El tiempo se ha detenido de manera abrupta poniendo en evidencia que no sabemos entenderlo de otra manera, a saber, no sabemos ni detenernos ni mucho menos esperar.
“No se confundan. Hay que actuar ahorita en esta fase dos para evitar que la fase tres sea muy intensa. No quieran esperar a la fase tres, hay que actuar ya, hoy” (1:03:00), advirtió, en conferencia de prensa el 30 de marzo, el subsecretario de Salud. Hugo López–Gatell. Y advirtió bien.
Su discurso difícilmente puede ser más claro y quizá por ello esas precisas palabras, específicamente la palabra esperar, me aturdió bastante. No pretendo modificar el discurso del Dr. Gatell, que me parece francamente inigualable, sino más bien puntualizar que lo que estamos viviendo ahora mismo, de manera individual y en conjunto como sociedad, es justamente lo contrario: no querer esperar.
Primero, quiero establecer que soy consciente de las inequidades sociales y económicas que vivimos como país, así que lo que expresaré a continuación no se dirige a una reflexión de esta naturaleza (que ya hay muchas; véanse, por ejemplo: Han, Žižek, Butler) sino a una cuestión epistemológica. Es evidente que debe haber una clara diferenciación entre todas aquellas personas que por cuasi–obligación deben salir de sus casas para trabajar (que quede claro, a trabajar), y entre todas aquellas que tienen el privilegio o la oportunidad de no hacerlo. Ahora bien ¿cómo se ha enfrentado este segundo grupo ante la responsabilidad moral de quedarse en casa? Si se considera que de este simple acto depende la protección individual, social y del entorno entonces la pregunta no puede ser menor. Ante una crisis que nos rebasa ha quedado en evidencia que, más allá de la irresponsabilidad individual de muchos que continúan con una vida que intentan empujar hacia la normalización, existe un enorme malestar de la sociedad en su conjunto porque se ha tenido que enfrentar, entre otras cosas, a un tiempo que pareciera sofocarla.
El tiempo se ha detenido de manera abrupta poniendo en evidencia que no sabemos entenderlo de otra manera, a saber, no sabemos ni detenernos ni mucho menos esperar.
El discurso hegemónico del tiempo nos ha enseñado a enfatizar dos de sus cualidades primordiales: por un lado, su prospectividad nos provee de una idea de futuro asegurado, y, por otro lado, su aceleración nos incita a correr en función de mantener la competitividad. Hoy, sin embargo, esas cualidades del tiempo se nos han desmoronado; el tiempo se ha detenido de manera abrupta poniendo en evidencia que no sabemos entenderlo de otra manera, a saber, no sabemos ni detenernos ni mucho menos esperar. Y esa incompetencia temporal refleja, además, cuán carente es nuestra gestión del entorno, del propio espíritu. Todos estamos en el mismo bote, todos tenemos que pasar por la misma espera; en este sentido, no se trata de justificar que algunos pasen esa espera peor que otros, se trata de aprender a gestionarla. La responsabilidad social es posible si aprendemos a gestionarnos de manera individual.
Una sociedad a la que la sociedad misma le ha enseñado a correr, ahora la naturaleza le recuerda que debe aprender a parar. Día con día leemos, vemos o escuchamos las noticias referentes al covid-19 y día con día seguimos desasosegados porque el futuro es incierto: “¿Qué va a pasar?”, “¿Qué tenemos que hacer de llegar la fase tres?”, “¿Cuándo se va a acabar la espera?”. Es evidente que hay una frustración generalizada porque en el plano internacional no parece haber un referente claro de certidumbre futura. Ese presentismo que hedonísticamente perseguimos durante mucho tiempo parece haberse hecho más patente que nunca; la diferencia es que esta vez no llevamos la batuta.
Desde una valentía absurda seguimos enfrentándonos con el poder de la naturaleza. Desde nuestros marcos estatales de derecho seguimos exigiendo (¿a quién, a qué?) que no se nos limite el salir, seguimos deseando continuar con ese discurso hegemónico del tiempo en el que nosotros somos quienes dictamos los momentos precisos para hacer tal o cual cosa en tal o cual sitio, seguimos aferrándonos a correr tras esa certidumbre que cada vez parece más borrosa.
De acuerdo con Smolin, existe una paradoja del tiempo en tanto que aun cuando actuamos en él juzgamos nuestras acciones fuera de él. En otras palabras, el resultado de esta paradoja deja patente cómo minusvaloramos las acciones del presente por un ideal de futuro inamovible. Esta idea dominante del tiempo nos ha sido heredada, la hemos aprendido y repetido hasta el cansancio. Quizá sea momento de romper con esos modos hegemónicos de pensar y permitirnos una reconciliación con el tiempo, con sus procesos de calma y espera, de recogimiento. No se trata de romantizar, sino de apoyo mutuo; de dejar a un lado la necedad egoísta ante un virus al que poco le importan las razones humanas. Aprender a responsabilizarnos en función del bien común. Más allá de una cuestión epistemológica, el no aprender a esperar no solamente será una falta de irresponsabilidad y de empatía, sino que sus consecuencias prácticas generarían un caos de dimensiones mayúsculas. ¿De verdad es tan imperioso que alguien nos diga con peras y manzanas cuáles son nuestras responsabilidades?, ¿de verdad hace falta la fuerza bruta para que aprendamos a limitarnos? Para qué pensar qué vamos a hacer mañana si lo que estamos haciendo hoy lo estamos haciendo fatal. Frente a un futuro incierto, sólo nos queda lo que estamos haciendo hoy: “Hay que actuar ya, hoy”. ®