El trabajo de un pornógrafo es profesional como el de contable, procurador o empresario de pompas fúnebres y, por lo tanto, no ha lugar la contradicción. De hecho, su profesionalismo, seriedad, disciplina y su pasión animal han convertido a Siffredi en el actor más galardonado del cine porno con más de cien premios.
Mi bello miembro asnal introducirán tus manos
en el maldito burdel abierto entre tus muslos,
y, quiero confesarlo, a despecho de Avinain,
¡qué me importa tu amor con tal de que goces!
—Apollinaire
El crucifijo resplandeciente de considerable tamaño es la única prenda que no ha sido removida de su lugar. La efigie que pende de una cerviz poderosa yace apaciblemente entre los pectorales tensos. Echado sobre un sillón, el tipo desnudo del Cristo dorado al cuello menea vigorosamente su verga gruesa laureada por una cabeza roja e inflamada. De rodillas, haciendo resaltar un hermoso y rollizo culo, una morena le cosquillea los cojones hasta que, habiendo el pito alcanzado su tamaño titánico, empieza a sorberlo con glotonería y avidez. Entre gruñidos de voluptuosidad, se escuchan comentarios licenciosos cuando sus manos agarran con firmeza, como fruta dura y pulposa, aquel copioso culo y dejan entrever un abundante coño, espeso, bien hendido, sombreado apenas por un fino vello oscuro. Arriba, redondo como una pastilla, se vislumbra el agujero prohibido. Las manos palpan las nalgas al tiempo que el dedo índice se insinúa en el culo que es, se nos hace saber, de una estrechez deliciosa.
Confortado, el tipo del crucifijo se levanta y separa violentamente las nalgas de la preciosa muchacha, hundiendo en ellas su nariz, en la abertura sodomita, lengüeteando todo aquello sin titubear. Enrojeciendo con pellizcos y golpecillos las nalgas, atizando a la chica con observaciones considerablemente prosaicas y bofetadas amorosas, hace pasar la verga entre las gruesas nalgas, la insinúa en el coño entreabierto, húmedo y la penetra bruscamente hasta los riñones. La chica deja escapar un grito y, loca de excitación, menea el culo como una posesa con evidente furor uterino. A este punto la brillosa efigie ya no yace apaciblemente si no que fluctúa, oscila y se golpea sonoramente contra el esternón calado de sudor. Mientras una mano menea el clítoris y la otra le cosquillea las tetas, continúa el movimiento de vaivén dentro del coño prieto. Todo esto parece causar un muy vivo placer en ambos, no obstante, sacando el humeante pito de su reducto amoroso, lo introduce en el resquicio anal. Los jadeos continúan y la juerga se vuelve aún más frenética y bulliciosa.
El tipo aparta la verga de su agujero y la delicada boca de la chica ocupa su lugar. Con los ojos extraviados y las manos crispadas sobre sus hombros, descarga grandes borbotones de esperma, lo que produce, al menos en apariencia, el más prolongado éxtasis experimentado por hombre o monstruo. Ella bebe excéntricamente a lengüetadas, hasta que el pene queda satisfecho, como un lánguido pez hastiado y ciego.
La fabulación anterior constituye una vana y casi grosera crestomatía de cualquiera de las innumerables proezas eróticas que con imparcialidad democrática lleva a cabo en sus películas Rocco Siffredi (Ortona, 1964), mitológico actor de cine porno. Cuando niño, en su pueblo natal en el sur de Italia, el pequeño Rocco era el monaguillo de la iglesia. Estimulada por tal manifestación de misticismo en su hijo, la madre auguraba con regocijo: “Vas a ser cura”. A sus nueve años, sin embargo, el fallido purpurado fomentaba regularmente la práctica de Onán excitado, acaso, por extravagantes historietas donde se narraban las relaciones coitales que seres espaciales sostenían con terrícolas voluptuosas. Una tarde, mientras alimentaba su quimera y su manipulación erótica encerrado en el tocador, el infante precoz decidió que el sueño de su vida sería convertirse en profesional de la cópula. Imaginaba los acontecimientos, las dichas, los placeres que le depararía una vida similar a la de su ídolo Gabriel Pontello, el superhéroe del sexo, cuando su madre lo descubrió. Más para bien que para mal, el proyecto de acólito y sucesivo presbítero, eventualmente papable, se derrumbó.Su sinceridad de primitivo le lleva a confesar sin rubor sus caprichos más inaceptables, es decir, aquello que los otros esconden, tachan de repulsivo y no se atreven a decir de sí mismos: “Sueño convertirme en un hombre normal. Uno que no piensa en el sexo femenino apenas abre los ojos cada mañana”. Siffredi recuerda aquella bellísima idea de que el sexo no es para gente escrupulosa. “El sexo es un intercambio de líquidos, de fluidos, saliva, aliento y olores fuertes, orina, semen, mierda, sudor, microbios, bacterias. O no es”. Educado en la recalcitrante Iglesia católica italiana, el actor confiesa que la duda lo ha asaltado millares de veces en forma de culpabilidad. No obstante, su portentoso crucifijo brillante al cuello hace acto de presencia en cada una de sus escenas pornográficas y, cuando hay ocasión, reafirma su fe católica.
