El tiempo pasó y el misterioso sueño del visitante fue ocurriendo con menos frecuencia, hasta que pareció disolverse en la nada.
Todas los días, al ir cayendo la oscuridad, iba creciendo en mí la angustia de dormir sola y tarde con tarde, mientras mi hermana mayor todavía estaba jugando en el patio, la perseguía para preguntarle si esa noche dormiría conmigo.
Además de rogarle, debía estar dispuesta a obedecer sus demandas. Hice sus tareas escolares y cumplí con infinidad de caprichos a cambio de protección.
Nunca se me ocurrió pensar que si en un cuarto sólo hay dos camas y duermen tres niñas, obligadamente dos tienen que compartir una cama. Mi comprensión de los espacios y de la aritmética en esos tiempos era definitivamente rudimentaria.
Mi lugar era junto a la pared, tenía que colocar la espalda contra ella. Por alguna razón tenía la impresión de que a la parte posterior de mi cuerpo le faltaban ojos, por lo tanto no tenía protección y la pared era el refugio más seguro contra cualquier amenaza. Tampoco pasaba por mi mente que si alguien me quisiera atacar por la noche, era tan pequeña y delgada que podría hacer con mi cuerpo lo que quisiera. Me contentaba con imaginar que tenía una pared de ladrillos adosada a la espalda y, por el otro lado, el cuerpo de mi hermana, que era más fuerte que el mío.
Una vez que había resuelto el dilema vespertino dormía como una roca. No había poder humano que me despertara, podría pasar un tren por el patio al lado de nuestra ventana y yo seguiría profundamente dormida.
Por unos minutos el miedo se fue, para volver a aparecer con la misma o más intensidad cuando tuve que apagarla. Temblando lo hice, y ya me encaminaba hacia la puerta de mi cuarto cuando sentí el aliento de alguien muy cerca de mi oído…
Sin embargo, una noche me desperté con la urgencia de orinar. El miedo a levantarme a mitad de la noche me hizo sudar profusamente. Traté de esperar hasta que amaneciera, pero era demasiado temprano. No tuve más remedio que reunir todas mis fuerzas para gatear hasta la orilla de la cama, ponerme de pie y a tientas en la oscuridad caminar hasta la puerta y luego al baño que se encontraba al lado del cuarto. Una vez allí prendí la luz. Por unos minutos el miedo se fue, para volver a aparecer con la misma o más intensidad cuando tuve que apagarla. Temblando lo hice, y ya me encaminaba hacia la puerta de mi cuarto cuando sentí el aliento de alguien muy cerca de mi oído, en el cuello.
Sólo escuché mi propio aullido de terror al tiempo que brinqué hacia mi cama como si fuera un payaso de ésos que saltan de las cajas de regalo que sirven para asustar. Toda mi familia despertó y entre sollozos les expliqué que el diablo se me había acercado en la oscuridad y me había respirado cerca del cuello, susurrando algo en mi oído. No hubo poder humano que me convenciera de que sólo había sido mi imaginación, que no existía ningún diablo, que eran puros cuentos que les dicen a los niños en las clases de catecismo para asustarlos. Que estaba segura y protegida y no debería volver a sentir miedo a nada, mucho menos al diablo, porque no existe.
Tenía tanta necesidad de creer esos argumentos que mi madre me daba; sin embargo, durante años seguí presa de terrores nocturnos, acompañados de una pesadilla en particular que se repetía.
Soñaba que estaba acostada en mi cama y de repente miraba cómo se filtraba una rendija de luz por la puerta que se abría silenciosamente, dejando entrar la luminosidad del pasillo. La noción de que la puerta se abría era acompañada por el recuerdo de haber escuchado, justo antes de abrir los ojos, unos pasos que se acercaban a la habitación por el corredor. Acto seguido, volvía a cerrar los ojos y sentía que alguien se sentaba a mi lado en la cama. Podía percibir con toda claridad el hundimiento del colchón debido al peso de quien acababa de llegar. A nadie le conté lo que soñaba, solamente despertaba paralizada y me cubría con las cobijas hasta la cabeza. Aguzaba el oído para ver si escuchaba algo. Lo único que sucedía era que seguía sintiendo la cama hundida en el lugar del visitante. Podían pasar quince interminables minutos completamente paralizada, hasta que lentamente con el pie me atrevía a verificar si de verdad alguien estaba sentado allí. Al no topar con ningún bulto me animaba a sacar la cabeza de las cobijas para extender el brazo y prender la luz, cuyo apagador sentía que estaba a kilómetros de distancia de mi cama.
Eran los tiempos en que ya dormía sola en una habitación con dos camas. En la otra se encontraba mi hermana menor, que se enojaba siempre porque a medianoche la despertaba y para colmo me iba a dormir con ella en el espacio reducido de una cama individual.
Mi mamá atribuyó estos comportamientos a una debilidad de carácter que había mostrado desde que nací. Decía que fui una criatura endeble y temerosa, que no soportaba separarme de ella. Con frecuencia esto la exasperaba tanto que de plano me tenía que gritar “¡Ya me tienes harta, quítate de mi vista!”, para que la dejara en paz. Yo solamente lloraba y me quedaba sentada en el machuelo que daba al patio con la mirada perdida. Si tan sólo pudiera no ser yo misma y borrar esta vida como si hubiera sido un ensayo que salió mal. No importaba cuánto deseara no ser yo misma, siempre volví a despertar atada a mí. Nunca nadie descifró mi comportamiento, nunca dejé de sentir que hubiera sido preferible no estar aquí.
El tiempo pasó y el misterioso sueño del visitante fue ocurriendo con menos frecuencia, hasta que pareció disolverse en la nada.
Dos años después de la muerte de mi padre, cuando estaba embarazada de mi primera y única hija, reapareció como un chispazo. Emergió en mi conciencia como flotan los muertos que llevan mucho tiempo ahogados. Me ví a mí misma durmiendo en la cama, mi conciencia flotaba en una esquina del techo del cuarto que compartía con mis hermanas, encima de mi pequeño cuerpo dormido junto a la pared. Entraba tímida la luz de la luna. Eran alrededor de las tres de la mañana, no sé cómo lo supe, sólo acepté esa voz que escuchaba en mi interior: “Son las tres de la mañana y ya se levantó tu papá para venir a visitarlas —dijo la voz calmadamente—. Viene por lo menos tres veces por semana… ®