En busca del tiempo perdido narra la búsqueda de algo que desaparece constantemente y no podemos tocar ni medir con los relojes por más que nos empeñemos. Lo que hace Proust es simbolizar esta persecución no tanto a través del envejecimiento de los personajes y los objetos que éstos utilizan como centrándose en la infructuosa realización de sus amores.
Soy de los que piensan que En busca del tiempo perdido es una obra maestra. Un monumento literario imperdible en el que es conveniente sumergirse al menos una vez en la vida. Un baúl repleto de palabras que merecen ser tratadas como si fueran personas. Con sumo cuidado y sensibilidad. Saboreando cada uno de sus detalles. Dándose el tiempo necesario para entender los diferentes perfiles y matices que poseen. El problema es que esta tarea se ha realizado en tal grado que se ha corrido el riesgo de caer en la sobreprotección, provocando que seamos incapaces de valorar la obra con el mínimo rigor u objetividad, pues nadie desea hurgar en los posibles defectos y heridas que tenga. Por temor tal vez a ser devorado por el inmenso monstruo construido por Marcel Proust. Esa enorme masa de pensamientos, reflexiones e historias estructurados como una sinfonía impresionista. Una novela con tamaño de transatlántico y alma de poema que transita ajena a todo aquello que no sea su libre discurrir por los flujos y reflujos de la memoria.
No quiero yo ni siquiera concebir la idea de enfrentarme a ella. Pero tampoco me parece justo que no se admitan apuntes, detalles o ciertas objeciones y sensaciones que, de una u otra forma, ha producido la novela del escritor francés en su lectores. A mí, por ejemplo, como ya he dicho, la narración me parece monumental. Pero esto no es obstáculo para que confiese que, desde la tercera parte, El mundo de Guermantes, me entristece bastante. Hasta provocarme agobio y languidez. De hecho, cuando la leí a los 26 años casi acabé en una depresión. Quizás tanta melancolía y nostalgia, tanto suspiro y deseo alargado y demorado en el tiempo, toda esa historia de amores retardados, imposibles que nunca parecen concretarse, debilitó mi alma. Hace poco leí que Alejandro Jodorowsky tampoco gozaba con la obra de Proust. Sí, obviamente, en su calidad de testimonio literario pero no tanto en el aspecto emocional. Y no me sorprendí. Me pareció lógico. Ahora que lo pienso, si en vez de leer En busca del tiempo perdido hubiera realizado algún ritual, acto psicomágico o participado en una obra de teatro, tal vez me hubiera sentido mejor. Sin embargo, de ser así, tampoco hubiera cumplido mi deseo de leer el enorme relato. Y todavía estaría mirando anhelado la edición que me regaló mi tita Ana en mi vigésimo segundo cumpleaños.
En busca del tiempo perdido, como su propio nombre indica, narra la búsqueda de algo que desaparece constantemente y no podemos tocar ni medir con los relojes por más que nos empeñemos: el tiempo. Lo que hace Proust es simbolizar esta persecución no tanto —que también— a través del envejecimiento de los personajes y los objetos que éstos utilizan como centrándose en la infructuosa realización de sus amores. Esto es un detalle que me parece fascinante. Una de las lecturas que más me interesa del texto. Entender el sufrimiento y los celos de Swann como una metáfora de los sentimientos, cuitas y problemas del hombre en su particular relación con el tiempo. De hecho, disfruto mucho sustituyendo los nombres de las mujeres que reinan majestuosas junto a Odette en el mundo de Proust por la palabra tiempo. Porque pienso que es así como su propósito artístico cobra todo su sentido.
Nunca amamos, como podríamos pensar, algo fijo, sólido y resistente. Al contrario, adoramos algo que se escapa y nunca se nos da por entero condenándonos, como a muchos de los personajes de Proust, a la frustración, a la depresión.
