En estos tiempos aciagos, en medio de shows mañaneros mezcla de homilía y programa televisivo de entretenimiento, con bochornosas metidas de pata y despropósitos incluidos, los cansinos eslóganes y la incontinencia verbal de un personaje mitad predicador y mitad merolico se convierten de inmediato en elementos de teoría para sus seguidores.
Así va el mundo. Muchos adquieren opinión de doctos no por lo que efectivamente saben, sino por el concepto que forma de ellos la ignorancia de los demás.
—Molière1
1. La relación escritor–lector no es unívoca ni de una sola vía. Entre ambos extremos debiese mediar la inteligencia y la vocación crítica. Por desgracia, eso es más la excepción que la norma. A menudo el escritor se apoltrona en el nombre —no siempre ganado por méritos propios— y escribe “a lo que saliere”, como hacía aquel pintor de Úbeda mencionado en dos ocasiones por el Quijote. Y a menudo también el lector se doblega ante la fama o simplemente la longitud de la trayectoria del escritor; o peor aún: ambos se partidizan y el uno lee y el otro escribe a través de la simpatía o la antipatía —y algunos también, hay que decirlo, aposentados sobre la conveniencia y el interés— y festejan todo o todo lo vituperan, según el caso, a partir siempre de opiniones y conclusiones preestablecidas.
2. Al igual que Jano, escribir es un acto bifronte: íntimo y solitario, al mismo tiempo se hace siempre pensando en el otro. No se escribe sino para someter lo escrito, tarde o temprano, a la mirada ajena. Si esto era cierto en los tiempos previos a la imprenta, lo es con evidencia infinitamente mayor en los de la comunicación moderna, cuando la edición cibernética acorta el lapso que separa al ego de la escritura del alter de la lectura.
3. Escribir para el otro significa ahora escribir para ser publicado, y esta certeza entre “el producto” y su exposición pública, siendo un privilegio para quienes cuentan con esa posibilidad, supone también riesgos. Como el narcisismo que conduce a dar prioridad a la forma sobre el contenido, cuando los adornos vacuos —ya del lirismo, ya del culteranismo— obliteran la sustancia del texto en beneficio de un preciosismo que, si no está sustentado en el talento, más parece una botarga. La inmediatez entre el producto y su consumo, por su parte, alienta otra clase de peligros: artículos de opinión escritos al tuntún que pretenden ser análisis políticos o de cualquier otra clase; ensayos, e incluso libros, que apenas alcanzan a ser recopilación de frases ajenas y profusión de lugares comunes, y un largo etcétera.
La proliferación de vicios escriturales y frases hechas que han logrado colarse, a golpe de repetición, en la cotidianidad periodística y en la cultura común. Surgen o resurgen y se ponen de moda conceptos que se banalizan a fuerza de manosearlos, que pocos entienden pero que todos repiten: Estado fallido, poderes fácticos, política neoliberal, sociedad civil…
4. Sobrevolando este panorama hay cosas más elementales y por ello mismo más expuestas: el gazapo, ese duende inasible y eviterno que atormenta tanto a escritores como a redactores; la cita falsa o de autor equívoco o equivocado; el asesinato de la gramática y de la sintaxis. La proliferación, en fin, de vicios escriturales y frases hechas que han logrado colarse, a golpe de repetición, en la cotidianidad periodística y en la cultura común. Surgen o resurgen y se ponen de moda conceptos que se banalizan a fuerza de manosearlos, que pocos entienden pero que todos repiten: Estado fallido, poderes fácticos, política neoliberal, sociedad civil…
5. Pongamos las cosas en claro: el lenguaje, particularmente su cristalización escrita, se rige por convenciones. Dejando a un lado el origen, la formación y diferenciación de los distintos idiomas, existen reglas universalmente asumidas que sirven como punto de referencia, espejo–árbitro y marco, digamos legal, de la escritura.
Es verdad que tales referencias, como todo, tampoco son inmunes a la historia: se desarrollan, se modifican y mueren cuando les llega la hora. Verdad es también que hay más de un juez calificador, y que a menudo no coinciden entre ellos. Existen, además, la presión de los usos y costumbres popular–nacionales, las exigencias del lenguaje especializado y la siempre bienvenida creatividad individual; todo ello genera periódicamente neologismos.
6. Para ilustrar las complejas relaciones entre mente, pensamiento, lenguaje y cultura, Douglas R. Hofstadter2 echó mano de un curioso y disparatado poema del autor de Alicia en el país de las maravillas. Yo no me meteré en semejantes honduras puesto que mi propósito es mucho más simple. Si bien algunos pueden permitirse toda clase de libertades y extravagancias —como Carroll y ciertos autores de los géneros fantástico y cientificticio, que han llegado incluso a elaborar parcialmente idiomas y culturas para sus personajes y entornos—, lo hacen deliberadamente.
