¿Cuál es la consistencia del futuro en la sociedad contemporánea, en esta modernidad líquida, tardía, cansada o en proceso de ser otra cosa en el traslado post? ¿Es factible pensar en el futuro más allá de aplicaciones tecnológicas o innovaciones organizacionales? Una reflexión a partir de Futuro, de Marc Augé.
¿Los individuos de a pie sufriremos el futuro como puro riesgo mientras las personas morales usufructúan con él? Marc Augé no responde estas preguntas, pero de su ensayo surgen varias con este cariz. Que un texto se convierta en una máquina de interrogantes ya le otorga una fuerza interesante y Augé piensa el futuro con pretensiones ancladas en su construcción conceptual sin ahondarse en espesuras filosóficas, pero sin temor para detenerse cuando lo cree necesario. Futuro [Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2012] piensa el futuro en diversos niveles. En primera instancia se coloca entre la tensión del “futuro individual” y del “futuro colectivo”, sintiendo las palabras que apuntan dirección hacia delante; “‘Futuro’ y ‘porvenir’ son, entonces, dos expresiones de la solidaridad esencial que unen al individuo y a la sociedad” [p. 8], en términos de la visualización del futuro como mejoría, superación, incluso plan trazado de tal manera que la individualidad queda supeditada al devenir colectivo. Entendiendo que la política o los fenómenos políticos son el vehículo donde lo colectivo subsume lo individual de forma positiva (algo impreso en las ideas centrales que conjugan bien común con democracia), sin olvidar cómo esta inmersión de lo individual a lo colectivo conlleva el principio de límites a la libertad individual en aras de un proyecto colectivo. Por ello, Augé entiende que “La democracia no tiene por finalidad lograr la felicidad de todos, sino crear sus condiciones de posibilidad para cada uno eliminando las fuentes más evidentes de infelicidad” [p. 8], aceptando, implícitamente, la idea derridiana de que la democracia siempre está por venir, nunca ha sido, sino que será en el porvenir, porque, en su forma más esencial carece de esencia y es puro futuro con forma de proyecto gracias a su autocriticabilidad: la democracia, para buscar eliminar las fuentes de infelicidad colectiva, debe deconstruirse para seguir en el porvenir, siempre en el futuro como umbral y, por esto, como potencia.
Augé vuelve a este asunto en varios pasajes de Futuro sin profundizar filosófica o politológicamente. El eje temático y narrativo (como relato sobre la palabra futuro) se centra en los estiramientos sobre la sensación del siguiente paso, en las facetas que moldean el temor de lo que sigue. En el capítulo 2, “La puesta en intriga”, elabora sobre el desenlace del transcurso, es decir, sobre la intriga producida por la incertidumbre de lo siguiente a través del funcionamiento de la intriga, de aquello invisible y, sin embargo, un tanto reconocible desde el presente, gracias a los pliegues de pasado que le han dado rostro. Al respecto, indaga sobre la operación de la intriga en la novela policiaca y su paradoja, donde la intriga está formulada desde una voz narrativa contada en pasado, condición de toda obra literaria o en relación con ésta, el cine, series televisivas, etc., una reconstrucción del desenlace a través de su estirpe, de sus capas arqueológicas que dan sustancia y sentido a los acontecimientos y, a pesar de esto, no desdibujan un final sorprendente, incluso sorpresivo. “La solución del enigma se orienta antes que nada hacia el pasado, incluso si ésta pretende liberar al porvenir. Supone que la clave del futuro depende siempre del pasado” [p. 15]. En este sentido el porvenir sólo es objeto de conocimiento cuando se halla su vertiente estática, inconmovible y carente de azar: el pasado.
