El trabajo que la artista Magdalena Martínez Franco ha venido realizando desde hace dos décadas profundiza en la idea de que aquello que oficialmente nos representa, más allá de las intercambiables personalidades aferradas a nuestros cuerpos, es un código.
El relativismo es una forma de no estar en ningún lugar mientras se pretende igualmente estar en todas partes.
—Donna Haraway
La vida es una sucesión de instantes que hasta ayer se atesoraban en la memoria de cada quien, y los recuerdos se movilizaban sujetos a las caprichosas conexiones químicas de nuestro cerebro.
Ahora las memorias que mejor operan se transportan en dispositivos USB. Nuestra presencia, en diferentes espacios geográficos y tiempos, queda registrada en esa gran nube virtual de datos donde todo se almacena y que a través de Google, ese emporio cibernético, se recupera a la velocidad de un click. Las fotografías fijan episodios de nuestras vidas en imágenes elocuentes, a veces a nuestro pesar.
Vivimos bajo el acoso de lentes ocultos que nos retratan constantemente. Infinidad de cámaras de seguridad instaladas en centros comerciales, bancos y en las calles de las ciudades registran, con otros fines —en aras de la seguridad—, nuestro apurado y ansioso deambular.
El individuo queda reducido a un código numérico, a un pixel, y la memoria de nuestras vivencias se almacena de manera perdurable en la red o en las cintas de los archivos policiales.
El trabajo que la artista Magdalena Martínez Franco ha venido realizando desde hace dos décadas profundiza en la idea de que aquello que oficialmente nos representa, más allá de las intercambiables personalidades aferradas a nuestros cuerpos, es un código.
Martínez Franco, además de trabajar con la luz como fotógrafa y videoasta, también ha recurrido desde los inicios de su trayectoria a la danza para crear escenografías virtuales, interviniendo el espacio a través de la luz, ya sea mediante proyección de diapositivas, sombras chinas, video, cámaras en circuito cerrado y edición en vivo.
Huellas dactilares, chips, códigos QR, un número para Hacienda (RFC), todos ellos mecanismos de control que atrapan al ser en una serie numérica y que la artista integra de manera visual en su discurso, haciendo del control y la opresión que sufre el individuo un acto sumamente estético. Esto se puede apreciar de una manera muy clara en las series Palimpsestos e Intaglio, en el video Registros tecnológicos o en la impresionante pieza Vestigios humanoides, una serie de lápidas sobre las que la artista grabó una huella digital, un código de barras y un RFC, y que se presentan a modo de vestigio arqueológico, representando la ruina de nuestras vidas. Ningún cuerpo, ningún individuo, escapan a esa clasificación.
Es así como la obra de Martínez Franco se centra en la reflexión en torno a la identidad y al ser, y sobre todo, lo que atañe a su representación en esta era de recursos tecnológicos al alcance de la mano. ¿Quiénes somos en realidad?, ¿cuál es la imagen que nos gusta proyectar?, ¿cómo nos ven los otros?, son las preguntas alrededor de las cuales se organiza la obra y el discurso de la artista.
Un trabajo que también nos hace cuestionar las relaciones de poder y la pérdida de libertad individual en una era hipertecnologizada. El cuerpo humano, a su vez, se convierte en rehén de esta realidad.
Martínez Franco, además de trabajar con la luz como fotógrafa y videoasta, también ha recurrido desde los inicios de su trayectoria a la danza para crear escenografías virtuales, interviniendo el espacio a través de la luz, ya sea mediante proyección de diapositivas, sombras chinas, video, cámaras en circuito cerrado y edición en vivo.
Para contrarrestar lo efímero, el mero impulso electrónico, Magdalena apela a la contundencia de sus instalaciones por un lado, y por el otro, al uso de lo corpóreo, con actores de carne y hueso, quienes en sus coreografías habitan atmósferas opresivas, como sucede con la pieza Tchaikowsky o con Reacción en cadena, una coreografía cuya filmación fue proyectada en el piso generando una gran dosis de angustia y desconcierto espacial.
A través de foto fija, video y videoinstalaciones, el trabajo visual de Martínez Franco enarbola de manera preciosista un discurso devastador. Como sucede en el video Demolición, en el cual la belleza de las imágenes da cuenta de la destrucción de edificios e infraestructuras, y cuyo mensaje de trasfondo es poner en evidencia cómo aquello que nos sirve para construir, la tecnología, también puede utilizarse para lo contrario, la destrucción. Un discurso dual que ha acompañado a la humanidad en su desarrollo y evolución.
