En defensa de Chamberlain

Gran Bretaña no estaba preparada para la guerra

El veredicto de Churchill es el que ha predominado: el hombre que aceptó la humillación por evitar la guerra, al final tuvo ambas.

Chamberlain y Hitler sellan el Pacto de Múnich en septiembre de 1938.

Cuando Stefan Zweig escribió sus célebres memorias, El mundo de ayer, entre 1939 y 1941, eran muchos los que recordaban la conferencia de Múnich como una capitulación humillante. Inglaterra y Francia habían cedido ante Hitler para evitar una guerra que de todas formas había terminado por estallar. Sin embargo, el novelista austríaco, para ser fiel a la verdad, se siente obligado a precisar que los británicos habían sido unánimes en aclamar el pacto con Hitler. Cualquier cosa parecía positiva si evitaba un conflicto armado.

Zweig, en el mismo libro, cuenta una escena reveladora. Cuando el entonces primer ministro, Neville Chamberlain, anunció que iba a reunirse con el Führer en Alemania la cámara prorrumpió en gritos y aplausos entusiastas. Para el escritor resultaba humanamente comprensible que los diputados perdieran los nervios. ¡Había una oportunidad para salvar la paz en Europa! Sin embargo, su reacción, desde el punto de vista político, suponía un paso en falso calamitoso:

Aquel arrebato representó un terrible error, pues con aquella alegría desbordada el Parlamento y el país habían revelado hasta qué punto aborrecían la guerra y estaban dispuestos a cualquier sacrificio, a renunciar a sus intereses y hasta a su prestigio por amor a la paz.

En aquel instante Chamberlain era el héroe del momento. A su regreso a Gran Bretaña se le recibió triunfalmente. Tuvo, incluso, el honor de saludar a la multitud desde el palacio de Buckingham, junto a la familia real. En un instante en que se dejó llevar por la emoción declaró que había conseguido “paz para nuestro tiempo”, palabras que después lamentaría. Pero, cuando se evaporó este primer momento de euforia, Múnich pasó a ser la paz por la cual todo el mundo estaba contento pero de la que nadie estaba orgulloso.

En septiembre de 1939, sin embargo, el prestigio del premier inglés se hundió tras la invasión nazi de Polonia. Todos sus esfuerzos habían fracasado. Desde entonces lo habitual es que los libros de historia le presenten como un cobarde, un ingenuo o las dos cosas. No habría sabido darse cuenta de que trataba con un dictador maniaco decidido a conquistar el mundo, un tirano que no respetaba la palabra dada. El veredicto de Churchill es el que ha predominado: el hombre que aceptó la humillación por evitar la guerra, al final tuvo ambas. Por eso, a principios del siglo XXI, cuando se hizo una cuesta entre historiadores y otros comentaristas sobre los primeros ministros de la centuria anterior, Chamberlain apareció clasificado como el segundo peor, sólo superado por Anthony Eden, el protagonista de la desastrosa intervención en Suez de 1956.

En septiembre de 1939, sin embargo, el prestigio del premier inglés se hundió tras la invasión nazi de Polonia. Todos sus esfuerzos habían fracasado. Desde entonces lo habitual es que los libros de historia le presenten como un cobarde, un ingenuo o las dos cosas.

En realidad, esta visión es injusta. No podemos juzgar a Chamberlain por lo que sabemos en la actualidad acerca del curso de los acontecimientos. Era comprensible que en las democracias de la época, tras el horror vivido en la Gran Guerra, con al menos diez millones de muertos, se quisiera evitar como fuera una nueva sangría.

El historiador Eric Hobsbawm señala cómo, en aquellas circunstancias, políticos británicos que no eran particularmente antifascistas o antialemanes no querían arriesgarse a intervenir en los asuntos de la Europa continental. Eso explica que Londres permitiera a Berlín apoderarse de Austria.

El Anschluss demostró a Chamberlain que Hitler sólo entendía un lenguaje, la fuerza. ¿Habría alguna forma de evitar que Checoslovaquia fuera también engullida por el Tercer Reich? Para el gobierno inglés éste era un problema muy diferente al austríaco porque, en esta ocasión, Berlín iba a anexionarse un territorio en el que la mayoría de la población no era étnicamente alemana. Además, para la sensibilidad británica, un Estado centroeuropeo era algo muy lejano. El propio Chamberlain manifestó su oposición a dar la cara por “países distantes de los que sabemos muy poco”. En una carta a su hermana el premier expuso que la guerra solamente estaba justificada en el caso de que existiera una posibilidad real de vencer en un tiempo razonable. Él no veía que eso fuera factible. Para el historiador Ian Kershaw “este deprimente reconocimiento de la impotencia británica era una descripción racional, aunque lamentable, de la situación desde el punto de vista de Inglaterra cuando empezó a asentarse el polvo tras la perturbación sísmica del Anschluss”.