7. La tragicomedia aparece cuando el lenguaje es retorcido sin tener conciencia de ello, con giros insólitos, frases de loro y significados estrafalarios de términos comunes. Se retoman expresiones idiomáticas ajenas en una castellanización tan forzada como estulta, o se repiten palabras que se escucharon o leyeron por ahí, porque suenan bonito. Hace años, por ejemplo, leí a una funcionaria michoacana decir tan oronda que para cerrar un tiradero de basura era necesario “aperturar” otro.
Por alguna razón inescrutable son los políticos los más prolíficos productores de estas extravagancias; quizá por ser verborreicos y de caletre no del todo bien nutrido. Y si se atiende al requisito de la falsedad, que también los define, aparece de inmediato la cursilería hueca, quizá la forma más desternillante de la demagogia e independiente de los supuestos matices ideológicos: “Amar a Nuevo León”, “Ya no me pertenezco, soy del pueblo”…
Se retoman expresiones idiomáticas ajenas en una castellanización tan forzada como estulta, o se repiten palabras que se escucharon o leyeron por ahí, porque suenan bonito. Hace años, por ejemplo, leí a una funcionaria michoacana decir tan oronda que para cerrar un tiradero de basura era necesario “aperturar” otro.
8. Al oficio y ejercicio de la escritura atañen no sólo la gramática —tan voluble ella— y la sintaxis, para vulnerar a la cual muchos acuden a la coartada del “estilo”. Y están también las muletillas. El “de alguna manera” es como los tics nerviosos: se escapa en automático y sin tener conciencia de ello. En el peor de los casos, cuando se lo esgrime a propósito, no es más que un intento de exornar una carencia; sabes lo que dices o no, y si no lo sabes, no lo digas. Aunque hay quienes se especializan en decir con cándida suficiencia lo que saben con insuficiencia.
9. Benito Jerónimo Feijoo, en el prólogo al tomo IV de su Teatro crítico universal publicado en 1730, enunció algo que debiese ser una obviedad: “la grandeza y pequeñez de un escritor no se debe medir por el tamaño del objeto de que trata, sino por el modo con que lo trata”. Así, hay quienes escriben sobre menudencias con prosa impecable. Otros sajan la escritura aunque se ocupen de asuntos trascendentales.
Los millones de cuartillas que se producen cada día testifican la dificultad de lograr el equilibrio. Uno puede leer decenas de libros, periódicos y revistas, centenares de notas, artículos y ensayos, e independientemente de los objetos o materias de que ellos traten, encontrará que en muchos, demasiados casos, es la escritura lo que hace más agua que un barco torpedeado. Con frecuencia se trata de minucias, se dirá, pero de minucia en minucia se construyen adefesios y se degrada un oficio que, como el del historiador, carece de copyright.
10. Para aprender a andar en bicicleta o a conducir un vehículo no valen las clases teóricas, exactamente lo mismo que con la escritura. Saber de memoria todos los preceptos y conceptos gramaticales, las reglas de uso de verbos, sustantivos, adjetivos y adverbios; las formas de infinitivo, participio y gerundio; la diferenciación entre el indicativo y el subjuntivo; qué son la sinécdoque, la metonimia, la sinestesia y todo lo demás, jamás ha producido, que yo sepa, un buen escritor.
11. Para “escribir bien” no hay de otra que ponerse a la labor y escribir y escribir y escribir; y leer, leer mucho y a buenos escritores. Todo ello, claro está, sobre el requisito de eso que sólo natura puede dar y ninguna universidad prestar. Y sin embargo “escribir bien” no garantiza en automático que lo que se escriba posea coherencia y solidez, muchas veces ni siquiera fundamento. Se puede escribir formalmente bien, con medianía o excelsitud y aun así decir tonterías. También lo contrario. Pongo por ejemplo a la escuela dellavolpiana del marxismo italiano: en la cauda de su fundador epónimo, Galvano Della Volpe, algunos de sus miembros ofrecen dificultades estilísticas nacidas de una sintaxis estruendosamente chirriante, que obliga a leer varias veces algunos pasajes. Ello no obstante, la potencia y profundidad de sus aportes estuvieron siempre fuera de toda duda. Es también el caso de Hegel, pensador profundo como el que más, a quien según alguien que escapa a mi tenue memoria había que leer con los dientes apretados.
