El voto es libre y secreto

Un día antes los levantaron a patadas. Uriel se lo tomó tranquilo, pero Roberto se encabronó. El que los despertó les dijo muy sardónico que era mejor que supieran lo que era recibir una bola de putazos. Para saber lo que se siente, pinches carniceros.

Ellos junto con otros ocho cabrones vivían en la misma casa. Una casa muy mona, con exteriores bien confeccionados, balcones, relieves, arcos y lindos punteros decorados con estuco y pintura acrílica. Adentro era la pocilga. Diez hombres durmiendo donde podían, en tres recámaras, una sala, una cocina y dos baños. Había cajas de pizza, botellas de cerveza y ropa hedionda por donde sea. Cuando Roberto se metió al baño a cagar halló una canastilla vacía de pollo frito. Defecó, se lavó la cara y saboreó el pollo empanizado del coronel Sanders.

Luego él y Uriel salieron de la casa y se hicieron pendejos durante toda la tarde, hasta la noche, cuando fueron al bar Las Glorias, a levantar a un fulano que tomaba en el lugar. Roberto se sentó a su lado y le dijo sin más que se fuera con él para no tener que partirle la madre enfrente de las putas y los meseros. Quién sabe quién era el tipo, pero se levantó con muchos huevos y se encaminó a la salida. Ahí enseguida estaba la camioneta vieja con Uriel al volante. Ándale, súbete hijo de la chingada, le dijeron.

Anduvieron los tres juntos en la camioneta, primero fueron a la colonia Los Lagos a recoger una cámara, luego se detuvieron en una tienda y compraron cerveza. Le dieron dos latas de una sola vez al amigo y manejaron con música de Alfredo Ríos en el estereo. Si alguien comentó algo, fue respecto a la música: este desmadrito me gusta. Aunque también hablaron sobre corridos viejos, sobre los cuarenta y tantos años que tienen Los Tigres del Norte tocando. Uriel quizá dijo que en vivo cantaban de la verga. Pero ya borracho importa poco como canten. El pasajero asintió siempre y a veces le daba tragos a su cerveza.

Eventualmente llegaron a una casa en la colonia El Rubí. Sin necesidad de llaves abrieron la puerta y entraron. Le dijeron al tipo que no había nada que hablar, Roberto sacó su pistola para aclarar el dicho. El hombre agachó la cabeza y comenzó a temblar, o quizá comenzó a padecer una secuencia de estremecimientos. Qué no se te arrugue el culo, amigo, le dijo Uriel. Hubo un silencio en absoluto incómodo, casi ceremonial entre los tres, y Uriel acercó una silla que sacó de las penumbras. El foco de cuarenta watts apenas iluminaba el enorme sótano, cuyas esquinas parecían esconder todo lo que debe tener una casa, todo el mobiliario que debe tener un casa. Le dijeron: siéntate, y se sentó.

Lo enredaron y sujetaron a la silla metálica con cable de fibra óptica. Cada vez que necesitaban acomodarle los brazos o las piernas, le daban de palmas en el occipucio o en la frente, y el hombre lo entendía sin necesidad de ordenes o indicaciones precisas. Con el escenario dispuesto, Uriel montó la cámara de video en el tripié, la encendió, abrió el zoom al máximo, y Roberto sacó un bat de beisbol de una de las esquinas que no aparecían en cuadro, lo recargó en uno de los muslos del hombre. Bueno, esto ya te lo sabes, hasta aquí llegó tu corrido, amigo.

Me fastidia hacer filas, murmuró el de enfrente y Roberto le respondió con los hombros; me enferma por completo todo esto, que compliquen algo como votar, agregó su vecino. Roberto arqueó la boca y alzó los hombros otra vez. Que chingue a su madre todo el instituto electoral, remató el otro.

Roberto lo apaleó hasta que dejó de moverse. Luego lo desataron, lo echaron al piso y de otro punto fuera de ángulo sacaron una hacha para descuartizarlo. Todo quedó en video.

Al día siguiente los volvieron a levantar a patadas. Roberto comenzaba a odiar a su jefe. Dice el jefe que vayan a votar por fulano de tal, cuando regresen suben el video al internet, les dijo.