En realidad, si somos conscientes, cuando besamos o abrazamos a alguien besamos y abrazamos tiempo. Siempre en constante movimiento. Por lo tanto nunca amamos, como podríamos pensar, algo fijo, sólido y resistente. Al contrario, adoramos algo que se escapa y nunca se nos da por entero condenándonos, como a muchos de los personajes de Proust, a la frustración, a la depresión. Razón que, me parece, explica bien algunos de los motivos por los cuales siempre que buceé entre las páginas de este libro me sentí luego compungido y abatido.
Sigilosa, sutilmente, casi de puntillas, el escritor francés me estaba guiando por los más intrincados pasadizos, a través de suntuosos salones, haciéndome recorrer los vericuetos más refinados de la pasión para decirme que la aventura de la vida, en definitivas cuentas, no servía de mucho. Y esto no era agradable. En absoluto. No puede serlo recibir un mensaje que subraya que vivir, respirar, es un constante alejamiento, un continuo aplazamiento, como ponía de manifiesto en el transcurso de la novela, la famosa sonata de Vinteuil. Una deliciosa melodía que todos los que hemos leído la obra hemos soñado en detener o enmarcar como si se tratara de un cuadro o los más bellos momentos de la existencia. Entrando, por tanto, en el juego de Proust. Teniendo en cuenta que esto es imposible. Puesto que la obra de arte también se encuentra gobernada y compuesta de tiempo y, como el ser humano, está condenada a irse, a no cristalizar perennemente, nunca. Ya que todo en la vida es caduco, breve y mortal. Desde las notas de una composición musical hasta las mismas palabras que ahora leemos. La cuales se evaden a medida que pasamos la vista por ellas. Ofreciéndonos más satisfacción en la medida en que las dejamos irse. Permitimos su huida. Que, en cierto modo, significa aceptar nuestra muerte. Saber que, como transmiten las enseñanzas budistas, es inútil apegarse a esta existencia y que nuestra tarea y misión es aprender a soltarnos. Fluir. No identificarnos con este yo, nuestro cuerpo, ni este tiempo que sólo serán eternos en la medida en que aspiremos como espíritus a fundirnos en el todo.
Es posible que a la obra de Proust le haya perjudicado una lectura demasiado occidental de sus características. Estamos demasiado acostumbrados aquí a la acción-reacción. Si alguien nos ofende, vemos la manera de vengarnos. Alguien nos alaba y tendemos a devolverle el elogio. Funcionamos, si nos fijamos, como máquinas. Previsiblemente. No somos capaces de observar la vida con ecuanimidad, como solicitan las doctrinas orientales. Simplemente observarla. Sin juicios. Ni buenos ni malos. Sin opiniones. Relajadamente. Comprendiendo que estamos de paso, tal vez flotando, descansando en un sauna, caminando o hablando sin darle excesiva importancia a nuestros actos. Observándolos como si fueran apenas masajes con los que ponemos a punto los músculos del cuerpo y el cerebro para lo realmente importante: la meditación.
A este respecto, una obra como En busca del tiempo perdido, que durante sus cientos de páginas revolotea, cual mariposa, por la sociedad de la Belle Époque deteniéndose sin pudor a describir con una exquisita minuciosidad sus rituales de encuentro, cortejos y reglas y normas sociales; que no tiene reparos en hablarnos de los platos, bandejas o recetas de comida que utilizan ni acerca de sus trajes y vestidos así como de cualquier gesto que pueda ofrecernos algún indicio sobre sus pasiones o secretos y, además, refiere, con toda la suavidad que le es posible, los detalles con que están decorados los palacios, casas, mansiones o locales donde se desarrolla su vida diaria, convendremos que deshace muchas de las expectativas y formas habituales de comunicación artística a las que estamos habituados. Pudiendo producir no sólo hartazgo sino esa melancolía estéril que crea acidez, esterilidad y sinsentido profundo en el lector que no logra sintonizar con lo narrado.
Si volviera a penetrar de nuevo en los mundos de Guermantes lo haría con otra actitud. Imaginaría que Proust es un escritor musulmán que desea hablarnos de la eternidad a través de las experiencias que tuvo con las personas que le fueron familiares.