El tiempo hacia el futuro, linealidad diacrónica del tiempo, los ritos han perdido dureza, pero no se pierde su necesidad para dar sentido (de ahí que para Augé sea normal la creación de ritos y rituales, digamos, pop: súper tazón, temporadas televisivas, actos públicos, etc.), dejando la tensión del tiempo presente en una relación del pasado como operador de sentido o el futuro como único sentido apenas tocado por un pasado que debe ser superado…
Para comprender el presente se precisa de fuerzas simbólicas capaces de sostener las redes de sentido que funcionan como plataforma hacia el futuro. Augé, como etnólogo, conoce bien cómo el rito, al servir de reactualización del lazo social y del sentido en un tiempo cíclico o sincrónico permite acceder al futuro. Este tiempo circular que usa los cortes rituales a manera de marcadores diacrónicos (las fiestas, los ritos de inicio y final) da sentido de transcurso, sobre todo en sociedades premodernas. Para nuestro caso, el tiempo hacia el futuro, linealidad diacrónica del tiempo, los ritos han perdido dureza, pero no se pierde su necesidad para dar sentido (de ahí que para Augé sea normal la creación de ritos y rituales, digamos, pop: súper tazón, temporadas televisivas, actos públicos, etc.), dejando la tensión del tiempo presente en una relación del pasado como operador de sentido o el futuro como único sentido apenas tocado por un pasado que debe ser superado, transformado.
Cuando el pasado desaparece, el sentido se borra: ésa es al menos la lección que nos ha querido enseñar la mayoría de las religiones y de las filosofías y que, después de más de un siglo, han orquestado con una fuerza particular, en la continuidad del cristianismo y de la ideología del pecado original, el marxismo y el psicoanálisis [p. 27].
En el pasado está el origen (siempre inoriginario a decir de Roberto Esposito [2006, 2012], es decir, plegado hacia la repetición nunca original), donde algo comenzó. Por ahí va Augé en su exploración del capítulo 3, “La inauguración”, el principio, origen, nacimiento o detonación de un círculo o una línea recta en ángulo de cuarenta y cinco grados para dar sensación de progresión hacia arriba, al infinito o el cielo. La inauguración puede ser un mito o, de hecho, es el mito que marca inicio cuando los ritos no otorgan sentido, “al menos en la vida moderna los mitos nacen cuando los ritos mueren y pierden su potencia creadora” [p. 38], nos recuerda Augé.
Esa línea recta, angulada para dar efecto de fuga respecto del origen, cada vez más alejada de la línea imaginaria que le dio origen (repudio a la asíntota como visión de inmovilidad), suele convertirse en una línea punteada en la modernidad líquida, según Bauman [2004], como alegoría gráfica de la desvinculación ritual de los individuos dispersos en relaciones de inmediatez diluyendo tiempo y espacio y convirtiendo a los dispositivos en forma de impregnación tecnológica a los cuerpos (cyborgs), una forma actual de religarse simbólicamente, de adquirir y transar con nuevos capitales simbólicos, de vivir y seguir para el próximo paso, para entrar en intriga, para inaugurar un nuevo instante, “todos pueden escuchar a todos, todos pueden hablar con todos, de lo contrario es la exclusión simbólica, una muerte antes de la muerte, el detenimiento del tiempo” [p. 39], la cancelación del futuro. El tiempo es intriga pero también inauguración. Líneas punteadas con diversas entradas, poca fijación porque el déficit ritual enloquece la dispersión diacrónica en pequeños espacios de tiempo presente (quizá un tiempo cairológico, como piensa Giorgio Agamben [2007], pero en función de un sistema de sociedad consumista), de ahí, como hice notar un poco más arriba, la producción de ritos pop (la imagen caricaturesca de un supermercado de religiones donde se pueden comprar los símbolos, signos, iconos y efigies que más cuadren para una religiosidad individual, instantánea y pasible de disolverse sin prejuicios ni perjuicios). “Es por esa razón que el rito continúa interesándonos hoy en día, que a veces nos falta y lo buscamos, puesto que nuestra sociedad, la de la transparencia y del eterno presente, se caracteriza por el déficit ritual” [pp. 42-43]. Un déficit ritual que confluye con el déficit de pasado y con un futuro como puro proceso, puro avance de la línea hacia el infinito y la diferencia consigo misma.
