Hice un poco de alarde al hundirlo en la tierra, escenificando un performance prehispánico, haciendo notar mi acción como la salvadora del asado. Funcionaba. El viento soplaba más fuerte y las nubes se corrían de un lugar a otro.
En definitiva, el tiempo ha muerto. La capacidad de los relojes ha sido reducida a ciertas tareas básicas. Ya no funciona como antaño, marcando el ir y venir de los días y las noches, determinando las salidas y llegadas de los autobuses, concertando las citas de los amantes y los amores. La modernidad nos arrastra ferozmente y nosotros, a veces, sólo podemos recrear en las grietas que se abren en ese muro espaciotemporal. Las agendas del año siguiente se venden desde la mitad del que está en curso y la gente planifica, planifica, planifica. Hay algunos que no dejan ni un espacio blanco de cada hoja y hay quienes se permiten liberar los fines de semana, pero hay también otros que no han sucumbido a esa imperiosa necesidad social de tener todo bajo control y por escrito.
No, no tengo agenda. Tampoco tengo un celular inteligente. Para colmo, tengo muy mala memoria. He llegado a aceptar dos invitaciones de cumpleaños en una misma fecha, dos citas de trabajo en un mismo día y casi a la misma hora, las visitas a los médicos suelen ser una carrera —con obstáculos— entre consultorios y hospitales. Intento, sin mucho éxito, no confirmar nada si no se acerca el día del evento-reunión-o-lo-que-fuere, pero sucede que en este mundo organizado, los recordatorios son parte del archivo muerto de la sociedad.
Sí, es un desastre, y en medio de este desastre fui invitado hace más de tres semanas al asado del sábado pasado. Una cascada de mails entre los convidados determinó la fecha. Fue algo así como una balacera de invitaciones a juntarse formal e informalmente a tomar algo el miércoles de esa semana, el viernes en otro bar, el sábado la fiesta de fulano, para el otro lunes ver la obra de teatro de zutano, el miércoles posterior ir al cine, el viernes de la siguiente semana asistir al estreno de la obra de la novia de perengano y al día siguiente, el dichoso sábado, asado en casa del Tanque. Por supuesto dije que sí a todo conforme caían las invitaciones y recordé solamente dos.
Por suerte, el viernes pasado me llegó un mail del Torito pidiéndome que comprara lechuga, tomate y cebolla. Un recordatorio como bala perdida que dio justo en el blanco y me permitió juntarme con los amigos al abrigo de la noche. El asado argentino es un evento mucho más que una cenada y poco menos que una fiesta, un momento que representa en este país —con el que nos hemos adoptado mutuamente— parte esencial de la cultura. Es una ceremonia que atraviesa, como las estacas al cabrito tendido al fuego, todas las esferas sociales. Lo hacen los que tienen mucha feria y lo hacen los que casi no tienen. La diferencia más notoria está en los asadores, las parrillas y, a veces, en la calidad de la carne.
Más de una vez hemos escuchado que los que tienen menos lana cocinan con más sazón, como si la pobreza hubiera hecho un pacto con algún demonio gastronómico. También hay quienes afirman que es un mito. Para mí existe una realidad latente: ante la carencia, tu mejor amigo es la imaginación. Y lo único que podría añadir es la pasión por los tacos de albañil más la nostalgia del placer de comer en la fonda cochambrosa que hace más sabroso el pozole, los tacos y chilaquiles con sus diferentes salsitas.
El asado argentino es un evento mucho más que una cenada y poco menos que una fiesta, un momento que representa en este país —con el que nos hemos adoptado mutuamente— parte esencial de la cultura. Es una ceremonia que atraviesa, como las estacas al cabrito tendido al fuego, todas las esferas sociales.
El asado del sábado no fue con adinerados ni pobres —¡ay, esa palabra!—, sino que formaba parte de aquella mezcla extraña que se empeñan en llamar socioeconomicopolíticamente “clase media”. Es decir, la parrilla era una parrilla común —¡aunque tenía llantitas!— y el asador era un amigo nuestro, cuidadoso amante de la cocción precisa. El ambiente, por lo además, era inmejorable en aquella terraza colorida y plena de arte esténcil. Algunas sillas, sillitas y bancos rodeaban amablemente una mesa larga dispuesta a recibir el cariño, sea líquido o sólido, que los convidados llevamos hasta el lugar: cervezas, fernet, vino, cinzano y el infaltable refresco, representante legítimo del neoliberalismo en sus aguas negras, pero pareja de baile perfecta del fernet; además había frituras, maní y otras tantas botanitas dispuestas.
La noche era fresca y quizá más oscura de lo que nos hubiera gustado. A lo lejos, en el horizonte, algunos rayos iluminaban la ciudad en otro punto, dejándonos en claro la posibilidad de un ligero chipichipi o quizá una linda lluvia o de plano una tormenta memorable. No estábamos dispuestos a renunciar —jamás se abandona un asado, dicen—, así que comenzamos, cada quien como mejor se le ocurría o recordaba, a ahuyentar aquella amenaza lejana que para entonces ya pintaba para una precipitación inminente.