El trabajo de un pornógrafo es profesional como el de contable, procurador o empresario de pompas fúnebres y, por lo tanto, no ha lugar la contradicción. De hecho, su profesionalismo (siempre entra en escena con el pene erecto), seriedad (nunca se retiró del plató sin terminar la escena), disciplina (refuta el uso de drogas y alcohol) y su pasión animal le han convertido en el actor más galardonado del cine porno con más de cien premios. De entre los cuales destacan varios AVN, el Óscar del ramo. También fue laureado con el honorífico “Hot d’Or” en Cannes, que se permitió refutar con mucho más elegancia y honestidad que Sartre al rechazar el Nobel, aun si ser remunerado por una obra que lleva por nombre El recolector de culos o Fijación anal lo amerita más que reproducir palabras hasta el hastío sobre el ser y la nada: el haber sostenido relaciones coitales con aproximadamente cuatro mil mujeres, participado en más de mil trescientos filmes, eyaculado cincuenta veces al mes y mantener el miembro erecto durante ocho horas seguidas excede todo galardón.
Los especialistas del género han señalado que “la extrema agresividad que despiden sus filmes, la apoteosis de testosterona, la imagen ciertamente degradante de la mujer, brutalizada por sus impetuosos designios, son algunas de las acusaciones que atizan la polémica de su cine”.
Poseer un pito de veintitrés centímetros de largo por seis de grosor no es materia fácil. En medio de un paraje bucólico, Siffredi, el Teseo de la pornografía contemporánea, fue víctima de la picadura que un despiadado insecto le prodigó en los cojones. En otra ocasión, el actor sufrió una dentellada insólita en el glande producto de la pasión criminal de la excitada dama. Otra anécdota cuenta que, en medio de un coito acrobático, el miembro descomunal, a causa de una lubricación desmedida de la compañera en turno, resbaló fuera de su reducto y fue a estrellarse contra una sólida mesa de madera que remedaba groseramente el ambiente medieval que la escena exigía. Estos incidentes anejos al oficio de la pornografía obligan al actor a asegurar su verga, después de un minucioso peritaje en la Lloyd’s londinense, por 600 mil euros antes de cada rodaje.
Los especialistas del género han señalado que “la extrema agresividad que despiden sus filmes, la apoteosis de testosterona, la imagen ciertamente degradante de la mujer, brutalizada por sus impetuosos designios, son algunas de las acusaciones que atizan la polémica de su cine”. Otros confiesan que la intensidad, la dureza, el realismo que imprime en sus escenas y “su concepción del hard core, parten de una orientación semidocumental que hace del neorrealismo pornográfico su marchamo de identidad”. Acusado de “malsano”, tildado de “perverso”, censurado por “vulgaridad e indecencia” y reprochado por cosificación de la mujer, Siffredi acota el debate: “La violencia es, sencillamente, la forma en que yo vivo mi sexualidad, y son muchas las mujeres que lo comprenden. Son ellas las que me confiesan que lo que hacen conmigo no lo harían con nadie más, actor o realizador. Créeme, después de follar con cuatro mil donnas (cifra documentada al margen de su vida privada) sé que las mujeres tienen menos límites que los hombres”, argumenta. Romántico y encantador, perverso en el fondo. Macho de apariencia tierna, pero diabólico en el coito, Siffredi representa a la perfección el Dr. Jekyll de la pornografía y con el filme Mr. Rocco Dr. Sodo hace un guiño apologético a la poderosa prosa de Stevenson. De igual manera popularizó El retrato (erótico) de Dorian Grey y Las mil y una noches (en la cama) con sendas interpretaciones pornográficas, acordando que la obscenidad no es vulgar, lo vulgar es la mojigatería y que la hipócritamente pretendida oposición entre erotismo y pornografía es una cuestión de apreciación subjetiva que depende del espectador.
