El verso, la prosa, la tilde en “solo” y todo lo demás

Herencias, de Fausta Gantús

“Ansiaba otra realidad”, dice Fausta Gantús en este libro que es eso mismo: una oportunidad para desdoblarnos, para desdoblar el lenguaje y encontrar ahí las múltiples miradas que nos constituyen.

Fausta Gantús.

Cuando uno se dedica a la edición de una revista literaria se encuentra todo tipo de personas; las más peculiares son, desde luego, los poetas. Ya sabemos: no terminan los párrafos, no siempre usan comas, cuando se les antoja prescinden de las mayúsculas. En una ocasión me tocó lidiar con uno que pedía un guion más largo de lo tradicional y, en otra, cierto poeta laureado —que había entrevistado a otro poeta laureado— me advirtió que no podía cambiar ninguna palabra de su entrevista porque la conversación se había dado en endecasílabos. También circula el viejo chiste de que cuando un poeta no llena el mínimo de páginas para un concurso siempre tiene la opción de cortar un verso y convertirlo en tres.

En fin, que existe cierta idea de que la escritura de la poesía es una actividad medio caprichosa, propia de quienes se saltan las reglas sin justificación. En resumen: que la poesía es una forma de la autocracia.

Todo esto me da pie para hablar de Herencias, de Fausta Gantús, no porque me parezca un libro caprichoso sino precisamente porque es un buen ejemplo de cómo funciona la poesía, el lenguaje y la lectura, donde no siempre se pueden hacer las cosas “a voluntad”. No me queda más remedio que explicar un poco cómo está hecho este libro, que es dos libros a la vez. Por un lado, tenemos Herencias, con el subtítulo de Miradas habitadas, que ofrece un texto en prosa, presumiblemente un relato sobre la búsqueda familiar y la identidad. Si uno gira el libro, tiene en sus manos Herencias, con el subtítulo de Habitar la mirada, un volumen en verso sobre la memoria que es también una reflexión sobre el pasado. Lo más llamativo, en uno y otro caso, es que ambos libros contienen las mismas palabras, como puede comprobar cualquiera que haga una lectura alternada. Sin embargo, ¿podemos decir que son realmente las mismas?

Si uno gira el libro, tiene en sus manos Herencias, con el subtítulo de Habitar la mirada, un volumen en verso sobre la memoria que es también una reflexión sobre el pasado. Lo más llamativo, en uno y otro caso, es que ambos libros contienen las mismas palabras, como puede comprobar cualquiera que haga una lectura alternada.

De lejos, Herencias (Herencias. Habitar la mirada. Miradas habitadas, Venablo, 2020) podría parecer el intento de que un volumen de 67 páginas se convierta mágicamente en uno de 128 páginas, pero las cosas no son tan sencillas, porque la forma en que está hecha la literatura condiciona nuestras expectativas sobre cómo leemos. ¿Qué esperamos de un poema? ¿Qué queremos encontrar en un cuento? Lo que nos sugiere Herencias es que ninguna de esas categorías llega a ser tan estable como pensaríamos. Debo comentar que este intercambio de géneros no es algo nuevo en la obra de Fausta: en un cuento de 1997 llamado “Orígenes” la autora había trasladado partes de su poemario Crucifícate, amor, entre mis sábanas, publicado el año anterior. Y el efecto, más que el de un autoplagio (ahora que hablamos tanto sobre el tema), era que Fausta había otorgado nuevos significados a esas mismas palabras al modificar su ritmo, su presentación sobre una página y la expectativa que teníamos con respecto a ellas. En Herencias Fausta lleva la tentativa hasta sus últimas consecuencias y consigue una obra que, además de indagar sobre el pasado propio y ajeno, pone en entredicho nuestra relación con lo que llamamos literatura y, más aún, con el lenguaje.

La idea que sostiene a este libro es que el lenguaje no es un simple recurso de la comunicación humana sino algo más asombroso, cambiante y flexible. A menudo pensamos que hablar, o escribir, se trata de poner unas palabras detrás de otras, pero la literatura abre posibilidades de las que no siempre somos conscientes. Al atentar contra la “formalidad” del lenguaje la poesía pone en fricción las letras, los vocablos, los enunciados: una palabra con respecto a la que tiene al lado, pero también arriba, abajo, muy cerca, muy alejada. Y esa disposición transforma nuestra percepción de lo que leemos. Si en la parte titulada Miradas habitadas Fausta escribe en una prosa sorprendente que nunca pierde su claridad o el sentido de sus acciones, en la parte llamada Habitar la mirada pone a bailar los párrafos. Destruye oraciones, las recompone, juega con las distintas presentaciones de una misma palabra, ordena versos como si se tratara de una letanía, abre y cierra vocablos. Es de hecho llamativo que el apartado en verso se llame Habitar la mirada, como si la poesía fuera siempre una acción que se ejerce, a diferencia del apartado en prosa, cuyo subtítulo Miradas habitadas sugiere algo que ya aconteció.

