Los días pasaron —fríos, con piquetes y discursos desmesurados y bipolares de la presidenta argentina— y Bayote seguía en lenta transformación. A pesar del frío, comenzó a vestir camisas holgadas sin abrigo encima y cambió el mate por los jugos de frutas naturales, el aguardiente y el café.
Hace unas semanas Alejo Bayote se transformó.
Se dejó crecer el bigote —de pocos pelos bien mexica, pero bigote al fin—, se peinó para el costado, se dejó crecer la panza más de lo habitual y empezó a usar la palabra “berraco” cada dos oraciones.
Su acento yucateco —aporreado y lleno de parates— se suavizó y se hizo dulce como la miel. Al principio, sus parientes sudacas no se sorprendieron demasiado porque el yucateco intercalaba el “tú” y el “vos” mientras hablaba. “Es normal, hace más de seis años que vive en Argentina, esto iba a pasar en algún momento”, dijeron. Aunque les sorprendió que tratara de “usted” a su esposa e hijos y de “vos” a extraños que andaban por la calle.
Los días pasaron —fríos, con piquetes y discursos desmesurados y bipolares de la presidenta argentina— y Bayote seguía en lenta transformación. A pesar del frío, comenzó a vestir camisas holgadas sin abrigo encima y cambió el mate por los jugos de frutas naturales, el aguardiente y el café (en ese orden). “Ni de Chiapas ni de Veracruz, el mejor café es el colombiano”, comenzó a decir en voz alta el yucateco, como si alguien le preguntara.
Otro objeto camaleónico que el mexicano sumó a su transformación fue una pequeña libreta de tapas negras, que comenzó a llevar siempre en el bolsillo de su camisa. Bayote la utilizaba para todo: tomaba notas en las reuniones del trabajo, anotaba las cosas para las compras que le dictaba por teléfono su mujer sudaca, apuntaba números para la quiniela o la usaba para hacer dibujitos violentos.
Y aunque siempre fue creyente, Bayote sumó a sus santos preferidos una imagen del Santo Niño de Atocha que comenzó a llevar en su billetera y a la que, antes de dormirse, le regalaba una oración.
La muestra definitiva de su transformación se dio hace pocos días y su mujer tembló de miedo. Mientras platicaban sobre sus vástagos —dos menores de edad de siete y dos años, respectivamente— su mujer le hizo un planteo que dejó al descubierto la nueva identidad del yucateco.
—Escuche bien lo que le digo: si alguien hace sufrir a alguno de mis hijos, yo primero me cargo al culpable, luego a su mamá, después a su papá, más tarde a sus hermanos y así a toda la familia.
—¿Seremos capaces de darles contención a nuestros hijos cuando sean adolescentes y sufran por amor? ¿Cómo le vamos a hacer? —le preguntó la argentina a Bayote, con un puchero a flor de piel.
Y ahí Bayote mostró la hilacha.
Como si estuviera poseído por un extraño de otro lado de Sudamérica, el mexicano comenzó a hablar pausado, con una cadencia extranjera y espetó, mientras señalaba con los dedos índices para todos lados:
—Escuche bien lo que le digo: si alguien hace sufrir a alguno de mis hijos, yo primero me cargo al culpable, luego a su mamá, después a su papá, más tarde a sus hermanos y así a toda la familia.
Su mujer miró hacia donde estaba el yucateco como buscando algo, otro, alguien que no era Bayote.
-¿¡Qué decís?! —le preguntó extrañada.
Y Bayote continuó, como desde el púlpito de una iglesia.
—Lo que escuchó, mi señora esposa: en menos que canta un gallo les llega el Apocalipsis —puntualizó el mexicano.
—Me das miedo… ¿De dónde sacaste eso? —preguntó espantada la sudaca.
—Usted sabe que soy bien berraco para estos asuntos. Yo les echo muela, nada de dejarlos dando vuelta en el asador. No me ando con ningún chorro de babas —completó.
Luego se quedó callado, envuelto en un ponchito, masticando sus pensamientos.
—Usted sabe que soy bien berraco para estos asuntos. Yo les echo muela, nada de dejarlos dando vuelta en el asador. No me ando con ningún chorro de babas —completó.
Su mujer, muerta de miedo, cayó en la cuenta de que tanta telenovela por internet habían transformado a su esposo mexicano. Ahora Bayote era “Escobar, el patrón del mal”.
Eso sí, de narco poco y nada, excepto por dos plantas chiquititas de cannabis que se resisten a mantenerse erguidas en mitad de un invierno sádico y muy a pesar del cariño obsesivo que les brinda Bayote día tras día. Y ni hablar de la inanición de sus bolsillos donde lana que cae, lana que sale en menos que canta un gallo… sudaca.
Tampoco le va a Bayote la onda de andar amenazando, extorsionando ni mucho menos acribillando gente por ahí. No, señor… “Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”, asegura el mexicano, al ritmo de: “Se pone de pie, se limpia la caraaa”.
Eso sí, si hablamos de coincidencias con el famoso narco colombiano, Bayote siempre tuvo un Edipo exacerbado; tiene cosillas de macho alfa, es un gran proveedor familiar y, sobre todo, muere de amor por sus hijos. Por quienes, sin duda, mataría si fuera necesario.
Por eso, como Pablo Escobar —“el gran capo del mal”, “el zar de la cocaína”, “el patrón o jefecito”, “Don Pablo” o simplemente “Papito”—, Bayote todas las noches llena de besos a sus vástagos y de vez en vez, antes de que se duerman, les inventa historias de aventuras locochonas con cebras pintadas a mano, canguros, unicornios, hipopótamos y jirafas. Todos habitan en una tierra lejana llamada “Nápoles”, de donde se escapan un día en avioneta liderados por un Niño de Atocha muy chingón al que todos daban por muerto, aunque él andaba de parranda… ®