El asador, de inmediato y con la ayuda comedida de un par más, improvisó un techo para la parrilla, por si las flays. Otros bajaron a liberar espacio dentro de casa para que, si era necesario volver bajo techo, hubiera lugar suficiente para todos. Yo, en cambio, confiaba en mi abuelo y las pocas tácticas que me enseñó ante casi cualquier cosa que me perturbara. “Contra la lluvia, concentra tus fuerzas”, me decía. “Confía en tu naturaleza; toma un cuchillo con mango de madera y clávalo en la tierra, bien despacito y hasta la empuñadura, dulcemente”. Y cada vez que me lo decía, así, con ese cierre tierno y dramático, inmediatamente después recitaba un pequeño poema que se había encontrado en un aljibe y que yo jamás pude borrar de mi memoria.
Tus labios como espadas inclementes
en mi pecho su fino filo hundieron
hasta la empuñadura, dulcemente.
Miraba al cielo, diciendo casi en un suspiro: “Los labios de la mujer son el misterio más delicioso del universo”. Nunca supe la historia detrás de tanta nostalgia, y me apena. Entonces bajé conmovido, como caminando entre las nubes del recuerdo de aquellas palabras, tomé un cuchillo con mango de madera y subí concentrando todo mi ser en detener la lluvia. Hice un poco de alarde al hundirlo en la tierra, escenificando un performance prehispánico, haciendo notar mi acción como la salvadora del asado. Funcionaba. El viento soplaba más fuerte y las nubes se corrían de un lugar a otro. Cada tanto miraba al cielo, concentradísimo en el poder de las palabras de mi abuelo, y recitaba en silencio aquel poema.
Escuché a lo lejos la alegría del asador por no tener que mover la parrilla, aunque bien merecía una lluvia suave para saciar la sed de su piel que se cocía al compás de las papas, las cebollas y los morrones, de los chorizos, el pollo y la colita de cuadril con el calor de la parrilla. Después escuché, mucho más cerca, una voz suave, tímida y penetrante que me dijo: “Ese gualicho que hiciste funciona josha”. La miré repitiendo en mi mente: “Labios como espadas, labios como espadas, labios como espadas…” Fue inevitable, me distraje también en esos ojos que reían detrás de unas ventanas ovaladas de marco negro.
Cinco minutos después, unas gotas, y diez segundos más tarde, la lluvia se dejó venir perseguida a toda velocidad por una semitormenta. A las carreras unos cubrían lo que iba saliendo de la parrilla mientras otros bajaban el resto de las cosas. (¡Qué labios como espadas!) Subieron algunos más con bandejas para bajar toda la comida, darle fiesta al diente, asentar la barriga y seguir con la pachanga. (¡Qué labios como espadas!) El asador, rey del momento, cortó como mantequilla con cuchillo caliente la carne que jugoseaba esplendorosa, dispuso las porciones y dibujó un festín sobre las tablas con las que salía por el pasillo convirtiendo aquello en un corre-que-te-alcanzo, agarre-que-hay-pa-todos, atásquense-ora-que-hay-lodo (¡Pero qué labios como espadas!).
Mi deleite era fascinante (“Eres de espíritu gordo”, solían decirme en casa); un barquito de papa y su pasajero colita de cuadril eran los náufragos destinados a morir en las fauces feroces de este ballenato azul. En el segundo bocado, mi pensamiento distraído volvió a cobrarme factura. Detrás de mí, asomando por mi izquierda, hizo presencia una fuente con ensalada de lechuga y tomate, seguida por una voz inquieta que preguntaba-casi-sugería: “Ensalada, alguien quiere ensalada”. Un silencio monumental se apoderó del lugar, como si ese equipo visitante nos hubiera hecho un gol en el último minuto dejándonos afuera de la final. Luego apareció ella con sus labios como espadas, voz en cuello, dulcemente: “¡Veganos, hagan fila!” La risa fue inmediata, incontenible, coqueta y furiosa. La carcajada, una hojarasca bajo la marcha de un carnaval.
Fue entonces cuando la papa se convirtió en aquel personaje de madera que una vez huyó del interior de una ballena e intentaba escapar de mi boca. No sé por dónde se quería ir, pero no me dejaba respirar. Bocanada tras bocanada intentaba traer aire a mi cuerpo, pero sólo hilos azules y blancos se colaban, leves, por los costados de la garganta. “Levantá las manos”, me decían, y yo las levantaba; “Tomá agua”, me decían, y yo tomaba. Nada me permitía respirar y la risa tampoco cesaba. En un intento desesperado, mi cuerpo se regodeó en una tos de perro enfermo, pero nada. Ella vino, me golpeó la espalda cariñosamente mientras me decía: “Che, nuestro primer asado no puede ser el último”.
Quizá un milagro y sus labios, o quizá el milagro de sus labios, abrieron el camino que liberó mi garganta y pude por fin respirar. La miré, me sonrió y la lluvia se hizo más fuerte en la noche oscura. “Al final, el Gualicho no sirvió para detener la lluvia”, me dijo. “Tus labios como espadas inclementes, en mi pecho su fino filo hundieron, hasta la empuñadura, dulcemente”, le respondí. El último, casi mi último asado me permitió imaginar la nostalgia que abrazaba las palabras de mi abuelo. En mi caso no sólo me salvaron la vida, sino que además volví a casa con las heridas calientes de unos besos de plata. ®