El autor recuerda sus días adolescentes cuando, en la Guadalajara de los años ochenta, conoció el cine de Luis Buñuel y, no menos importante, en persona a Charles Bronson y a una inquietante Jill Ireland.
A finales de julio de 1983 murió Luis Buñuel. Yo estaba de vacaciones, había terminado segundo de secundaria, entraba a tercero hasta septiembre, tenía catorce años, nada qué hacer y ni idea de quién era ese señor. En el cine del exconvento del Carmen programaron una retrospectiva a manera de homenaje: una película diferente cada dos días. Le dije a mi amigo Rafa que si íbamos, y fuimos.
Cuando salimos de ver El perro andaluz y La edad de oro, que fueron las primeras del ciclo, el mundo ya no fue el mismo. Don Sigmund hubiera estado orgulloso de sus teorías sobre el eros y el thanatos al ver a un pobre par de adolescentes entusiasmados y atribulados salir de aquella tan hermosa como incómoda sala de cine que era una especie de cueva húmeda; quién sabe cuáles serían sus funciones en el siglo XVII cuando aquel edificio sí era un convento de los carmelitas descalzos, o sepa si ese pedazo de edificio existía; de cualquier manera, mejor lugar para conocer a Buñuel, imposible.
Tomamos el trolebús en Juárez y nos bajamos cerca de la Minerva; de ahí, como de costumbre, caminamos por Golfo de Cortés, esa vez ni caso les hicimos a unos dóberman que siempre nos sacaban un pedote cuando pasábamos frente a su reja; llegamos a casa de Rafa, por la de Homero, yo le seguí a pata hasta la mía, que era otra media hora de subidas y bajadas, pensando en el vato de la bicicleta, en el ojo cortado, en la mano con hormigas, en el piano con un burro muerto…
Y así, durante todo el mes de agosto, nos chutamos todas las películas del ciclo: Los olvidados, Él, Ensayo de un crimen, Nazarín, Viridiana, El ángel exterminador, Simón del desierto… Luego, un fin de semana en casa de mi abuela, ¡oh, sorpresa!: mi tío Ulises me prestó un libro de Buñuel: Mi último suspiro. En muchos sentidos, Buñuel me abrió la puerta a la vida.
Agosto se fue en madriza y llegaron las clases en la perrera donde íbamos a la secundaria. Desde las siete de la mañana, prefectos arreando pubertos. Una monserga esa consigna de preservar la disciplina del plantel. Parecía y parece que lo único importante en diferentes niveles educativos de nuestro país es ese afán por inculcar la sumisión para acatar las reglas y dejar relegado el aprendizaje, pero sería injusto no señalar también las pocas ganas de estudiar y las muchas de hacer desmadre de una mayoría apabullante, lo prácticamente imposible que es para cualquier profesor llevar a cabo su trabajo frente a un grupo de más de cincuenta adolescentes.
Y ahí estábamos los lunes, al rayo del sol, haciendo los honores a la bandera, aguantando que un nieto del legendario Manuel Bernal, también conocido como el Tío Polito, el Maestro de la Locución y el Declamador de América —a’i nomás… sí, el mismo que contaba los cuentos en los discos de Cri–Crí de Selecciones del Reader’s Digest—, se fogueara en el rancio arte de la oratoria, a costa de recortar nuestro tiempo de recreo… Muchos lunes así y nomás no se le veían los genes por ningún lado al pobre chamaco.
Hartos de que cada lunes fuera lo mismo, a unos creativos estudiantes se les ocurrió lanzar desde el tercer piso del edificio a un mono hecho de trapo y peluca, a tamaño de uno de nosotros, vestido con el uniforme de la secundaria, y refaccionado con bolsas de salsa cátsup estratégicamente colocadas para que estallaran al momento de estrellarse contra el suelo, and so they did.
Al momento exacto en que el nieto Polito terminaba una estrofa del Credo del Vate López Méndez…
México, creo en ti,
porque escribes tu nombre con la equis,
que algo tiene de cruz y de calvario;
porque el águila brava de tu escudo
se divierte jugando a los volados
con la vida y, a veces, con la muerte.