Lu cazzo nun vo pensier. Una orgía filosófica
Ya en Diógenes aparece el pito como objeto filosófico y es inevitable leer de igual manera la actividad del pornógrafo. Es obligatorio encontrar en Siffredi elementos que hagan pensar en los viejos cínicos, epicúreos o cirenaicos: “El pito no quiere preocupaciones”, tal es el adagio popular napolitano, acuñado y arropado por milenios, del que se sirve Rocco para hacer patente su filosofía: lo más importante en la vida es el sexo. El semental italiano, como se llama a sí mismo, afirma que la falta de buen sexo es la causa de todos los malestares sociales. Una buena vida sexual es la clave de la felicidad.
La anécdota ofrece el mismo poder teórico y la misma carga intelectual que el diálogo. Creer lo contrario nos condenaría a la incomprensión de gran parte del pensamiento antiguo. Michel Onfray (Las sabidurías de la antigüedad) asegura que “se puede filosofar en una escuela, a la sombra de un maestro que habla, a partir de textos”; pero también se puede aprender filosofía en la calle, en el ágora, observando a un filósofo que por diversas razones se expresa menos con palabras que mediante gestos y otras escenografías. Los cínicos y los cirenaicos se sienten cómodos y hablan con las mismas personas: “Un afeminado, un jorobado, un comerciante, un calvo o piratas y toda la gente común de Atenas”. De igual manera, el pornógrafo se siente obligado con el tipo de la esquina, no soporta la hipocresía, las farsas: la negación de nuestras vergas. Menos escritor erótico que pornógrafo literato, Milton Appel señala que el deber es con “la vida como se vive en la calle: es todo sexo y hacerse pajas y pasarse el día entero pensando en coños; lo que otros dicen que es, o debería ser la vida, no tiene sentido”.
Tal es el caso de los filósofos cínicos que pedorrean o manipulan sus órganos sexuales. O como Crates e Hiparquia quienes contribuyen a la gesta copulando en espacio público; pero lo es también del cirenaico Aristipo quien se pasea por el ágora perfumado. La anécdota va más allá del desprecio por las conveniencias, la indiferencia al juicio general o la ironía, teatral, lúdica o de corte subversivo al utilizar un artificio femenino en el ágora. Onfray recuerda que la nariz es el órgano de las bestias que cazan, matan y comen. El sentido del olfato “recuerda la posición del cuadrúpedo: el hocico pegado a la tierra, las fosas nasales abiertas y la respiración jadeante de un mamífero tras la huella de otro animal”. La imagen (la vista) y el sonido (el oído) tienen un estatus intelectual que se niega a los demás sentidos. De la misma forma, Siffredi recuerda las mucosas y las secreciones, cuando introduce su nariz, ese órgano de las bestias que cazan, entre los glúteos de una mujer, huele y da lengüetadas, ya sea para protegerse o para lanzarse al ataque. El tacto, el olfato y el gusto dan testimonio de la animalidad que subsiste en el hombre. “Siempre me he dejado llevar por mis sentimientos. Nunca he tenido miedo de seguir la dirección que mi cuerpo y mi cabeza me dictan a seguir. En mi trabajo me he sentido feliz y libre”, declaró el actor. Tanto Aristipo como Siffredi remiten a todas esas reflexiones: reivindican su animalidad y no se olvidan que proceden de la naturaleza.
El tacto, el olfato y el gusto dan testimonio de la animalidad que subsiste en el hombre. “Siempre me he dejado llevar por mis sentimientos. Nunca he tenido miedo de seguir la dirección que mi cuerpo y mi cabeza me dictan a seguir. En mi trabajo me he sentido feliz y libre”, declaró el actor.