Quizá sea por el resultado de hastío que produce a las grandes masas la inmovilidad y el azar transformado en riesgo (para pensar un poco con Ulrich Beck) que para pensar el futuro Augé recurra a Flaubert en el cuarto capítulo, “Renunciamiento o creación: Flaubert”, quien “es el pintor de la inmovilidad y de las veleidades, el pintor de un medio cuyo peso es tan poderoso que toda tentativa de escapar de él se relaciona necesariamente con la ilusión” [p. 48]. Porque quizá nuestro mito ritualizado en la compulsión consumista tenga que ver con esa caja de cristal hecha prisión desde donde se ve el futuro como escape. El escritor que lanza sus palabras contra la clase media, que se burla de los valores más elevados e, incluso, es condenado por esto, por mirar de frente la inmovilidad y el hastío, es también el autor del filo para raspar la nada y comprender que el futuro está ahí mezclado con el vacío. El bovarismo, la fuga a lo imaginario con que Flaubert desmaquilla la realidad inmediata, es doloroso y vulgar porque es una pornografía del espíritu de su época que, en la nuestra, mediante la televisión, la tecnología del poder del sinóptico, la sociedad del espectáculo o espectáculo en la ciudad, calles, vías, estaciones, queda alumbrada por los instantes donde el futuro se embadurna con cremas de ilusión, entonces ni democracia ni porvenir, acto de cumplimiento del deseo por aquello inmediato e inmediatamente descartable. El reality show burdo, casi asqueroso, se asemeja a la visión de Flaubert, pero sin estilo, sin arte, como pura realidad farsante que sólo en la farsa invita a disimular la indiferencia. Si, como explica Augé, “indiferencia es quizás la palabra que, junto con repetición, permite aproximarse mejor a la naturaleza de esa ‘nada’ que fascina a Flaubert y obsesiona su escritura” [p. 53], entonces indiferencia y repetición revientan en nuestro futuro: nada, pero no como convicción de que el futuro no está, sino como dolorosa confirmación de su ausencia en los estantes:
Flaubert no cree en el porvenir como no cree en el futuro. En este sentido, siempre resistirá a los desciframientos sociológicos o filosóficos de los cuales no deja de ser objeto. Tiene, sin embargo, una debilidad que es también su fuerza: la escritura, la ambición de escribir esa nada que es la verdad de todo. ¿Por qué la escritura escaparía a la nada, por qué se distinguiría de ella? [p. 60].
Desde la lectura de Augé, en Flaubert hallamos una chispa para iluminar el camino hacia el futuro caminando desde un presente eterno (en clave maffesoliana, el instante eterno que cancela el futuro sin drama, sino como fuerza del estar juntos aquí y ahora, para alargar el presente): la nada, los estereotipos y la inmovilización cada vez mejor cincelados en los semblantes contemporáneos, sobre todo si asumimos que los gestos más visibles se producen a través de las pantallas y el ritual de actualización supone el inicio de la nueva temporada del programa de moda. Entonces la escritura, no como salvamento ni como máquina para desprender a la palabra de su violencia, aparece como farol, como tal farolea e invita a mirar al abismo para impulsar la mirada de vuelta y conocer el infinito vacío de la nada y escribir sobre él para arraigarse y llenar el vacío con nada, con escritura viciosa de vida, aunque ésta poco ofrezca, aunque ésta martirice en un torno cínico, una tortura abrumadora, infeliz y tranquila, incapaz de forzar a tirarse al abismo. “El mártir apuesta al porvenir en el momento mismo en que renuncia al futuro inmediato. Esta apuesta al porvenir, sin embargo, no está desprovista de pruebas más personales. Como la del escritor, se conjuga en futuro compuesto; pretende transformar una vida en destino” [p. 64].
“El mártir apuesta al porvenir en el momento mismo en que renuncia al futuro inmediato. Esta apuesta al porvenir, sin embargo, no está desprovista de pruebas más personales. Como la del escritor, se conjuga en futuro compuesto; pretende transformar una vida en destino.”
La vida convertida en destino (o hacer de la propia vida una obra de arte, según la propuesta foucaultiana: la vida misma, cotidiana, como creación de sí mismo: arte) impone cierto temor ¿cómo? ¿Dónde se hallan los avituallamientos para ser mi vida destino? En el capítulo 5 Augé mira “Los nuevos miedos”. Entre tantos, lo que se refiere a la vida, al sujeto vivo, se instala en el cuerpo, la parte viva de un sujeto desmembrado sistémicamente pero con vida visible en los movimientos corporales. El cuerpo es la estampa (la fachada, para pensar un poco con Emmanuel Levinas), es lo que se echa y lo que se observa. El cuerpo también se compra y se convierte en nada al inventarse la promesa de un cuerpo que no llegará al futuro evitando la muerte, el desgaste, un cuerpo mecanizado, cuerpo cyborg sin interfaces, cuerpo integrado a los dispositivos y no al revés:
Las categorías de la sensación, de la percepción y de la imaginación han sido trastocadas por las innovaciones tecnológicas y el poderío del aparato industrial que las difunde […] El cuerpo se equipa: es drogado, dopado de manera cada vez más eficaz. Pronto se emprenderá el aumento de su performance gracias a la nanotecnología, insertándole microprocesadores, la forma gloriosa del trasplante electrónico [p. 72].
