, pero no importaba, valía la pena si eso era necesario para conseguir su perdón. Al 10 para las 8 de la mañana la puerta finalmente se abrió.

—Por Dios, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó.

—Perdón, fui un idiota.

—¿Tú crees? —dijo, acomodando su bolso y apresurando el paso en un intento por ignorarme.

—Sí lo fui. Perdón. Te lo compensaré, vamos por unos tragos.

—¿Unos tragos? ¿Así pretendes reparar el hecho de haberme cambiado el nombre luego del sexo, todo esto antes de largarte y dejarme ahí tirada? Coño, no sé si salga debiéndote.

—Sólo déjame explicarte.

—No tienes que explicarme nada, Luis, está bien. Tienes unos asuntos pendientes con tu ex muy arraigados, lo entiendo, pero yo no pienso estar metida ahí. Resuelve eso.

—Mi ex está muerta —le dije y conseguí que se detuviera; me miró—. Déjame explicarte. No fue correcto nada de lo que hice, lo sé, pero de verdad quiero llegar a conocerte.

Me miró dubitativa.

—Lo siento —dijo levemente apenada—, pero unos tragos no bastarán para compensar lo de anoche —dijo tajantemente—. Quizás puedas probar con una botella entera.

Así, se nos comenzó a ir la vida entre tragos y charlas en las que nos sumergíamos y navegábamos en el mundo del otro, aunque fuera por un momento. No sabía si era posible, pero creo que la amaba más que antes: la amaba diferente. Encontrar a Sol mermó del todo mi inútil intento por olvidar a Sara, pero es que no me quería alejar. No sabía de qué iba todo esto, pero no quería que acabara jamás. Me aferraba a mi pedacito de recuerdo que se fusionaba de manera perfecta con este trozo del presente. Era curioso, pues hablábamos por horas de lo mundano, de lo profundo, de lo importante, pero jamás de lo personal.

Ambos teníamos barreras casi inquebrantables que nos rehusábamos a derrumbar por miedo a mostrar nuestra vulnerabilidad, por miedo a lidiar con la verdad.

Le hice una pregunta que no sé si debí de haber hecho. Una parte de mí se sentía libre pues estaba más cerca de conocer la verdad, pero otra prefería vivir en la ignorancia. Lo que había comenzado como un intento por desembrollar el misterio se convirtió en un escudo contra la verdad, acostumbrándome a la mentira, incluso enamorándome de ella. Es precisamente por ello que no quería quitarme la venda de los ojos, ya no más.

—Tengo una pregunta —comencé, sin saber que la respuesta sería mucho más reveladora de lo esperado.

—Dime.

—¿Por qué te molesta tanto que te diga que eres bonita? —dije riéndome, y proseguí a justificarme—: Digo, entiendo tu punto, y estoy completamente de acuerdo con él. Somos contenedores de almas. Tú eres un alma hermosa en un contenedor privilegiado. No creo que esté mal reconocer tu belleza física, sin desprestigiar todo lo que eres, además.

—Es complicado, Luis. ¿Recuerdas cómo te dije que no somos más que cuerpos prestados?

Asentí con la cabeza.

—Bueno, pues en mi caso eso es más literal que figurado.

—No estoy entendiendo —le dije, perplejo, nervioso.

Al ver el rumbo que tomaba la conversación quise detenerla, pedirle que parara de hablar y olvidara la pregunta, pero también estaba ansioso por escuchar la respuesta y acabar de una vez por todas con todas mis dudas.

—¿Recuerdas mis cicatrices? —tomó mi mano para colocarla en la cicatriz bajo su nuca.

—Por supuesto.

—Vale. Pues, verás, hace dos años tuve un accidente muy aparatoso. Mi cuerpo quedó destrozado, y mi rostro también. Soy afortunada de estar viva. Así, tenía que buscar una alternativa para no morir y llevar una vida más o menos normal después de la tragedia. Afortunadamente, mi familia es bastante acomodada, al menos hasta antes del accidente. Invertimos casi todo el dinero en uno de los procedimientos más costosos e innovadores en el mercado. Gracias a la tecnología médica soy lo que soy, Luis. No me gusta que me digan que soy bonita, porque literalmente este rostro no es el mío. Mi cuerpo es literalmente un contenedor.

