Hace unos días, según registra la prensa, la señora Elena Poniatowska dictó este sermón a un grupo de jóvenes de la preparatoria: “Ustedes no pueden fallarle al país, tienen que leer, leer es mejor que hacer el amor”.
Aceptemos la posibilidad de que una persona de 82 años encuentre más placer en cualquier actividad menos en el sexo. Por ejemplo, Juvenal Urbino prefería atender pacientes y tomar el té con ellos que desnudar a su esposa, Fermina Daza, hasta que lo hizo Florentino Ariza; que haya sido con las luces apagadas no importa, lo hizo con un brío que la anciana se ilusionó en recibir las últimas embestidas de amor en cualquier rincón de un barco con rumbo insospechado. También es lo de menos que esto sea literatura, en donde por cierto podemos identificar los anhelos propios. Pensemos en que Marguerite Duras escribió El amor con el candor de una quinceañera de 57 años y que luego delineó El amante con el ardor de una vieja de setenta. No tengo duda: el apetito de la escritora y el de sus convocantes no le fallaron ni a Francia ni a cualquier otro país. No es cosa menor anotar que esos trabajos de Duras son evocaciones nostálgicas, experiencias autobiográficas, vale decir, registro de tiempos que recrean el deseo erótico que permanece: Duras tenía quince años cuando conoció al corcel chino, su amante.
Quien sí le falló al país, según el gobierno comunista de Checoslovaquia, y de acuerdo con la óptica de Poniatowska, fue Ludvik Jahn, que se burló del gobierno en una carta enviada a su novia, la disciplinada —y adoctrinada— chica que optó por el destino que le señaló el Partido, incluso para definir el propio sendero íntimo. Desde luego, hay otros amores ridículos, como los que también describe Milán Kundera en La insoportable levedad del ser —junto con la permanente impronta de Nietzsche en su obra—: los sitúa en el experimento social comunista y atormentados por los designios del sistema para orientar los pasos amorosos y aun la propia bragueta.
Elena Poniatowska puede encontrar más placentero recitar a Pablo Neruda y dar lecciones de nacionalismo que echarse un polvo y así, incluso, suscitar la ternura de quienes la admiren por su entrega y prefieran leerla a ella misma que embarcarse y tratar de emular las calenturas de, digamos arbitrariamente, Bukowski…
En todo caso, creo que los jóvenes se han fallado a sí mismos si no han leído ya no digamos a los clásicos de todos los tiempos sino a unos pocos más recientes. A propósito entresaco a Pantaleón y las visitadoras —dicho sea entre paréntesis, a mí me atrajo la puta más longeva—, “El elogio de la madrastra” y —la semiautobiográfica— La tía Julia y el escribidor. Lo entresaco a propósito porque, como se sabe, Mario Vargas Llosa a los 79 años consuela los apetitos de la carne con una doncella que no es su esposa, en unos amoríos que en modo alguno le han fallado al Perú —y que, más bien, no debieran importarnos.
Naturalmente, Elena Poniatowska puede encontrar más placentero recitar a Pablo Neruda y dar lecciones de nacionalismo que echarse un polvo y así, incluso, suscitar la ternura de quienes la admiren por su entrega y prefieran leerla a ella misma que embarcarse y tratar de emular las calenturas de, digamos arbitrariamente, Bukowski, si no es que protagonizar esas intensas narraciones impúdicas de sexo y dinero de Maupassant —en las que ahora estoy embebido.
Para mí, como dijera Voltaire, el desfogue de los placeres es un imperativo de la libertad. ®