El cuerpo separado del sujeto, absoluta propiedad, sensación cabal de mi cuerpo como exterior y producto. Un cuerpo producido y, así, subsumido al sistema de producción como objeto de consumo. No existe tono acerbo en la observación, por el contrario, una duda sobre el futuro del cuerpo desprendido de la subjetividad, una fuerza interrogativa a las teorías sistémicas [Luhmann] sobre la función del cuerpo ¿medio de comunicación simbólicamente generalizado? De ser así, qué comunica, a qué sistema, ¿cómo se opera la distinción que extirpa al sujeto del sistema y lo somete a la soledad de su psiquismo? El cuerpo se impone como fachada y, a la vez, como operador de distinción que hiere la instauración de colectividad (ni pensar en posibilidades comunitarias). La democracia por venir, esa que siempre está en el porvenir, exige elementos sociales desligados capaces de violentarse sólo a sí mismos para permitir el surgimiento de nuevas violencias contra las cuales luchar. Como nos dice Augé:
La paradoja de este cuerpo triunfante es que ya no se trata del cuerpo de alguien, que escapa a éste o ésta que se creía su dueño, que es prisionero de las técnicas o de las sustancias que lo propulsan más allá de toda performance imaginable, del mismo modo que queda prisionero el individuo constreñido a la vigilancia electrónica de su brazalete mágico [p. 73].
Las nuevas performances del cuerpo, para ser futuro e instalarse en la nada de ese futuro, se perfilan como fuerzas, como mecanismo de resorte de la máquina social consumista: el futuro también se compra. En este sentido, el crimen no está en la posibilidad de acceder en una tienda virtual, con la tarjeta de crédito, a una prótesis estética, sino quién podrá hacerlo. Me viene a la mente la sonrisa de un biólogo especializado en ingeniería genética mostrando una oreja humana integrada al lomo de un ratón de laboratorio, explica el procedimiento en tono informal, para legos y, con el fin de ilustrar de mejor manera su trabajo, suelta algo como en el futuro podremos hacernos crecer alas. Suena maravilloso, más que fantástico: volar, el futuro, para este biólogo, está en los aires. La ciencia es un asunto que interesa particularmente a Augé, en el pasaje descrito la ciencia habla y se ilusiona en la voz de un científico, no es un mercadólogo ni un empresario, no está pensando en los mercados ni las implicaciones antropológicas, sociológicas o económicas de su quehacer. De lograr su cometido, la pregunta es ¿quién tiene el dinero para hacerse crecer alas? En ese sentido, la revolución tecnológica-digital (que a decir de un marxismo ortodoxo no logra constituirse en una revolución industrial) va colocando al cuerpo (digamos, trabajo vivo, para pensar en marxista) en otra cadena de relaciones que no tienen que ver con el trabajo, incluso con la guerra, “en el momento mismo en que las máquinas de guerra comienzan a reemplazar a las personas (pensemos en los vehículos aéreos no tripulados), el cuerpo humano aspira a la invulnerabilidad y al poderío de las máquinas” [p. 73]. Los miedos y las oportunidades se empalman. Si el cuerpo ya no es para el trabajo, quizá es el momento de modelarlo como obra de arte. Si el cuerpo ya no es para la guerra, quizá es momento de movilizar sus violencia. Pero tanto producción como guerra persisten (son inherentes a lo humano, quizá a lo vivo) y se aplican contra cuerpos.
“En el momento mismo en que las máquinas de guerra comienzan a reemplazar a las personas (pensemos en los vehículos aéreos no tripulados), el cuerpo humano aspira a la invulnerabilidad y al poderío de las máquinas.”
En esa fuga hacia la punta de la línea dirigida al infinito, a ningún lugar, la fantasía del cuerpo-producto, necesariamente, produce los temores de la impotencia corporal: no tener ese cuerpo. Incluso hoy, no tener ese cuerpo (aparato sinóptico de control) devana las almas en el terror de no tener ese acceso a ese cuerpo: por raza, por clase, por enfermedad. Sin duda, ese futuro del cuerpo glorioso modificado es el tiempo de nuevas segregaciones, nuevas criminalizaciones, nuevas vigilancias. Hoy, vigilar el cuerpo en la pantalla ya nos dice algo sobre cómo será aquel futuro vacío de cuerpo. En ese trance, dentro del supermercado de religiosidades y aditivos corporales, el miedo será quedar fuera y se convertirá en responsabilidad individual, la miseria originada por la falta de denuedo y perspicacia, por inoperancia a la hora de innovar: “Lo que suele llamarse individualización de las creencias entonces se emparienta más bien con una interiorización individual de dudas y de temores” [p. 87]. De ahí el capítulo 6, “La innovación”, quizá la nueva religión económica que hoy nos desampara. En este capítulo, las reflexiones de Augé se acercan a las de Derrida en torno a la tecnociencia, es decir, al dominio económico del campo científico, la infiltración de las marcas registradas en el centro de la creación de conocimiento. Bien explica Augé que “la investigación pura no desemboca necesariamente en invenciones, en todo caso no de manera inmediata, pero toda invención es el fruto de la investigación” [p. 92]. La innovación, tal como la percibe Augé, en el presente está manoseada por el mercado, la ciencia deviene tecnociencia y todo quehacer con halo investigativo (con orientación al conocimiento) queda entrampado en las redes del rendimiento. Si las ciencias naturales, duras o puras tornan en sangre de las innovaciones tecnológicas que invadirán los mercados, las ciencias sociales o humanas no quedan indemnes: los resultados las avalan, y sí, resultados cuantificables cual ganancias: “Este sistema no se limita al ámbito estrictamente técnico; es la traducción de una visión social, económica y política del mundo” [p. 101]. Una mirada chata no podría dejar de percibir esto. Una mirada aguda lo dice claramente, incluso con un refrescante gramo de ironía: “Este cambio es interesante por dos motivos: constituye en sí mismo una innovación, en el sentido oficialmente considerado para este término, y revela la verdadera naturaleza del poder planetario actual, que es en esencia financiero” [p. 107]. Con eso, la ciencia no queda desactivada como orientador de sentido ni como director hacia el futuro, pero sí contaminada con el vacío al desconectarse de la pureza del conocer por conocer. Si bien esta pureza nunca ha existido, se emparienta con la esencia sin esencia de la democracia: está en el porvenir, también como salvación.
La innovación, tal como la percibe Augé, en el presente está manoseada por el mercado, la ciencia deviene tecnociencia y todo quehacer con halo investigativo (con orientación al conocimiento) queda entrampado en las redes del rendimiento.
Salvación, pero no como sociodicea (por tanto, tampoco como teodicea secular), no, salvación como porvenir, que tampoco significa desechar el pasado por grotesco y desesperanzador, sino, como titula Augé la séptima entrada del libro, como “Apuesta al futuro: el sentido, la fe, la ciencia”. Hoy, la posmodernidad (para pensarla como no acontecimiento sino como inicio del pasaje al acto, si es posible) es tal en cuanto a pérdida de orientación, aunque la flecha siga con sus cuarenta y cinco grados de inclinación, que ofrecían los metarrelatos (como afirmó Lyotard). En este sentido, Augé no es ajeno a esto:
Se duda, especialmente, de las grandes visiones del porvenir delineadas en el siglo XIX que produjeron millones y millones de víctimas en el momento del “pasaje al acto”. Se duda también acerca de los pormenores del “gran relato” liberal y de su ideal (democracia representativa y economía de mercado) ante sus fracasos técnicos (las desigualdades crecen), político (los regímenes no democráticos son resistentes) e ideológicos (los totalitarismos de toda índole usan por igual a Dios como comodín) [pp. 109-110].
Ante tal desorientación y reúso, la flecha indica hacia cualquier punto en el horizonte infinito. La inclinación del ángulo varía. Entonces la expansión es hacia el exterior y hacia el interior, el espacio, el ADN, es decir, la ciencia, que no busca el fin de los conocimientos, tanto en el sentido de finalidad económica como en el sentido de meta teológica, queda un tanto inoperante en la definición de los destinos políticos y sociales cuando la economía le toma por el cuello. Quién domina los descubrimientos, los presupuestos, qué pasa en la relación norte/sur. Quién define la verdad y la absolutiza. De ahí el futuro torna línea directa hacia un lugar prometido. La ciencia no promete destino, sino preguntas, nuevos descubrimiento para nuevas preguntas y seguir. Por otro lado, las certezas, los saberes sobre cómo funciona la realidad implican invariabilidad en los resultados: “En cuanto a los saberes, se transmiten y pueden difundirse, pero no progresan. Se fundan en cosmologías fijadas de una vez y para siempre” [p. 116]. Los saberes de la modernidad, cristianos en su seno, funcionaron para romper el círculo del tiempo y dar sentido al futuro, sentido único, pero sentido al fin:
El monoteísmo le añade la fe al sentido […] El monoteísmo aporta tres elementos nuevos y complementarios: la fe individual, que no tiene su lugar en la lógica politeísta; una idea del futuro individual y colectivo que prácticamente no aparece jamás en el politeísmo, y finalmente, como consecuencia, el proselitismo, que implica a la vez una concepción universalista de la naturaleza humana y una concepción conquistadora de la historia [pp. 116-117].
La fe, dar crédito, como dice Derrida, es fundamental para el lazo social, el sentido que ofrece, si está sostenido por un saber unívoco, por el Uno, descalifica cualquier bifurcación. Su problema es que limita el horizonte a una búsqueda por la meta, por el fin de los tiempos, ya sea el fin de la Historia o la Salvación. Por su parte, los saberes impulsados por el conocimiento científico, que pueden ser transmitidos y difundidos, progresan sobre sí mismos buscando el error, resolviéndolo en espera de que los errores subsecuentes sean hallados con atingencia a los saberes movilizados por el progreso:
La ciencia se sustenta en los conocimientos adquiridos, pero nunca los considera definitivos puesto que el movimiento mismo por el cual avanza en la interpretación de lo real puede conducirla a reconsiderarlos […] Por esta misma razón, el avance científico puede en efecto considerarse el modelo de lo que debería ser todo avance en el ámbito político o social. No se gobierna en nombre de la ciencia (no hay saber absoluto original), sino en vista de la ciencia [p. 120].
La ciencia se vincula con esa fe monoteísta que brinda el sentido de la línea histórica hacia el futuro, pero le quita el absoluto, le quita el telos y se coloca como meta siempre por superar, es decir, hace futuro, hace el futuro siempre inalcanzable, siempre en el porvenir. En la modernidad, la era de las luces, el iluminismo criticado por la Escuela de Frankfurt debido a su mito de la razón sin mito, la ciencia se convierte en medio económico, tecnociencia, desactivando su fortaleza liberadora del absoluto. Aun así, esta ciencia ha producido otros saberes sobre lo que somos, desde el cuerpo hasta el universo, desde nuestra sexualidad a nuestra presencia ausente. Como explica Augé, “las innovaciones tecnológicas que han trastocado las relaciones entre los sexos y los modos de comunicación (como la píldora anticonceptiva o internet), no nacen de la utopía, sino de la ciencia y de sus repercusiones tecnológicas, y han transformado nuestra relación con el mundo” [p. 124]. Si la fe dio sentido y aún hoy embarca a muchos hacia la línea de meta impensable, la ciencia ha hecho futuro porque ha cambiado el sentido de las cosas, ha promovido la ampliación de los umbrales: ya no sólo el alma, sino el cuerpo, el alma del cuerpo, el espacio interior de los cuerpos orgánicos e inorgánicos, el universo no aplastante pero igual de vasto que la eternidad iluminada por la luz de las estrellas muertas.
¿Tiempo de utopías?
En el octavo capítulo Augé promueve “Una utopía de la educación”. La utopía está en el futuro, en el porvenir, pero es pasible de realizarse si se trabaja en el presente para su concreción. Utopía concreta, decían los marxistas. La utopía precisa de una plataforma de lanzamiento teórica, filosófica, política y, por tanto, ideológica, entendiendo por esto una potencia de ideas sólidas (aun a pesar de correr el riesgo de que esa solidez se apoltrone); en este sentido, la apuesta es por el conocimiento: “El conocimiento, contrariamente a la ideología, no es ni una totalidad ni un punto de partida. Se trata, al contrario, de gobernar con vistas al saber, de asignarse el saber como una finalidad, individual y colectiva, destinada a seguir siendo prospectiva y asintótica” [p. 128]. Así, ¿por qué asumo que Augé, en su utopía, precisa de rasgos ideológicos? Si bien, como afirma nuestro autor, el conocimiento no totaliza, para gobernarse y gobernar del saber se precisa de cierta dureza, de imposición, de lucha. El campo de esta lucha, de esta búsqueda utópica, es la educación. Por supuesto, una educación liberada de los indicadores de rendimiento, productividad y beneficios económicos. Una educación por y para el saber. A propósito de esto, Augé visita a Sartre, quien formula, antes de que existiera la palabra en su uso oficial y acuñado, un resumen de la teoría de la innovación en materia social, acompañado de una constatación que anticipa aquella que podemos confirmar cuarenta y cinco años más tarde: “Hoy la cosa está clara: la industria quiere meter la mano en la universidad para obligarla a abandonar el viejo humanismo perimido y reemplazarlo por disciplinas especializadas, destinadas a dar a las empresas testeadores, técnicos medios. Public relations, etc.” [pp. 132-133].
“Las innovaciones tecnológicas que han trastocado las relaciones entre los sexos y los modos de comunicación (como la píldora anticonceptiva o internet), no nacen de la utopía, sino de la ciencia y de sus repercusiones tecnológicas, y han transformado nuestra relación con el mundo.”
Así pues, la utopía augeana se desprende de los principios economicistas, piensa en una educación humanista y científica, enfilada por el conocimiento y con miras a un futuro menos infeliz, es decir, no idílico, pero sí capaz de mejorar las relaciones de unos sujetos ya instalados en diversos dramas (desde el cuerpo lleno de tecnología y vacío de comunicación, incapaz de comunidad, pero todavía sociable, todavía con fuerza para hacer socius, más allá de la sociedad o del cuerpo de la sociedad) y con menos herramientas de vinculación o, incluso, mancipación respecto del otro. El llamado de Augé, la propuesta que brinda [véanse pp. 139-141], invita a tomar como principios ideológicos el rechazo a toda ideología y colocarnos sobre un terreno político de lucha, mas no violencia, de esa violencia que, intuye, algo tiene que ver con las formas de colonización de la economía en todos los campos de lo social (campos en el sentido bourdieano):
Las revueltas de la juventud en diversas aglomeraciones urbanas y en diversos continentes sin duda no constituyen un llamado directo a una revisión del sistema educativo, pero son algo distinto a la pura violencia o a una simple reacción contra la pobreza. En la medida en que expresan la injusticia de una situación de marginalización social, constituyen una búsqueda de la verdad [p. 137].
No se trata de hallarla de una vez y para siempre: buscarla, inventar los medios, probar y volver a hacerlo, imponernos una orientación científica para comprender que lo por venir motiva (como ya se ha hablado de la democracia), porque conseguirlo sin lograrlo, es decir, sin llegar a la meta, es un impulso hacia el futuro, que es el germen de la utopía: “Utopía: el primer mérito de esta palabra es obligarnos a mirar hacia el porvenir” y no de cualquier utopía, no una regresión, no dolernos con la certeza de que todo pasado fue mejor, sino que es en el presente donde se traza el futuro, donde se consigue la “utopía práctica, pragmática, progresista pero progresiva: estos adjetivos tienen su importancia porque rigen la posibilidad de un efectivo pasaje al acto” [p. 138], en cierto modo, un prontuario sobre qué y cómo. Otra vez, una plataforma teórica, filosófica y política desde donde observar y construir la utopía. En eso ya hay futuro, un futuro trazado para liberar en un sentido más amplio, más incluyente que el político, incluso a pesar de lo político:
Tendremos una oportunidad de refundar la sociedad si tenemos en cuenta las exigencias del individuo, en la medida en que es, en el lenguaje de Sartre, singular y universal, si tenemos en cuenta la parte genérica de humanidad que lleva en sí, y a la cual se dirige todo esfuerzo de educación [p. 145].
Otra vez, una plataforma teórica, filosófica y política desde donde observar y construir la utopía. En eso ya hay futuro, un futuro trazado para liberar en un sentido más amplio, más incluyente que el político, incluso a pesar de lo político.
Esto sugiere la necesidad de un vuelco ideológico, una nueva ideología para disolver las ideologías. Repito: un planteamiento político. Por tanto, este Futuro de Marc Augé es un texto político, pero no un manual, una máquina de preguntas permitidas por su sencillez, la cual no superficializa las honduras, sólo las hace practicables. Y Augé, en el último capítulo, se coloca según la disciplina que practica y sus búsquedas científicas. Termina el texto con un “A modo de conclusión preliminar: el etnólogo y la aventura del conocimiento” recurriendo a los descubrimientos y conocimientos otorgados por el trabajo intelectual sobre la materia que le impele: el ser humano, el sujeto, los grupos sociales, en fin, la mejor palabra parece ser: la diferencia. La diversidad de rostros y seres:
La gran intuición pagana, que se expresa tanto en los ritos de nacimiento como en los fenómenos de posesión, es que la individualidad es plural, compuesta de elementos llamados a descomponerse y recomponerse, y que nada deja de comenzar; es una intuición científica en la medida que elimina a la vez la hipótesis de la perennidad del individuo y la de la existencia de la muerte. La gran intuición cristiana, a condición de invertir sus términos y de admitir que Dios fue concebido a imagen del hombre, es que cada existencia individual es singular, distinta y única; es también una intuición científica [p. 147].
La diferencia, tanto en el sentido deconstructivo derridiano (algo así como la tardanza entre el que fui, el que soy y la probabilidad de ser otro, diferente, en el futuro), como en el sentido vitalista de afirmar la diferencia, es donde el quehacer de Augé está inmerso, es su aventura, es su motor de conocimiento. Desde ahí, las consideraciones de Futuro son lanzadas con tono crítico y animoso, expansivo, pero sin miedo a la observación intensa, esto porque “la etnología es esencialmente crítica; cuando falta esta virtud, corre el riesgo de enajenarse en las ilusiones de las cuales tiene la obligación de dar cuenta. La antropología general que es su fin último se interesa por todo, pero no se detiene en nada” [p. 153]. De alguna manera, con esto, Augé deja ver que el prontuario político ofrecido (incluso impolítico al ir más allá de los límites de la política, límites siempre internos o mejor concebibles en esa internación, en ese espacio interior de la política) puede iniciar el modelado de una utopía práctica, concreta, científica o como se la quiera llamar, el fin es que, desde la diferencia, la afirmación de la diferencia, la consideración de la otredad desde una mismidad no enclaustrada, el futuro puede ser menos gris de lo que nos pinta el presente. Un futuro, digamos, mejor, pero sin caer en cursilerías baratas o ideologías caducas o cinismo nihilista. Es decir, con todo ello trazar el porvenir. Porque si “la urbanización del mundo […] es la verdad sociológica y geográfica de lo que llamamos mundialización o globalización, pero es una verdad infinitamente más compleja que la imagen de la globalidad sin fronteras que sirve de coartada a unos y de ilusión a otros” [pp. 154-155], es en esa complejidad que no homogeneiza u occidentaliza, sino que produce diferencias, el único lugar donde será el futuro. ®
Referencias bibliográficas
Agamben, Giorgio (2007), “Tiempo e historia”, en Infancia e Historia, Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
Bauman, Zigmunt (2004), Modernidad líquida, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Derrida, Jacques (2005), Canallas. Dos ensayos sobre la razón, Trotta: Madrid.
_______ (2008), La hospitalidad, Buenos Aires: Ediciones de la Flor.
_______ (2006), El siglo y el perdón. Seguido de Fe y saber, Buenos Aires: Ediciones de la Flor.
Esposito, Roberto (2006), Categorías de lo impolítico, Buenos Aires: Katz.
_______ (2012), Diez pensamientos acerca de la política, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Foucault, Michel (2002), La hermenéutica del sujeto, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.