El conflicto que aflige a esa región en estos días no es nuevo ni por asomo; se trata de una de las jugadas de tablero geopolítico clásicas de la diplomacia que hace más de mil años convulsiona a Europa. Un pleito que se remonta a la alta Edad Media, a la supremacía continental de Kiev, ciudad de cuentos ancestrales.
El ejército de Ucrania es, en número de efectivos, el segundo más grande de Europa, después del ruso, al que, tras la caída del régimen soviético, el ucraniano devolvió todo el arsenal nuclear que había en su territorio. Los rusos casi triplican a los ucranianos; aún sacando a todos ellos a las trincheras nada podrán hacer contra sus vecinos.
El gran ejército ruso rodea por el norte y por el sur al ucraniano. Los rusos mantienen anclada una de las flotas más poderosas del mundo en Crimea —la península estratégica del Mar Negro que apunta al corazón de Turquía—, de la cual reclaman ya si no soberanía, una estabilidad que convenga a los intereses de su zona de influencia y seguridad nacional. El centro del conflicto es el puerto de Sebastopol, cuyas murallas defendió de los ingleses, franceses, italianos y turcos el conde León Tolstoi en la única guerra en que peleó, antes de que el zar Nicolás I lo sacara de ahí temiendo por la vida del joven genio que apenas había escrito tres novelas: Infancia, Adolescencia y Juventud.
Hay quienes dicen que la Cólquide estaba en las costas de la salvaje Georgia, cuna del siniestro Josef Stalin, pero también hay quienes afirman que era la ucraniana península crimeica el país donde reinaba Eetes, el padre de la bruja Medea, cuando llegó Jasón en la nave Argos en busca del Vellocino de Oro.
Y no hay que olvidar las golpizas que se ponían austríacos, húngaros, rusos, turcos, ucranianos y gálatas en los territorios limítrofes: empalamientos, decapitaciones, desmembramientos, ejecuciones de inocentes y genocidios recurrentes, sobre los que la historia ha optado por echar encima de ellas un hipócrita velo de olvido.
Por ello, si bien se mira, el conflicto que aflige a esa región en estos días no es nuevo ni por asomo; se trata de una de las jugadas de tablero geopolítico clásicas de la diplomacia (el arte de evitar la guerra) que hace más de mil años convulsiona a Europa. Un pleito que se remonta a la alta Edad Media, a la supremacía continental de Kiev, ciudad de cuentos ancestrales, a las incesantes guerras de los cosacos con Polonia, luego a la época de los agarrones entre los grandes ducados (Moscú, Kiev, Varsovia, Novgorod, Cracovia) y contra los khanes búlgaros, hasta la consolidación del imperio de los Romanoff en el norte, los zares y, en el apogeo de éste, a los legendarios viajes de Catalina la Grande a Crimea, a su ciudad augusta, gloriosa, puerto de treinta bahías, para supervisar la flota del Mar Negro —en el transcurso de los cuales Catalina se cogía on the road, dicen, a su regimiento de cosacos. Y no hay que olvidar las golpizas que se ponían austríacos, húngaros, rusos, turcos, ucranianos y gálatas en los territorios limítrofes: empalamientos, decapitaciones, desmembramientos, ejecuciones de inocentes y genocidios recurrentes, sobre los que la historia ha optado por echar encima de ellas un hipócrita velo de olvido.
La mayoría de los ucranianos desciende de los vencedores de los tártaros que las conquistas de Tamerlán empujaron hacia el oeste, los famosísimos cosacos —guerreros indomables que, además de tirarse a la zarina, bueno, algunos de ellos, según chismes de Voltaire y de Thomas de Quincey, par de ociosos correveidiles— son personaje de la imprescindible novela Taras Bulba, del ucraniano Nikolai Gogol, cuyo leitmotiv es las guerras con el gran ducado de Varsovia —de paso he de insistir a todo mundo con la lectura de Las almas muertas, de éste que es uno de mis autores de cabecera.
En esta ocasión existen elementos nuevos. Está la necesidad legítima de Ucrania de sacudirse en definitiva el yugo de Rusia, sin que por ello, paradójicamente, signifique que ese país salga de la zona de influencia de su poderoso vecino, situación innegable para Moscú e imposible de dirimir para Estados Unidos y el resto de Europa.
En esta ocasión existen elementos nuevos. Está la necesidad legítima de Ucrania de sacudirse en definitiva el yugo de Rusia, sin que por ello, paradójicamente, signifique que ese país salga de la zona de influencia de su poderoso vecino, situación innegable para Moscú e imposible de dirimir para Estados Unidos y el resto de Europa, pues aun con todas las sanciones que puedan aplicar contra la potencia, Rusia nunca va a soltar Crimea ni permitir que su vecino del sur se le salga del huacal. Y ya lo dijo Vladimir Putin: de ser necesario irán con todo. Pero el clamor de democracia que insiste en que se libere a los ucranianos de regímenes seculares impuestos desde Moscú y la devolución de un territorio que geográficamente les pertenece, la incorporación de Ucrania a la zona del euro muy a pesar del rublo, si esto les conviene, y la aceptación por parte de los protagonistas del conflicto de la existencia de otros actores, más allá de los Estados mundiales, que cuestionan desde todo el planeta y que influyen en formas inesperadas en los tejemanejes internacionales, como ha pasado en los acontecimientos del norte de África, Palestina, Pakistán, Tíbet, Venezuela y el corazón de las tinieblas: Uganda, Angola, Ruanda, Sudán del Sur, etcétera, de los que los ciudadanos del mundo no quitan los ojos. No hay que perder de vista los sucesos de las próximas semanas. ®