Siffredi ha compartido en numerosas ocasiones con Epicúreo y sus discípulos el despectivo epíteto de “cerdo”. “Puerco epicúreo”, escribe Horacio. Lo que no saben los detractores de la estrella porno es que la característica que ha condenado históricamente a una vida mundana a ese rollizo animal proviene de una idea platónica: en cerdo es el animal en el que reencarnarán las almas condenadas, a saber, los libertinos y gozadores. Además, “no puede levantar la cabeza y contemplar el cielo” por lo tanto, no es acreedor a la gracia de Dios. Despojado entonces del ascenso dialéctico, está destinado a la tierra, a este mundo, a lo real, a lo inmediato. Una vez más el desprecio por la animalidad.
Como los hedonistas, Siffredi rechaza la debilidad y se obliga a ser fuerte: “Para ser actor porno se debe amar al sexo al cien por ciento. No se puede tener límites ligados al gusto. Desde que era niño, cada vez que veía o rozaba a una mujer tenía una erección”. Hombre casado y con dos hijos, el actor recuerda igualmente a Lucrecio disociando el amor y la sexualidad, instaurado en el libertinaje moderno fundado por el poeta didáctico. ¿Qué decir de ese radical humanismo cristiano, que sin duda ruborizaría a Petrarca, Montaigne o Erasmo?: “Soy una persona altruista, me gusta ver a la chica tener orgasmos”.
Abderita, cirenaico, cínico o epicúreo, Siffredi se inscribe, voluntaria o involuntariamente, poco importa, entre los filósofos de último minuto que devuelven al cuerpo lo que le corresponde, convirtiéndose así en un icono del placer en una sociedad hipócritamente puritana. A final de cuentas, como preguntó Diógenes, “¿Para qué puede servir un filósofo que se pasa la vida entera en esa actividad sin que nunca nadie se sienta molesto?”
Breve nota sobre pornografía y gnosticismo
Algunos detractores de la pornografía establecen que ésta es repugnante ya que se presenta con los ornamentos “de la fealdad y la bajeza”, dejando siempre “un sentimiento de culpa”. “La pornografía caricaturiza y revela desprecio por el sexo”. Como si la fealdad, la bajeza y la culpa no hubieran ya contribuido lo suficiente a la literatura y al arte universales. Como si el sexo, esa ridícula gimnasia acompañada de gruñidos, en palabras de Cioran, por sí mismo no fuera ya risible. Tal es la hipocresía con la que se aprecia a la actividad pornográfica. Es cierto que la pornografía, en un porcentaje altísimo, resulta aburrida, insípida y trivial, pero ¿no es así la vida de casi todos los seres humanos?
Lo que en realidad molesta de la pornografía es su carácter transgresor: ¿Que la moral, la religión o la sociedad establecen la mesura, la monogamia, la fidelidad como valores? Entonces viva la orgía, la fiesta, la histeria báquica: ahí reside la incómoda transgresión de la pornografía, una inversión de los valores establecidos.
Las sectas gnósticas entendieron a la perfección esta transmutación de valores. Filósofos itinerantes, libertinos, disolutos, pneumáticos, adoradores del esperma, las serpientes, la sodomía, numerólogos del sexo, licenciosos, los gnósticos, instaurados más allá del bien y del mal, insiste Onfray (El cristianismo hedonista), dejaban a sus discípulos escoger entre las opciones encráticas y las licenciosas: hay que amar al prójimo, pero en la cama.
Lo que en realidad molesta de la pornografía es su carácter transgresor: ¿Que la moral, la religión o la sociedad establecen la mesura, la monogamia, la fidelidad como valores? Entonces viva la orgía, la fiesta, la histeria báquica: ahí reside la incómoda transgresión de la pornografía, una inversión de los valores establecidos.
Había grupos entre los gnósticos que practicaban el sexo con soltura matemática, invitando a sus discípulos a extraer su esperma trescientas sesenta y cinco veces en el curso de trescientos sesenta y cinco uniones con trescientas sesenta y cinco mujeres diferentes. Otros, como los barbelognósticos, celebraban espermatofagias: el esperma es el anuncio del cuerpo de Cristo, por lo tanto de él comulgan los discípulos, verdadero eructo de goce y desenfreno. No hay que olvidar cuán contemporánea es la producción gnóstica del cristianismo. Según el autor francés, se puede decir que “el cristianismo es una gnosis que ha triunfado”.