Todo comenzó a darme vueltas. La sangre se me fue a los pies y sentí cómo palidecía instantáneamente. Las palabras de la recepcionista resonaban en mi cabeza: “El cuerpo … sujeto de estudio … donación de órganos”. ¡Vaya puto juego me había puesto la vida! Huí de Jalisco para olvidarme de ella para encontrarla en Sevilla, en otro cuerpo, ¡que me jodan! ¿Cómo era siquiera posible? ¿Cómo ocurrió esta coincididencia? ¿Será que el destino nos puso juntos para burlarse de nosotros? Me aferré a lo que tenía más cerca para no irme de bruces al suelo.

—¿Estás bien, Luis? —me preguntó Sol con evidente preocupación al tiempo que posaba su mano en mi espalda.

—Sí, no te preocupes. Se me bajó la presión, es todo. Un ligero mareo.

—¿Estás seguro?

-Sí, seguro —mentía—. Pero ¿cómo?

—Transferencia de consciencia —dijo e hizo una pausa—. Justo al momento del accidente apareció una donadora cuyo cuerpo funcionaba perfectamente, a diferencia del mío, sólo que estaba… muerta. Tuvieron que actuar rápidamente.

Las palabras me seguían dando vueltas. Con dificultad me puse de pie y le di la mano débilmente.

—Te amo, me tengo que ir. No me siento bien.

* * *

¿Cómo era posible? Encontré la verdad que había estado buscando justo cuando dejé de querer encontrarla. Hubiese sido mejor no hacer preguntas, seguir con mi mentira sin saber la abominación en la que me veía enredado. Pero, ¿qué tan abominable era yo si aun sabiendo lo que sé quería seguir en el juego? ¿Cuán grande era mi infamia si prefería callar antes que dejarla ir?

Ah, ¡mi Sara! ¡Mi Sol! ¿Por qué me haces esto? Maldita la ironía, progenitora de tantas tragedias… ¿Cuál ha sido mi pecado que me castigas con semejante penitencia?

Debería irme, alejarme cuanto pudiera… ¡pero si ya intenté alejarme una vez y el destino me la ha puesto frente a mí! No puedo ignorar al destino, tiene que haber una razón, a menos que esa razón sea burlarse de mí. ¿Cuál es la motivación de la vida sino jugar con nuestra mente? Quizás no sea un castigo, quizás sea una oportunidad.

¿Qué tan enfermo era quedarme a sabiendas de lo que implicaba? ¿Me podía ser indiferente el hecho de amar a una persona cuyo cuerpo no es otro que el de mi difunta esposa? Tal vez no, pero elegía actuar como si aún viviera en la ignorancia, no importaba cuán egoísta fuera ni cuán ruin resultaba. No podía rechazar esta oferta de la vida que se manifestaba en forma de señal, una oportunidad para seguir amándola.

* * *

Escuché el timbre de la puerta y bajé presuroso. Ahí estaba ella con esa mirada preocupada que yo conocía tan bien, jugaba con sus manos, inquieta.

—Vine a ver si te sientes mejor, parecías muy alterado —me dijo dulcemente.

La acerqué a mí jalándola por la cintura y le planté un beso, luego la miré y con una sonrisa le di otro beso, dejando que ella entrelazara sus dedos por detrás de mi cuello.

—Me siento mejor —le aseguré mientras cerraba la puerta detrás de nosotros. Puse mis manos en sus muslos y la levanté, la cargué hasta la alcoba y cerré la puerta. Probablemente eso no era lo correcto, pero definitivamente se sentía bien.

Nunca habíamos estado en mi cuarto, siempre elegíamos su hogar, me pregunto por qué. Su casa está más cerca del pub, debía ser eso.

La besé como si la hubiese extrañado durante años. Después comencé a besar su frente tiernamente. Poco a poco nos quedamos dormidos, así juntos como estábamos, así como debía ser desde un principio, así como nunca nadie debió habernos separado.

Pasaron tan sólo un par de minutos cuando escuché su voz llamarme dulcemente.

—Despierta, bebé, vas a llegar tarde —decía Sol con un hilo de voz.