Uriel era de la ciudad y se fue a la casilla que le correspondía, en la colonia Hípica. Roberto tuvo que atravesar la urbe para llegar a la casilla de foráneos. La fila era larga y estaba desvelado. La mano derecha aún le dolía por el esfuerzo de ayer. Batear y descuartizar con la diestra es una verdadera chinga, pensó, y se sacó la cartera para sacar su credencial electoral. La fotografía era de hace cinco años, cuando tenía diecinueve. Era más delgado antes, sí, pero también estaba muy lejos de su lugar de origen y todos los que estaban formados también parecían de otro lado, como invitados venidos de lejos que visten inapropiadamente para una boda. Enfrente suyo había un treintón que parecía sospechoso, pero vaya, también él se veía sospechoso. Una fila de sospechosos del sistema electoral.

Me fastidia hacer filas, murmuró el de enfrente y Roberto le respondió con los hombros; me enferma por completo todo esto, que compliquen algo como votar, agregó su vecino. Roberto arqueó la boca y alzó los hombros otra vez. Que chingue a su madre todo el instituto electoral, remató el otro. Que chingue a su madre, repitió él, y se quedaron callados. Habían enfrente de ellos unas treinta personas. Su vecino alzó el brazo y con el dedo señaló la mesa de los funcionarios electorales: pero mira que triada de huevones.

Había sol. Y unos árboles alrededor. Era un parque seco, con polvo en las orillas de la banqueta y banderines discretos del instituto electoral. El de enfrente volvió a quejarse: los árboles sirven para pura chingada, ni para adorno me gustan.

Nada funciona en este pinche país, dijo su vecino.

Roberto contempló los árboles, que en realidad parecían arbustos degenerados, árboles mutantes que a lo mejor jamás crecerían y se quedarían enanos e inútiles, incapaces de dar sombra. Alrededor de ellos había solamente tierra, zacate viejo y descolorido, como toda la bola de pendejos que hacen fila aquí, murmuró. Luego comenzó a hablar con su vecino sobre los árboles de lima, de los framboyanes de las avenidas de su ciudad. De dónde eres,le preguntó el de enfrente. Cuando le respondió, el otro le dijo que lo más divertido de ese lugar era cruzar a la zona libre de impuestos en Belice. Ahí se compra alcohol baratísimo, dijo; ahí me halle un ron de Nicaragua a ochenta pesos el litro; este puto país debería hacer lo mismo ¿sabes que es más caro comprar vino mexicano que vino chileno?

A mi me gusta el whisky y la cerveza, amigo, le respondió. El otro dijo que si, o quizá dijo que estaba bien. Aunque para Roberto fue como si hubiera dicho nada. Como si se hubiera quejado otra vez de los árboles, de la pereza de los funcionarios electorales o sobre la obesidad de los que hacían fila. Lo que le hizo poner atención fue cuando el tipo le preguntó a rajatabla, sin más, por quién iba a votar: ¿a quién le vas a dar tu voto, amigo?

Alzó los hombros y le dijo la verdad. El otro puso jeta de ofendido. Pero cómo, le preguntó. Bueno, pues así son las cosas. Su vecino meneó la cabeza con mucha solemnidad: muy mal, amigo.

Luego comenzó con una prolongada retahíla de pendejadas. Le habló del otro candidato. De su propuesta económica, de la necesidad de transformar el país a través de la participación ciudadana, de la abolición de los privilegios, del combate a la delincuencia a través de la educación y la creación de empleos, y sobre todo, del cambio. Del cambio que todos los candidatos pregonan, pero uno todavía mejor, aseguró.

Tanto habló el hombre que toda la treintena votó pronto, y al final también él votó y se largó de ahí.

Al día siguiente lo volvieron a despertar a patadas. El hijo de puta de su jefe le preguntó: votaste por quien te dije. Sí, sí voté por quien me dijiste, cabrón, pero ya cámbiale a lo tuyo y deja de despertarme a patadas.

Luego se levantó a contemplar cómo Uriel cargaba el video. Les tomó dos horas subirlo a YouTube. ®

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Publicado en: Junio 2012, Narrativa

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