Siempre he pensado que, dependiendo de la forma en que nos acerquemos a una obra de arte, ésta nos transmitirá una cosa u otra. Cuando yo era estudiante en la universidad, por ejemplo, se me atragantó la lectura de Las metamorfosis de Ovidio. Pero como en ese momento me encontraba yo fascinado por la figura de Albert Camus y su lúcida manera de introducir los mitos clásicos en sus narraciones, opté por ponerme en su lugar. De tal forma que cuando leía los textos del escritor latino lo hacía como si yo fuera el creador de Calígula, y Las metamorfosis no sólo terminó por resultarme interesante, llegó a impresionarme hasta tal punto que leí muchos de sus pasajes en variadas ocasiones saboreando la fuerza ancestral que latía detrás de todas sus imperecederas, indestructibles historias míticas.
Digo esto porque si volviera a penetrar de nuevo en los mundos de Guermantes lo haría con otra actitud. Imaginaría que Proust es un escritor musulmán que desea hablarnos de la eternidad a través de las experiencias que tuvo con las personas que le fueron familiares. Leería el texto ahora como el testimonio de un escritor arábigo acostumbrado a otra sociedad, a un distinto ritmo y sentido del tiempo; como si fuera un manuscrito legado por un hombre que no conoce la prisa. Aficionado a escuchar los sonidos del viento, observar cómo las hojas se desplazan y caen de los árboles y a indagar en los más variados detalles que podamos imaginar: los pliegues de la rebeca que visten las mujeres que lo rodean, los ingredientes con que se realiza una comida, la forma de pasear de los viandantes, etcétera…
Entendiendo el libro de esta forma, retirando el nombre de Marcel Proust de sus lomos e imaginando que ha sido escrito por un tal Abdel Alim, me parece que todo su contenido toma otro cariz. Nos aproxima a otra dimensión de éste y revela determinados secretos que, de alguna forma, se encontraban presentes en el texto original pero nuestra mentalidad occidental no nos ha permitido valorar debidamente, como es el caso de la más que importante influencia oriental. Responsable, por otro lado, de gran parte de los logros musicales de Claude Debussy así como de la corriente pictórica impresionista —con la que tantos puntos en común tiene la escritura de Proust— que, vía Delacroix, desarrolló gran parte de sus propuestas artísticas introduciéndose en ese evanecescente tejido arábigo, africano, que fascinara, a su vez, a Gustave Flaubert o Gerard de Nerval y tan presente se siente durante la lectura de En busca del tiempo perdido. Una tapiz novelesco que tal vez sería conveniente leer tumbados sobre una hamaca. Cada cierto tiempo. Sin prisa por querer terminarlo. Paladeando cada una de las sugerencias contenidas en una página. Permitiendo que algún rayo de sol deslumbre nuestra mirada. Y colocando allí donde el escritor francés habla de iglesias, calles o tiendas, las palabras mezquitas, desierto u oasis para profundizar más y mejor en sus lineamientos y enseñanzas. No pedirle algo que no nos puede dar. Y comprender que el tiempo que dedicamos a su lectura no tiene por qué ser activo. Al contrario. Será pasivo o no será. Puesto que tendremos que convertirnos en camellos o un reflejo transparente del agua para no caer abatidos por la lluvia de palabras semejantes a espejismos que se mecen como arañas en su interior. Lo que, de producirse, sería terrible. Fatal. Como comprendí cuando lo leí en mi primera juventud. Pues es gracias a nuestro no-hacer, practicando la pasividad y la postergación de nuestra voluntad que el libro se hace eco, despliega toda su tela de araña, envolviéndonos en su líquido esponjoso y acuático siendo capaz, finalmente, de abolir el tiempo. Recuperarlo. Y mostrarnos algunos de los rasgos del rostro de la eternidad. Shalam. ®
Rogelio Villarreal
Gracias por leer Cuarenta y 20, Carca, pero Fadanelli es muy superior a Proust.
brenda lozano aviadora
Solamente una obra maestra como «40 y 20» de Rogelio Villareal podria competir con la obra de Proust. XD