ENSAYO SOBRE LA MUERTE DE UN CERDO

Las primeras luces del amanecer tiñen de caramelo el vértice que se dibuja entre el mar y el cielo para despedir un olor  a cuero enmohecido y cierta textura pegajosa de la brisa que cae entre las palmeras transplantadas, como una alusión a esos cuadros vacuos de escenarios felizmente californianos. Ése es mi espectáculo matutino. Todas las mañanas me siento a esperar a que suene el teléfono para recibir indicaciones. Mi línea no está intervenida, ni siquiera debe estar registrada.

Tengo pocos meses en este lugar tan vulgarmente cotidiano. He aprendido los patrones-horarios y los movimientos de los vecinos que me rodean. Hacer chit-chat con las chicas de servicio no viene nada mal; despeja suspicacias sobre mi persona y así reconozco por quiénes estoy rodeada. Hace algunas semanas escuchaba tiros a unas casas de distancia: ese sonido familiar de fuego seco aunque las armas estén silenciadas. Viejo lobo de mar, apagué la televisión, nevermind, pensé. Y la policía apostada frente al ventanal de mi sala, varias veces al día. Los observaba y me sabía observada. Finalmente confiscaron la casa. Era molesto tener a la policía local metida tan cerca. Y todo por unos baratos secuestradores.

Suena finalmente ese maldito teléfono. Felicitaciones, un par de coqueteos, alguna risa forzada y:

—Neshama, Elga nos envió un megakilowatts de tu kyria. CardinalHealths, ¿lo tienes?

—Joder, es mi aniversario. Dijeron que podía ir de vacaciones. Sí, si tengo idea. Mándame los generales.

—Ok, your highness. Mañana para que lo estudies con calma.

Luego de un cordial saludo para la autora de sus días me voy directo a la computadora a revisar mis noticias.

* * *

No cuestiono. Nunca cuestiono.

Es más sucio que el sarro que se forma en los escusados, como una cama llena de mentiras. Y yo soy cualquier otro cepillo de cerdas flexibles; las sábanas de una king de agua luego de un fin de semana compartido.

* * *

Salir a las 11:00 a.m., tomar el tren de las 12:40 p.m. y esperar. Regresar en ese mismo tren a las 5:45 p.m. No recibir mayores indicaciones sobre el cómo.

Cuando salí de la ducha fantaseaba sobre los posibles escenarios para la misión, había leído todo el expediente del “paciente” y no encontraba nada que me hiciera suponer complejidad para llevar la misión a término. Mientras, me untaba mi crema de strawberry champagne. Decidí probar con unas bermudas de corduroy; unos viejos puma color rosa y una de tantas camisetas de sorority gal que robé de la distribuidora de aquel chico de casi dos metros. Pensé en llevar mi cabello sujeto con un listón, pero preferí atarlo y dejar el listón bordeando sobre mi cabeza, alargar mis pestañas y probar un brillo con sabor a fresas, por supuesto.

Luego, una mochila, muda extra, una laptop y el viejo libro de Kotter sobre la industria médica.

El guardia y ese desenfado mutuo que sólo nos remite una absurda cotidianidad. Hartazgo hasta de sus preguntas recurrentes. ¿A dónde va? ¿Qué hace aquí? ¿Qué trae? Pase y que tenga buen día.

Buscar el lugar de coincidencia más transitado para tomar el tren en punto. El tedio.

Lo reconozco.

Es un tramo de media hora para llegar desde la zona hasta la estación de trasbordo del transporte público, el tren y el aeropuerto: justo al corazón de la ciudad. He pasado cientos de veces por ahí. El edificio del MUMA cubre los trenes ligeros que conectan a toda la parte sur. Ese tren que hemos tomado es el único que nos lleva a la parte norte.

No ha sido difícil lograr el contacto. Basta disimular una lectura, sentarse dos asientos delante y quedar justo enfrente. Viejos anzuelos aprendidos en cualquier discoteca. Luego, dejar unos minutos de absorta contemplación. La ventana, mis piernas, la ventana, mis senos, la ventana, mi mirada directa y, cayó.

La plática discurre sobre cosas que no tienen importancia; cosas que de tan triviales resultan de lo más sugerentes.

* * *

Pasamos todo el tramo hasta llegar al trasbordo. Nos despedimos al bajar mientras me retoco el brillo labial. Me adelanto hacia la zona de los trenes ligeros y me pierdo entre los locales de comida que rodean la estación. Sé que me sigue con la mirada desde que nos despedimos; sé que viene detrás y adelantarme fue sólo una manera de hacerme seguir.

Justo cuando cruza la calle me ve entrar en el baño público masculino. Hay tanta gente que nadie repara en dónde se mete quién. Él me ve. Me sigue. Lo espero detrás de la puerta de un baño vacío. Entra. Salgo y hago atrancar el seguro de la puerta. De aquí a que busquen al encargado de limpieza le habré dado la mejor mamada de su vida.

Y sí, me avienta contra los mingitorios y yo trato de besarlo pero se escurre por debajo de mi falda. No me queda más que abrir las piernas e indicarle que antes tiene que lamerme y succionar con fuerza mis muslos, que no sólo me bese. Cuando quiere llegar a mis labios vaginales le doy un empellón con la pierna derecha y me le monto encima.

Lo beso con toda mi lengua. Un beso largo que deja un hilo babeante por sus comisuras labiales. Empiezo a desabotonar su pantalón y tirar de su pene tanto como me sea posible. Justo empiezo a bajar cuando su respiración cambia de ritmo, se entrecorta, y su rostro se torna pálido al principio y poco a poco se amorata. Su cuerpo se agita por lo que salto hasta dejar mi vagina descubierta justo a la altura de sus ojos.

No contengo la risa y le digo: ah, bárbaro… ¿Petite morte? A ver, ahora ¡levántate y anda, Lázaro!

Entonces tomo el lazo que sostiene mi cabello y lo aprieto tan fuerte como puedo alrededor de su cuello…

* * *

Me pongo de pie, me lavo la cara, me cambio de zapatos y de falda. Recuerdo que hay una especial en Victoria’s Secret de lociones para el cuerpo y brillos labiales. Hacia allá me dirijo. ®

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Publicado en: Abril 2010, Narrativa

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