En tiempos de barbijos también está prohibido fumar en el único espacio que aún estaba libre: la calle. Hay sol. Camino hacia el kiosco.
Hay un kiosco a dos cuadras de mi departamento que vende puchos con tarjeta de débito. Fumar en cuarentena es un acto de resistencia contra la dictadura global de la higiene. Es sábado. Hay sol. Hace varios días que hay sol. Mis ojeras y las de mi hijo no dicen lo mismo. Hay sol que no entra, que no ingresa, que pasa inadvertido como un amigo lejano de otras épocas y sólo te saluda para probar si el canal aún funciona.
En tiempos de barbijos también está prohibido fumar en el único espacio que aún estaba libre: la calle. Hay sol. Camino hacia el kiosco. En eso, veo a tres seres humanos que están tratando de hacer arrancar un auto. Uno al volante, dos empujando. Ofrezco mi ayuda: ya somos cuatro. La calle tiene adoquines, y eso hace que la fuerza humana se potencie. Cuatro humanos empujando una máquina. En el primer intento fallamos. Ya cruzamos una calle, el auto blanco no arranca. Estoy agitado. ¿Cuánto tiempo hace que no empujo nada? Vamos de nuevo. Recorremos diez, veinte, treinta, cuarenta metros y el auto arranca. Los dos seres que empujaban conmigo corren bordeando el auto y se suben haciendo una pirueta, un equilibro para dominar la inercia. Me saludan, me agradecen, me sonríen. El auto se va y yo me voy un poco con ellos.
El cigarrillo no es buen amigo de la fuerza. Pero es la excusa para saber que, aun así, podemos empujar en el mismo sentido. ®