Chamberlain no fue débil sino un estratega que actuó en función de una evaluación realista de los datos con los que contaba. Uno de sus principales biógrafos, Robert Self, señala que disponía de cartas limitadas y no, como dicen sus críticos, de una baraja imaginaria en la que todo fueran ases. Para ir a la guerra Gran Bretaña necesitaba la ayuda de Francia, algo con lo que no se podía contar. Los hechos demostraron que este pesimismo estaba justificado: el ejército galo presentó en 1940 una resistencia débil ante el invasor y fue vencido con rapidez.

Respecto a una posible ayuda de Estados Unidos el panorama era poco esperanzador. Roosevelt se movía aún dentro de una línea aislacionista. Todo daba a entender que los norteamericanos no tenían ningún interés por llevar a sus soldados a los campos de batalla europeos.

El entonces embajador estadounidense en Londres, Joseph P. Kennedy, padre del futuro presente de Estados Unidos, era uno de los más fervientes partidarios del apaciguamiento. Creía que los británicos, dijeran lo que dijeran sobre defender la libertad, estaban interesados sólo en una cosa: la defensa de su imperio. Dos meses después de iniciada la guerra, en noviembre de 1939, informó a Roosevelt de que los partidarios del apaciguamiento eran más de lo que parecía a primera vista:

No se confunda, en este país hay una corriente subterránea a favor de la paz (…). Aunque todos odian a Hitler, aún no quieren quedar vencidos económica, financiera, política y socialmente, y están comenzando a sospechar que ése será su destino si la guerra dura mucho tiempo.

Mientras tanto, JFK se dedicaba a escribir su tesina acerca del apaciguamiento, titulada “Contemporización en Múnich”. A su juicio Chamberlain no había sido un líder timorato ni un negociador incapaz. En realidad había hecho lo que tenía que hacer porque Gran Bretaña, en esos momentos, no estaba preparada para la guerra por no haberse rearmado. La cuestión de fondo, para el hijo del embajador, era la incapacidad de los sistemas democráticos a la hora de garantizar su propia defensa frente a las dictaduras. Finalmente, su trabajo se publicó con un título famoso, Por qué dormía Inglaterra, en referencia a un discurso de Churchill. Se convirtió rápidamente en un bestseller.

La polémica, en cualquier caso, dista de estar por completo cerrada actualmente. Es cierto que Gran Bretaña en 1938 no estaba aún preparada militarmente, pero los nazis tampoco estaban en condiciones de librar en esos momentos una guerra que hubiera sido prematura. Según un informe de su Ministerio de Hacienda desencadenar las hostilidades en esos momentos hubiera hundido la credibilidad del Reich en los mercados financieros, de forma que sus posibilidades de supervivencia a largo plazo se hubieran visto comprometidas.

Pero no tenía tiempo para lamentos. Aún era el primer ministro y estaba dispuesto a todo para alcanzar la victoria. Aunque sabía que no llegaría a disfrutar el triunfo —murió, en efecto, poco tiempo después— estaba seguro de que el país superaría aquella prueba.

A los británicos una cuestión que los obsesionaba mucho era la posibilidad de un bombardeo masivo contra Londres, la ciudad en la que se concentraban infraestructuras esenciales, como el puerto y el núcleo de la red ferroviaria, y una quinta parte de la población del país. Se temía que un ataque aéreo fuera imposible de repeler y tuviera consecuencias devastadoras. En los años sesenta el político Harold Macmillan confesó que, en 1938, sus compatriotas pensaban en la guerra desde el aire con un temor parecido al que entonces sentían por una confrontación atómica.

Determinados pronósticos favorecían el miedo colectivo. Se creía que, en la primera semana de un hipotético conflicto, se producirían 150 mil bajas. Este cálculo, en realidad, pecaba por su notable exageración. Como señaló el historiador David Reynolds el número total de víctimas en suelo británico, a lo largo de toda la guerra, quedó por debajo de esa cantidad.

A Chamberlain el fracaso de su política le supuso un durísimo golpe personal. Se sentía destrozado. Tras el estallido de la contienda reconoció en la Cámara de los comunes que todo aquello por lo que había trabajado, a lo largo de su vida pública, estaba arruinado. Pero no tenía tiempo para lamentos. Aún era el primer ministro y estaba dispuesto a todo para alcanzar la victoria. Aunque sabía que no llegaría a disfrutar el triunfo —murió, en efecto, poco tiempo después— estaba seguro de que el país superaría aquella prueba. Respecto de su polémico papel en Múnich no se arrepentía de nada. Había hecho lo que tenía que hacer porque una guerra, en 1938, hubiera significado una derrota segura. Al contemporizar había proporcionado a Gran Bretaña tiempo para preparar la contienda. Esperaba que, más tarde o más temprano, el veredicto de los historiadores le fuera favorable. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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