Siffredi, capaz de mantener una erección durante ocho horas, eyaculando cincuenta veces al mes, bien podría devenir iluminado gnóstico a la manera de Basilio o Epifanio: su orgía invita a la sensualidad, la voluptuosidad sin límites, al desenfreno, a vaciar, vaciarse, prodigar, prodigarse y lo mismo representa eyacular en la boca de bellas actrices. Hasta qué punto el inocuo actor porno puede transgredir e incomodar conciencias.
El autor se hace acariciar el pajarito
Para comprobar si, como sostienen los antiguos heresiarcas de Uqbar, todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare son William Shakespeare, si todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre, el autor llamó a su compañera con la intención fija de montar un numerito al estilo Siffredi.
—Querida M. de F., loba mía —dijo—, le ruego me haga el favor de llamar a esa doncella amiga suya. Mi objetivo consiste en que podamos divertirnos los tres amando las ciencias del pecado. Verá usted, al copular lo que se hace es especular, suponer, inventar, idealizar sobre cualquier cosa que no se encuentra ahí, algo que se escapa, incorpóreo, volátil. Al yacer en este lecho a su lado, pretendo darle continuidad a esa idea, crear ficción mediante el coito.
—¡Oh, ya lo veo! —M. de F. seguía con gran esfuerzo el extravagante discurso de aquel individuo inaudito. Sin embargo, escuchaba dócilmente.
—Según Le Dictionnaire Érotique establecido por Richard Ramsay, escribir equivale a “traducir, de una voz fuerte y emocionada, en una lengua generalmente onomatopéyica, las sensaciones de placer creadas por la fornicación, el enculamiento, la masturbación, la felación, el cunnilingus o el annilingus”. El generoso compendio ofrece, además, un ejemplo tomado de las liberales páginas de Restif de la Bretonne: “Una vez preparada por la lengua de Conette, exclamó: ¡Ha…! ¡ah… ¡oh!… ¡uh… uh! ¡ay…! ¡Me vengo!” En otras palabras, querida, a través del éxtasis cegador que la cópula nos ha de proporcionar, pretendo concebir páginas y páginas de infalible literatura. ¿No es cierto que un hombre que no sabe qué hacer con la mujer que reposa voluptuosamente en su lecho tampoco puede escribir? ¿Se da usted cuenta?
—Si usted quiere, puedo acariciarle el pajarito —contestó la bella M. de F. que, con decisión y sin esperar respuesta, sacó dulcemente el pito de su reducto, comenzó a acariciarlo e inundó con sus tetas el rostro del mortificado prosista.
De tal suerte daba inicio la quimera literaria y filosófica. Una vez la tercia completa, los sollozos y el frenesí crecieron. Mientras el desaforado autor leía a voz alta poemas lujuriosos de Baffo y procuraba placer coital a la cándida M. de F., complacía a la dócil doncella con su única mano libre, agitándola entre sus piernas. Apenas retiraba el tipo su mojado pito del amoroso escondite, cuando otra boca lo requería al grito de “Ahora me toca a mí”. El autor hacía muestra de gran templanza y fortaleza a pesar de la rabia y el arrebato con que se le exigía. Mientras la chupadora sorbía furiosamente, la otra, que había metido su cabeza entre sus muslos, se retorcía de deseo y voluptuosidad mostrando su hermoso culo al aire. Todo parecía encaminarse al éxito literario cuando se sucedió el siguiente diálogo especialmente sucinto:
—Habíamos acordado que él siempre me cogería por detrás…
—Seamos razonables… usted no quería que le diera mi gatita.
—¡Naturamente! No quiero poner la lengua donde metió su verga.
—Pero tampoco quiere que le dé mi boca.
—¡Ah, sucia putita! ¿Cree usted que quiero frotar mi culo sobre sus labios sabiendo que están emponzoñados por ese asqueroso olor a cabra y coño caliente? ¡Nada más eso me faltaba!
—Usted quiere que le den por el culo, ¿es eso? Pues que le den, pero antes, se lo aseguro, ¡yo le voy a dar por el culo, ahora mismo, con mi consolador nuevo!
—¡Oh, me hará mal!
—¡Abra las nalgas!
En el momento de languidez filosófica que sobreviene al acoplamiento sexual, el connato de escritor recuerda: ¡Ah, qué noches! Vaya labor titánica: hacerse uno con las fuerzas elementales. No cabe duda que humanizarse es hacerse inmoral. ®