… cayó el mono en el centro del patio, CUAZ, y el inmediato sangrerío de cátsup; primero un brevísimo silencio y luego un griterío más duradero del respetable; el nieto Polito se quedó enmudecido y engarrotado con la mano en alto como brindando, pero sin copa; corrió el subdirector a auxiliar al mono, ya no había nada qué hacer.
—Silencio, jóvenes, silencio —el director callaba nuestras risas—, y usté ya baje la mano —le dijo enojado al joven Bernal—. En lo que descubrimos quiénes son los culpables de esta gracejada, TODOS se quedarán sin recreo. Vamos a entonar el himno nacional, después el de la escuela y luego todos a sus salones.
Mientras el himno nacional sonaba en chinguiza ma non troppo, nos despedíamos de lo único que más o menos valía la pena de ir a la escuela: Adiós partidos de ping pong, adiós plática, adiós carrilla al nieto Polito, adiós lonche de mole de los que vendía la ñora que se encargaba de la sala audiovisual… Luego arrancó aquello de
Adelante venid jaliscienses
a la Técnica Industrial,
que con sano placer vamos todos a estudiar
y a ser hombres de bien.
—“Sano placer”, ¡qué mamada!
—Pinche nieto Polito.
A la salida, casi siempre mi mamá iba por mí, pero eso ya no pasaría en ese regreso a clases, porque mi madre había entrado a trabajar en una boutique que estaba en el Hotel Fiesta Americana, así que la cosa era irse en camión hasta la Minerva —again— entrar al hotel y esperar en la tienda a que diera la hora de salida para irnos a casa a comer.
Ese día salí más temprano de lo normal, no habían ido los tres profesores de las últimas clases. Una hora nos tuvieron encerrados en el salón y, después de rogarles mil veces a los prefectos, por fin permitieron que nos retiráramos. Ni modo, no podría ver en la tele de mi casa a Madaleno en El club del hogar, tenía que ir al Fiesta Americana.
Mi mamá estaba contenta en su trabajo, ya se había hecho amiga de Arturo y Raúl, los dueños del salón de belleza o estética, pero jamás peluquería; de las empleadas de la zapatería Dione; de la señora Lupita que atendía D’Argenta y de cuanta persona que trabajara en cualquiera de los negocios ubicados en el piso –1 del hotel. Estaba a sus anchas porque era la única empleada en la boutique; vendía algo de artesanías, rebozos, chales, pantalones, blusas y vestidos de manta. Cuando terminó de contarme todo eso yo me tiré en la alfombra, en una esquina de la tienda, a leer Mi último suspiro.
Junto al azar, su hermano el misterio. El ateísmo —por lo menos, el mío— conduce necesariamente a aceptar lo inexplicable. Todo nuestro Universo es misterio.
Hice una pausa para entender lo que acababa de leer, apenas iba a seguir cuando entró una gringa, mi madre le dijo que estaba a sus órdenes para cualquier duda, la mujer sonrió, agradeció y se puso a bobear.
¡Wooow!… ¡qué sonrisa!… ¡qué mujer!… Guapísima, buenísima —hoy sé que tenía 47 años—. Se movía con la delicadeza y parsimonia propias de la marihuana, observaba cuidadosamente las prendas que iba a comprar; traía puesto un vestido blanco, corto y vaporoso; en su andar por la tienda, por el lugar del piso donde yo estaba sentado, la vi a contraluz, no llevaba ropa interior. Señor, me has mirado a los ojos; sonriendo, has dicho mi nombre.
La voz de un señor —no del Señor— que entró a la tienda y saludó en inglés a mi mamá con un amable y corto “Hi”, me regresó por un momento del cielo, pero no me tomé la molestia de ver ni quién era y ya estaba otra vez absorto contemplando las celestiales maravillas de aquella mujer que, además, en ese momento se había puesto justo frente a mí, me había visto a los ojos —sí, como el Señor— y me había sonreído —sí, también como el Señor— para luego darme la espalda —“Dios, si existiese, te habría hecho lo mismo”, me dijo Buñuel.