Desperté confundido y un poco asustado. Me incorporé de un salto y comencé a espabilarme. Miré el reloj: las 7:35.

—¡Mierda! Se me hace tarde.

Con rapidez cogí mi pantalón y busqué una camisa.

—Tengo que irme, pero tú puedes quedarte aquí —le dije mientras le daba un beso.

Durante todo el día no dejé de pensar en ella. En nosotros. Podía funcionar, yo lo haría funcionar. Ella no tendría por qué enterarse, no había motivo para separarnos, esta vez no, esta vez sería para siempre.

Al llegar a casa la llenaría de besos, curaría con cariño sus heridas, compartiría con ella mi calor cada vez que fusionáramos nuestros cuerpos. Casi podía saborearla, podía sentirla entre mis brazos, anhelaba el momento en que la tuviera a mi lado una vez más.

Ocho horas que me parecieron eternas, más aún después de darle vueltas a la situación. Lo que para muchos resultaba una aberración para mí era un milagro. Necesitaba aprovechar cada minuto con ella en este reencuentro. Todos mis complejos se disiparían al momento de ver ese rostro. Ah, esa cara bonita que era la respuesta a todas mis preguntas.

Abrí la puerta y la busqué con la mirada, emocionado, con la misma ansiedad con la que un niño busca los regalos bajo el pino navideño.

—Sol, ¿estás aquí? —grité sin obtener respuesta. Miré alrededor con una sensación incómoda en el estómago. Probablemente había vuelto a casa, no tendría nada de malo, pero algo me daba mala espina.

Subí a la alcoba.

¿Acaso el destino no podía otorgarme una felicidad prolongada? ¿Es que sólo quería tentarme con una falsa esperanza para luego arrancármela de golpe? ¡Maldito sea el destino que me devolvió el dulce regalo de su presencia para que doliera más el amargo castigo de su ausencia! Perderla por segunda vez era aún más duro, dolía aún más la ironía y las falsas esperanzas.

Ahí yacía ahora, preciosa, con esos bellos ojos cerrados para siempre. Recuerdo cómo me gustaba verla con los ojos cerrados, recordarla exactamente así, como ella era. Había un frasco de pastillas a un lado, un vaso de agua sobre la mesa y una foto en la mano.

Era la foto de una boda. La mía, la nuestra. En el reverso había una nota escrita con mano trémula:

Todo es confuso. No entiendo nada. En un principio pensé que podría sobrellevarlo, pero no es así. Ahora toman sentido todos esos extraños encuentros en que parecías reconocerme, aun cuando era la primera vez que nos veíamos.

De poco me sirvió encontrar una donadora lejos de Sevilla para no tener que saber nada de su vida, para no encontrar rastro de una vida que no era la mía, y para no mermar en mi identidad que con frecuencia es confundida con la suya.

Perdón. Te amo, aunque ya comprendí que tú no me amas a mí, sino al recuerdo: a ella, y por más vueltas que le demos no hay nada humanamente posible para cambiarlo. No estás enamorado de mí, sino de la nostalgia. No estás enamorado de mí, sino de una visión, de una ilusión, de un rostro. Te enamoraste del contenedor. No más fingir que me amas cuando ambos sabemos que no es así, no más fingir que estoy conforme con un amor a medias, no más fingir que puedes amarme como a ella, sencillamente porque nunca seré el amor de tu vida, aunque luzca como ella. Me voy porque ya no puedo más. ¿Quién soy? ¿Quién seré cuando estas pastillas surtan efecto y me vaya para siempre? Me voy porque no hay lugar donde pueda estar al que pertenezca, soy un eslabón suelto nadando en el limbo de dos mundos cuyos cruces jamás debieron encontrarse; porque aquellos que me conocían de antes ahora me desconocen, y aquellos que la conocían a ella juran conocerme, pero jamás lo hicieron. Me voy, pues, no porque me haya transformado en ella, pues es evidente que nunca podré, sino porque desde que su piel está sobre mis huesos no podré jamás volver a ser yo, pero no podré tampoco ser ella. Esta piel ya no es de ella ni mía, no pertenece a nadie. Me voy porque tengo que irme, pero me desgarra en el alma porque me voy sin saber quién soy.

Te ama: S. ®

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Publicado en: Narrativa

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