Somos mente y cuerpo, pero para el sistema un simple código nos representa y define nuestra particularidad fiscal. Una identidad individual fragmentaria reflejada en una multiplicidad de imágenes y, por otro lado, por la abstracción de unos cuantos códigos.
Somos intercambiables, sustituibles y nuestra pretendida libertad sólo se da siempre y cuando respetemos la infinidad de normas y prohibiciones que rigen nuestra vida en sociedad. Instrucciones para la vida, en definitiva.
Por eso la artista recurre a la fragmentación de la imagen y diferentes recursos ópticos que multiplican y distorsionan los cuerpos creando una abstracción orgánica donde todo se confunde, se intercambia y pone en duda nuestra anhelada individualidad, como queda patente en el video Voyeur.
Las etéreas imágenes mentales han sido sustituidas por pixeles y el cerebro se ha expandido hacia el ciberespacio ignorando, como siempre, sus propios límites. La identidad individual se convierte en un asunto vulnerable, volátil. El reflejo que proyectamos es parcial, confuso, fragmentado e intercambiable. Nuestros cuerpos no son tan diferentes. Por eso, la artista en sus fotografías y videos juega con la idea de que los cuerpos se confunden, se fragmentan y se multiplican hasta el infinito.
Miles de cámaras nos observan. Las mismas que nos sirven para observar a los demás. Nuestra piel se vuelve transparente y, del mismo modo, los otros se vuelven transparentes a nuestros ojos. Nos construimos a partir de la mirada del otro, de cómo nos ven o cómo queremos que nos vean.
Habitamos un juego de espejos que reflejan desde la autoconsciencia de ser a lo que proyectamos, y finalmente, el modo en que los demás efectivamente nos perciben. Coalescencia, una pieza de reciente factura que se exhibió en X-Teresa, en la UNAM y en el CNA [todos en la Ciudad de México], nos habla de esto.
En esta obra los movimientos de dos bailarinas, en el interior de tres muros de lupas plásticas que distorsionan la imagen, es captado por nueve cámaras en circuito cerrado que dejan ver fragmentos de los cuerpos, que se entremezclan, confunden y se vuelven amalgama de miembros en movimiento sin que podamos identificar a ciencia cierta cuáles partes del cuerpo o a quien de las dos bailarinas estamos viendo.
Es interesante destacar el carácter visionario de muchas de las piezas realizadas por la artista. La indagación sobre identidad, imagen y su relación con la tecnología arranca desde la década de los noventa. Es remarcable el ojo crítico de Martínez Franco para apuntar situaciones que no invadirían a la sociedad de forma total hasta hace bien poco.
Nuestro yo deambula en un carrusel de representaciones. Esas representaciones pasan por el tamiz de la aceptación social. Así nuestra subjetividad opera como un mecanismo de reproducción del sistema establecido. Nuestros verdaderos anhelos se confunden en la multiplicidad, la pretendida originalidad en una utopía consumible tamizada por la homogeneidad del consumo global.
La pieza de video Las cosas que podemos perder nos habla a partir de un recuento de objetos perdidos de cómo las cosas que poseemos creemos que nos definen, pero en realidad, esos objetos que creemos únicos son las mismos que todo el mundo posee o trata de poseer. Los objetos que nos rodean más que definirnos a nosotros, definen una época muy homogénea en cuanto a anhelos de posesión y consumo se refiere.
La obra de Magdalena Martínez Franco se construye a partir de un cuerpo de trabajo visual heterogéneo que nos narra el horror de la era industrializada, hipertecnologizada, que deja postrado al individuo y a su cuerpo, en un estado de extrema vulnerabilidad e indefensión.
Es interesante destacar el carácter visionario de muchas de las piezas realizadas por la artista. La indagación sobre identidad, imagen y su relación con la tecnología arranca desde la década de los noventa. Es remarcable el ojo crítico de Martínez Franco para apuntar situaciones que no invadirían a la sociedad de forma total hasta hace bien poco.
El trabajo de esta artista aborda la cuestión ontológica de lo que constituye a un individuo, y en definitiva, la nimiedad del ser en una época que apuesta por la desindividualización colectiva, convirtiéndonos en masas de consumidores más prisioneros de los códigos que nos definen, que de algún tipo de espiritualidad, de verdadero bienestar. Sin apenas resquicio para ningún atisbo de libertad, convertida en utopía, en mera reminiscencia libertaria.
Martínez Franco se anticipó, con el conjunto de su obra, a este presente convulso, mar de imágenes y códigos, en el que todos estamos sumergidos. ®