Al agacharse a tomar un pequeño peine de madera el vestido corto subió como consecuencia de su postura, la toma en leve contrapicada era inevitable. Ah, jijos… Como dice el tango: La vida te ríe y canta… En ese momento de contemplación profunda un fuerte zape me sacudió y me expulsó de aquel paraíso. No, no era mi mamá.
—You could be reading your book instead of watching what you shouldn’t.
Volví la mirada para ver quién me había sorrajado semejante guamazo en la mayoma… No, no era posible…
—¿Míster Bronson?
Sí, era ni más ni menos que Charles Bronson. El rostro hecho con hachazos, bigotes ralos, de aguacero, aire oriental, ojos entrecerrados, viejillo mamado, correoso, espalda ancha —hoy también sé que tenía 62 años, ni tan viejillo.
—You know me? Then you already know you’re in trouble.
—Oh, leave him alone. Don’t listen to him, he’s just kidding —le dijo y me dijo la gringa con su sonrisota.
—Míster Bronson, ¿me puede dar su autógrafo?
—No way.
—Tengo una película suya en beta, la del Vengador anónimo, ¿la traigo mañana y me la firma?
—That movie is not suitable for your age, kid. What’s the matter with you?
—Sí, está padre, qué buena madriza le pone a los malos. ¿Entonces, mañana?
—Look, son, I’m making a movie. Tomorrow, I have a location all morning downtown at the Hotel Francés. Leave your movie here and I’ll come by and sign it for you.
Jill Ireland —siete años después, cuando murió de cáncer, supe que era ella— le tradujo a mi mamá lo que había dicho Míster Bronson. Mi mamá le dio las gracias, le hizo la cuenta de su ropa, pagaron y se despidieron muy amablemente.
Al día siguiente, a las 6:50, mi padre me dejó a las puertas de la perrera, entré a la primera reja y cuando iba subiendo las escaleras para entrar a la segunda puerta di vuelta en U: ¡juímonos!
A las 7:30 el centro de la ciudad estaba más o menos vacío, a las 8:30 ya se atascaba. La calle de la Maestranza estaba cerrada, los agentes del orden público custodiaban la entrada y salida de gente, el hotel está a espaldas del Palacio de Gobierno donde despachaba el licenciado Enrique Álvarez del Castillo. Había varios camiones de la producción estacionados en los alrededores. Sí se alcanzaba a ver el Hotel Francés desde la esquina de Morelos a un lado de la Plaza de la Liberación. Estaban filmando una escena con Bronson, una mujer y una niña. En la claqueta se leía: The Evil That Men Do. Por ahí andaban Jorge Luke y Miguel Ángel Fuentes, un actor de casi dos metros de estatura al que le decían el Hulk mexicano, yo creo que tenía acromegalia.
Como a las diez llegaron un montón de chismosos, me enfadé y me fui a comprar unas donitas “Fiestas” y de ahí hasta la casa. Ese día Madaleno le echó un carrillón a Venus Rey, temible líder del Sindicato Único de Trabajadores de la Música (SUTM) y diputado federal, lo que a Madaleno parecía importarle muy poco. El músico y político prácticamente se había quedado ciego y Madaleno le decía:
—Mire, maestro Venus Rey, venga para acá para que vea qué bien tratamos a sus muchachos de la orquesta.
A lo que un nervioso Paco Stanley, secándose el sudor con un pañuelo, interrumpía a don Francisco Fuentes, Madaleno, para cambiar de tema coreando aquello de “Porque la música viva… ¡siempre es mejor!”
En la noche llegó mi mamá, contenta porque había conocido a Jorge Luke, mientras me contaba que el actor era muy simpático, sacó de su gran bolso el videocassette beta de la copia pirata de El vengador anónimo firmado por Charles Bronson, y me lo dio. Con letra medio temblorosa decía:
“To Ulysses, my wife’s number one fan. Best wishes. Charles Bronson”. ®