No es arbitrario tampoco que la acción de mirar y sus efectos sean centrales en este libro doble. Hemos otorgado a la palabra “mirada” el privilegio de cifrar nuestra percepción del mundo. Hablamos de “punto de vista”, de “perspectiva”, de “lectura”, para decir que el mundo puede ser entendido y advertido de una manera personal. Fausta indaga en la paradoja de que, al tiempo que miramos, alguien nos mira y que ese choque, esa fricción de perspectivas, define lo que somos.

Dice en una parte: “No lo sabe, no lo sabe porque lo ha olvidado, que sus gestos, sus facciones, su mirada, que cree de ella, fueron antes de otros, de otras. Otros, otras que ahora son también ella, la definen, la constituyen”.

Hablamos de “punto de vista”, de “perspectiva”, de “lectura”, para decir que el mundo puede ser entendido y advertido de una manera personal. Fausta indaga en la paradoja de que, al tiempo que miramos, alguien nos mira y que ese choque, esa fricción de perspectivas, define lo que somos.

Esa acción de “mirar” afecta al lenguaje que, además de escuchado, puede ser “visto”, percibido como una imagen bella o fea o incómoda. Eso no sucede solo en este libro, que juega con los modos en que se escriben las palabras, sino que pasa todo el tiempo en la escritura cotidiana. Recientemente, por poner un ejemplo, una cantidad sorprendente de personas descorchó vinos y lanzó confeti cuando se enteró de que la RAE había, según esto, “autorizado” la tilde en la palabra “solo”. Más allá de las razones de gramática, hay que atender los motivos sentimentales por los que la gente ama esa tilde. Si somos lo bastante honestos podemos afirmar que es porque les gusta, porque les reconforta ver el “solo” tildado como les reconforta ver la tilde sobre la palabra “guion”. Pero no solo les gusta, sino que les da una falsa sensación de seguridad sobre lo que están diciendo: “Vaya, con esta tilde nadie pensará que cuando menciono ‘solo’ estoy hablando de alguien en soledad, maravilloso”.

Y, sin embargo, compañeros, siento por esta vez no complaceros. El lenguaje nunca podrá abandonar su naturaleza inestable. Hay siempre una lucha entre nuestra necesidad de darnos a entender y la facilidad para ser malinterpretados. No he hecho esta digresión solo por subirme al mame, o quizás sí, pero a donde quería llegar es que Herencias nos recuerda todo el tiempo esa batalla interna dentro de la lengua. La claridad y consistencia que percibimos cuando leemos el apartado en prosa se vuelven de pronto ambigüedad e insinuación cuando nos pasamos al verso. Fausta camina en esa cuerda floja con un pulso admirable, sí, pero nunca subestima el peligro. De hecho, en ocasiones, se deja llevar por los equívocos, los malentendidos, los diversos sentidos de lo que está diciendo. Porque de eso también se trata escribir.

Adonde nos lleva este libro es a cuestionar lo heredado. Fausta parece sugerir que cuando nuestros padres “nos heredan sus ojos”, en el mismo viaje nos transfieren parte de su mirada, es decir: de la manera en que conciben la realidad. Hay, desde luego, un conflicto entre esa herencia familiar y la persona que cada uno de nosotros quiere construir. Y, siguiendo esa misma línea de razonamiento, existe un conflicto entre el lenguaje heredado y nuestras propias necesidades de expresión. Fausta Gantús no solo es poeta, sino historiadora, y sabe mejor que nadie las dificultades del lenguaje para iluminar el pasado. Un pasado que a veces nos parece tan diverso como diversas sean las maneras de mirarlo. Según entiendo, no hay dos Faustas: una que investiga y otra que, a espaldas de sus colegas del Instituto Mora, escribe poesía. Creo ver, tanto en su faceta de historiadora como en la de poeta, un mismo afán de indagación, una misma curiosidad por el lenguaje, un mismo convencimiento de que contamos apenas con estas palabras, con este vocabulario limitado, para adentrarnos en una realidad que puede ser múltiple y compleja. En sus redes, Fausta es también una aguerrida defensora del lenguaje incluyente, que ella ve precisamente como la posibilidad de intervenir sobre las formas del habla, de modificar las palabras para abrirlas a nuevas realidades o a realidades ocultadas por una lengua correcta e impuesta. Es, en sintonía con este libro, una posibilidad de rebelarnos contra ciertas herencias.

“Ansiaba otra realidad”, dice Fausta en este libro que es eso mismo: una oportunidad para desdoblarnos, para desdoblar el lenguaje y encontrar ahí las múltiples miradas que nos constituyen. ®

Compartir:

Publicado en: Libros y autores

Apóyanos:

Aquí puedes Replicar

¿Quieres contribuir a la discusión o a la reflexión? Publicaremos tu comentario si éste no es ofensivo o irrelevante. Replicante cree en la libertad y está contra la censura, pero no tiene la obligación de publicar expresiones de los lectores que resulten contrarias a la inteligencia y la sensibilidad. Si estás de acuerdo con esto, adelante.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *