Ernesto Sabato y el fármacon

Un ser de renuncias

Es curioso que un hombre de ciencia —doctor en Física en su primera madurez— fuera al mismo tiempo un hombre atraído hacia la superstición y al lado inconsciente y oscuro del ser, lo atestigua su escueta pero poderosa obra narrativa.

Sabato.

Sabato.

El presente texto pretende incorporar el concepto platónico de fármacon como una herramienta de exploración en torno a la obra narrativa del escritor argentino Ernesto Sabato; asimismo, adaptar para este texto la revisión sobre ese concepto que el teórico francés Jacques Derrida hace en su obra La diseminación. Considero pertinente la revisitación al fármacon en el abordaje sobre las novelas de Sábato debido a la notable ambivalencia que el autor despliega en sus libros, la índole filosófica y al mismo tiempo oscura de su obra, así como lo paradojal sobre su visión en torno a los temas esenciales y ejes antagónicos que han constituido su narrativa: el ser humano, la civilización, la ciencia, la política, la muerte, la locura y el sueño.
Hablar del fármacon es también buscar desentrañar el tejido.
Entremos pues “dentro” del texto.

Veneno y cura

Este 24 de junio —Noche de San Juan, que a él le gustaba referir a lo largo de sus ficciones— Ernesto Sabato cumpliría un siglo más cinco años de vida. A pesar de su proverbial pesimismo, su lúcida longevidad y el estigma de una obra profundamente oscura, el argentino supo encarnar la esperanza del intelectual comprometido y, al mismo tiempo, al interlocutor de millares de jóvenes que se vieron reflejados en su obra.
Sabato creía en esa posibilidad de “posteridad contemporánea”: la distancia.
Es curioso que un hombre de ciencia —doctor en Física en su primera madurez— fuera al mismo tiempo un hombre atraído hacia la superstición y al lado inconsciente y oscuro del ser, lo atestigua su escueta pero poderosa obra narrativa.
Su primera novela, El túnel, de 1948, donde Juan Pablo Castel, un misántropo pintor enloquecido por los celos narra en primera persona los oscuros resortes de su crimen: “En todo caso no había más que un oscuro y solitario túnel: el mío”. Una tenebrosa trama que engarzó como nunca antes la delicada frontera entre el arte, la locura y el crimen, y que fue festejada con entusiasmo por autores como Albert Camus.
Para Jacques Derrida los mitos se recuperan en nombre de la escritura y la nutren. No es casual que la trama de Sobre héroes y tumbas (1961) —el primer encuentro de Martín y Alejandra— arranque en el bonaerense parque Lezama bajo la irradiación de la estatua dedicada a la diosa Ceres.
El autor de La diseminación nos recuerda que la evocación del mito de la virgen Farmacea al principio del Fedro de Platón es una digresión que sirve para simbolizar un cambio, una grieta, un sentido múltiple: el fármacon, etimológicamente, es la administración del remedio o el veneno. Algo que mata o que cura.

Para el tiempo de su primera novela —una novela tardía, escrita a los 37 años—, Sabato ya había renegado para siempre de la ciencia, decidido a vivir por y para la literatura. Tardaría casi quince años en lanzar al mundo la siguiente, después de intentar muchas veces quemar el manuscrito.

El primer encuentro de los jóvenes protagonistas de esta novela signa su destino para siempre: Alejandra Vidal Olmos es un personaje que entrega a Martín Castel las claves de su destino y de su vida, pero al mismo tiempo configura un amor que lo descoloca y lo destruye.
Derrida señala que Sócrates compara los textos citados por Fedro con una droga.
Este remedio y veneno introduce en el texto una ambivalencia. De este modo, el fármacon en el análisis derridiano sería el hechizo, el encantamiento, una sustancia o “materia de virtudes ocultas”. Algo en el texto de una cierta profundidad encriptada, resistente a la definición o a la clasificación.

Hombres y engranajes

“La farmacia” de Platón nos plantea que el origen de este ocultamiento vinculado a la escritura estaría asociado a la antigua actividad de los “logógrafos”, personas encargadas de escribir discursos para otros, ya que los ciudadanos poderosos sentían recelo de “dejar huella” a través de lo escrito y temían “el juicio de la posteridad”.
Hay algo en la ciencia que no alcanza a satisfacer la búsqueda de Sabato.
Una verdad esquiva que se niega a decirse.
Para el tiempo de su primera novela —una novela tardía, escrita a los 37 años—, Sabato ya había renegado para siempre de la ciencia, decidido a vivir por y para la literatura. Tardaría casi quince años en lanzar al mundo la siguiente, después de intentar muchas veces quemar el manuscrito, salvado más de una vez por su entonces esposa Matilde Kusminsky.
Ser de renuncias, como muchos escritores de su tiempo, Sabato se vio entusiasmado en su juventud por el triunfo de la Revolución rusa y la esperanza que traía consigo la Guerra Civil española. En su madurez, aterrado ante los crímenes de Stalin, fue de los primeros en denunciar las monstruosidades incubadas con pretextos de las ideologías políticas. Pero ahí no terminaron las dimisiones, ya como ayudante en el laboratorio Curie, de París, el escritor austral empezó a cuestionarse el sinsentido de la ciencia en un mundo cada vez más vulnerable a la amenaza nuclear y el culto a la tecnología. Fue su segunda abdicación.
Como los logógrafos esbozados por Platón, Sabato empieza a sentir que la militancia política y los corsés metodológicos de la ciencia no le permiten articular las preguntas que a él le importan. Presiente que hay algo que relaciona la escritura con la no presencia y la no verdad.
“La escritura como escenificación”.
Hay una ausencia de fondo. Una tiniebla por explorar.
¿Y cuál es el límite? Fármacon: algo tiene que ver con extralimitarse, con salirse del camino.

Informe sobre ciegos

El argumento de Derrida en torno al discurso platónico se enfoca en el ocultamiento del texto, que separa en lo textual, lo textil y lo histológico (el estudio de lo tejido en sí). Y del autor como un tejedor.
Sabato tuvo acercamientos con Borges y con Bioy Casares, a quienes siempre demostró admiración a pesar de sus diferencias políticas. Pocos autores en lengua española intentaron verter sus obsesiones y su ambigua visión del mundo desde la razón y el instinto, desde la claridad y la sombra como él en Sobre héroes y tumbas, donde en tiempos paralelos narró la trágica epopeya del General Lavalle en las Guerras de Independencia argentinas y la soledad cósmica del joven Martín Castel, un ser extraviado en pos del amor en una ciudad como un laberinto subterráneo poblado de terribles misterios. Considerada por sectores de la crítica la mejor novela argentina del siglo XX, en esta obra inauguró sus dos vertientes opuestas: la del autor capaz de conectarse emocionalmente con la inquietud de los jóvenes de todos los tiempos, y la del despiadado fabulador, buzo de las terribles profundidades humanas, como lo consignado en el inquietante Informe sobre ciegos, parte de la trama escrita a partir de una anécdota policiaca. En defensa ante las reacciones sobre una brutalidad sólo comparable a la del también argentino Osvaldo Lamborghini, el autor afirmó siempre que toda esa terrible historia de incesto y asesinato provino de las regiones más oscuras de su subconsciente.

Exterminio

En la escritura, el fármacon sería también un desvío. Toda la vida de Sabato, así como su obra escritural son un zigzag, un mapa de abandonos y rectificaciones.
En 1974 volvió para contar su última y apocalíptica profecía de ficción: Abaddón el Exterminador. Fue ahí donde se volcó a una de las primeras experimentaciones en torno a la metaliteratura en la literatura latinoamericana (el mexicano José Emilio Pacheco había hecho ya lo suyo en Morirás lejos, de 1967), y donde a medio camino entre el ensayo filosófico y la novela histórica predijo el baño de sangre en que se sumiría su país en los años subsiguientes.
Candidateado en muchas ocasiones al Nóbel —del que se había referido como “el premio más municipal del planeta”—, ya con el Premio Cervantes en su haber, en sus últimos años Sabato renunció de nuevo. Abandonó la literatura para dedicarse a la pintura, una de sus pasiones más tempranas. A principios de este siglo sólo volvió para escribir una especie de testamento literario dedicado a su público más fiel: Antes del fin y La resistencia.

Candidateado en muchas ocasiones al Nóbel —del que se había referido como “el premio más municipal del planeta”—, ya con el Premio Cervantes en su haber, en sus últimos años Sabato renunció de nuevo. Abandonó la literatura para dedicarse a la pintura, una de sus pasiones más tempranas.

En su última etapa, más allá del umbral de los noventa años, su escritura no pudo ser más que repetición (semainei) y de juego (paidia).
Sumido en una especie de anarquismo cristiano y paradójicamente separado de la pintura por una incipiente ceguera, prófugo de la ciencia, el marxismo, el existencialismo y demás “ismos” que contaminaron la literatura del pasado siglo, el casi centenario escritor había signado su vida muchos años antes: “La razón no sirve para la existencia”.
Lo diferido, lo envuelto, lo no evidente.
Una antisustancia, un modo de extranjería.
La obra completa de este extraordinario autor deja ver un brillo oscuro que muchas veces proviene del análisis más frío, y otras veces parece venir de una zona de tiniebla y de misterio. Algo que se oculta y que se desborda: crimen, amor, incesto, locura, muerte.
Un abismo negro que nos llama, que nos seduce.
Es el fármacon que irrumpe y transgrede.
En Sabato la escritura se planteó siempre como la pérdida de lo originario.
A lo largo de sus libros nos fue dibujando un rastro que era y no era él.
Una forma de ocultamiento y revelación. Un borrarse escribiendo. ®

Referencias

Derrida, Jacques, “La farmacia de Platón” (selección) en La diseminación. Traducción de J. M. Arancibia. Madrid: Fundamentos, 1975, pp. 95-124.
Sabato, Ernesto, El túnel, Barcelona: Seix Barral, 1983.
Sabato, Ernesto, Sobre héroes y tumbas, Barcelona: Planeta, 1979.
Sabato, Ernesto, Abaddón el exterminador, Barcelona: Seix Barral, 1984.
Sabato, Ernesto, Antes del fin, Barcelona: Planeta, 1999.

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Publicado en: Ensayo

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