Saber de memoria todos los preceptos y conceptos gramaticales, las reglas de uso de verbos, sustantivos, adjetivos y adverbios; las formas de infinitivo, participio y gerundio; la diferenciación entre el indicativo y el subjuntivo; qué son la sinécdoque, la metonimia, la sinestesia y todo lo demás, jamás ha producido, que yo sepa, un buen escritor.
12. Lichtenberg, santo patrono de los desalmados, decía que no entender es razón más que suficiente para dudar, si bien hay siempre quienes “intentan revertir la frase y pretenden que sus escritos no se entienden porque uno los pone en duda”. Algo puede ser ininteligible sólo por dos razones: porque las luces no le alcanzan al lector o al oyente, o porque el que escribe o perora —de pretensiones largas pero de luces también exiguas— no se da a entender o de plano no sabe lo que dice o escribe.
13. Un ejemplo ilustre del primer caso lo constituye el Teorema de Gödel, reproducido en el libro de Hofstadter ya citado: “A cada clase k w–consistente y recursiva de formulae corresponden signos de clase r recursivos, de tal modo que ni v Gen r ni Neg (v Gen r) pertenecen a Flg (k) (donde v es la variante libre de r)”.
Hofstadter dice que el artículo que contiene el teorema fue redactado en alemán, y que quizá al lector le parezca que sigue estando en alemán; a mí me pareció que estaba escrito en sánscrito. Pero para incurrir en deslices podológicos, vulgarmente mejor conocidos como metidas de pata, no es necesario incursionar en tan altos niveles del intelecto: el relativamente nuevo terreno de la opinología es más que suficiente. Dado que la opinión se supone libre, nada impide a alguien discursear sobre lo que sea, a menudo con una audacia que Danton envidiaría.
14. En cuanto a la historia, pongamos por caso, si el rigor historiográfico y la precisión de las fuentes han quedado cancelados y sustituidos “por la sensibilidad” del “investigador”, convirtamos toda historia en poesía o novela y dejémonos de zacapelas inútiles.
Quizá en el futuro existan historiadores sensibles que atribuyan frases célebres de Vicente Fox a López Obrador o a la inversa, o textos de Enrique Krauze a Noroña, y haya también quien los justifique apelando a “la sensibilidad”. ¿Qué más da, si la historia, como en la canción, es una tómbola? A despecho del Quijote, para quien “los historiadores que de mentiras se valen habían de ser quemados, como los que hacen moneda falsa”, fabriquemos precisamente moneda falsa, historias a contentillo de “los sensibles” y que cada quien haga con su cola un papalote.
15. A la vista de la palabrería de los políticos y de una porción mayoritaria de los opinantes con acceso a la prensa, el aserto de que las palabras no tienen sentidos sino únicamente empleos adquiere un carácter axiomático, y a la vez una carne que nada tiene que ver con la semántica pero sí con los asuntos de la ética y los del simple sentido común.
Sus artículos y declaraciones, independientemente del signo ideológico al que digan pertenecer, además de redundantes se componen de frases hechas. Todo en ellos es vacuidad, vaguedad y demagogia. Las palabras carecen de significado y cuando lo poseen denotan lo contrario de lo que a la letra dicen. Como en un juego de espejos distorsionados en el que nada es lo que parece, estamos ante una Babel minuciosamente construida en la que para entender es necesario atender no al discurso, sino a las intenciones y motivaciones del discurso. Los conceptos mismos pierden su dignidad y se transforman en simples palabras y en palabras simples.
16. En estos tiempos aciagos para el pensamiento independiente —y no es que antes haya abundado—, en medio de shows mañaneros mezcla de homilía y programa televisivo de entretenimiento en los cuales el Líder Único hace las veces de Raúl Velasco, con bochornosas metidas de pata y despropósitos incluidos; con un gobierno sumido en el pasmo ante la inacabable y cotidiana violencia desembozada del crimen organizado; en tales tiempos, digo, los cansinos eslóganes y la incontinencia verbal de un personaje mitad predicador y mitad merolico se convierten de inmediato en elementos de teoría para sus seguidores, individuos de pensamiento sumiso, ciegos ante todo el panorama y atentos únicamente a la palabra del hierofante. Entre ellos destaca la alusión al neoliberalismo (en cerrada disputa con la ritual invocación al pueblo), repetida para todos los propósitos a mañana, tarde y noche y obligada en cada declaración, cada artículo, tuit y carta a la redacción, tanto de ingenuos como de simuladores que de ese modo acatan, unos por candidez, los otros por quedar bien, cualquier ocurrencia del Gran Timonel.
El comercio con las necesidades ajenas, venga de donde venga, no tiene nombre ni tiene madre. Y menos si a los ricos no se les toca ni con el pétalo de un incremento de impuestos y solamente se ataca, de lengua, a algunos de sus palafreneros.
17. Dejando a un lado todo esto que muy pronto —cuando esa cosa llamada Morena termine de recorrer en tiempo récord el mismo camino que transitó el PRD— se convertirá en un cúmulo de anécdotas jocosas, y que seguramente muchos de los implicados negarán, como san Pedro, haberlas aplaudido y participado en ellas, lo cierto es que la repetición a tontas y a locas de un concepto termina por vaciarlo de contenido y lo convierte en estribillo.
Muchos nunca supieron lo que es el liberalismo, y con el mismo desenfado y la misma nesciencia peroran ahora sobre el nuevo. En el aspecto que aquí me interesa, uno y otro subsumen señaladamente al asistencialismo, que en palabras entendibles para todo mundo significa la abdicación del Estado a su responsabilidad en el crecimiento de la población depauperada. Los pobres son concebidos como víctimas necesitadas de asistencia, y en lugar de apuntar a la erradicación de la pobreza —pues se la considera también como un resultado natural e inevitable de la estructuración socioeconómica, tan “natural” como la concentración de la riqueza en unos pocos— se limitan, cuando algo hacen, a “aliviarla” con auténticas limosnas.3
18. No hace falta más que tener los ojos abiertos para darse cuenta de que no es la longanimidad lo que genera el asistencialismo, sino el espíritu y el cálculo del comerciante. De tal modo aquel se convierte en clientelismo y los necesitados se transforman en parroquianos, que son vistos y tratados como mercado cautivo y masa de maniobra electoral.
Pero el comercio con las necesidades ajenas, venga de donde venga, no tiene nombre ni tiene madre. Y menos si a los ricos no se les toca ni con el pétalo de un incremento de impuestos y solamente se ataca, de lengua, a algunos de sus palafreneros. O cuando al mismo tiempo se guarda un recatado y conveniente silencio acerca de la milagrosa conversión del neoliberal y salinista (horribile dictu) TLCAN, ahora T–MEC, en un tratado comercial —de inspiración trumpista, nada más y nada menos— de pronto benéfico para el país tan sólo porque no fue firmado por los improperados neoliberales, sino por los próceres de esa tomadura de pelo llamada cuarta transformación, héroes del pueblo y azote de los malvados.
Si todo eso es anti–neoliberalismo, que alguien apague la luz y nos vamos. ®
Notas
1. El médico a palos. Éste es el título más extendido en nuestro idioma, si bien se han usado también para esta comedia de Molière: El médico a su pesar, El médico a la fuerza y El médico por fuerza. Su título original, Le médecin malgré lui, acreditaría como más acertada la connotación expresa en la segunda de estas cuatro variantes. Más importante a señalar es el hecho de que en algunas ediciones del siglo XIX (dos publicadas en Valencia en 1815, por ejemplo, una en la Imprenta de Estévan y la otra en la de Ildefonso Mompié), dice “doctor” y no “doctos”. En todo lo demás reproducen la edición de Moratín, quien modificó, suprimió y sobre todo —para el asunto que aquí nos ocupa— añadió en su versión de 1814: él no sólo puso “doctos”, sino que en realidad elaboró e introdujo la frase completa en el texto de Molière; y fue así, al adquirir de ese modo un carácter general del que carece con el vocablo “doctor”, que se convirtió en frase célebre citable… pero no de Molière como todos creen, sino de Moratín.
2. Gödel, Escher, Bach: una eterna trenza dorada, México: Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, 1982. El poema se llama “Jabberwocky” y procede del primer capítulo de Alicia a través del espejo (1871). Desde entonces ha atormentado a traductores y generado numerosos intentos de explicación e interpretación. Me atrevería a decir que no hay dos traducciones iguales; de hecho, pueden compararse entre sí las existentes y resultan todas —si se prescinde de los plagios— absolutamente diferentes.
3. El expediente era ya antiguo en tiempos de Aristóteles, y nunca ha distinguido al “progresista” del neoliberal sino al demócrata del demagogo. Hace más de 2,300 años, con la obvia impronta de su época, este hombre era más “anti–neoliberal” que quienes ahora juran serlo: “[…] cuando hay recursos no se debe hacer lo que hacen actualmente los demagogos (reparten lo sobrante, y el pueblo, al mismo tiempo que recibe, ya tiene otra vez las mismas necesidades, pues este tipo de ayuda a los pobres es como el tonel agujereado). Pero el verdadero demócrata debe velar para que el pueblo no sea demasiado pobre, pues esto es la causa de que la democracia sea mala. Por tanto, hay que ingeniárselas para que se produzca una prosperidad duradera”. Véase Política, Madrid: Editorial Gredos, 1988, Libro VI, p. 383.