Qué fácil es plantear teorías en la seguridad de una habitación. Uno siente que se le acaba el mundo cuando está a punto de hacerse del baño. Sería capaz de cualquier cosa, hasta pagar lo que fuera por liberarse de tal angustia.
Hace años me encontraba en la Zona Rosa de la Ciudad de México junto con mi jefe de aquel entonces y una amiga–colega del trabajo. Al salir de una formación fuimos a pasear por aquellos rumbos, primero visitamos el bazar de antigüedades en Plaza del Ángel, donde vi un dizque original de Brueghel el Viejo y contrasté el costo de un libro antiguo que conseguí en mi ciudad por cincuenta pesos, mientras que allí el librero lo ofrecía en dos mil; misma edición, en peor estado. Después caminamos entre el tumulto de gente hacia un bar con cervezas en descuento. Hablamos de nuestras vidas en lugar del tópico común del trabajo y, tras varios tragos, nos dirigimos rumbo a Paseo de la Reforma. A los pocos pasos mi amiga anunció que tenía que ir al baño. No sé por qué no volvimos al bar, pues imagino que sin problema le habrían permitido ingresar. Nadie lo propuso; en lugar de eso buscamos dónde aterrizar hasta que dimos con un Starbucks. Un tanto desesperada, me pidió que la acompañara.
Hace poco alguien me dijo que se puede entrar a esta cadena de cafés sin la obligatoriedad de consumir. No he probado tal teoría, sin embargo, lo que pensamos en aquel momento fue que teníamos que comprar algo para hacer uso del baño. “Ve y pido un café”, le dije. Acostumbrado a los de mi pequeña ciudad, donde un americano servido en un básico vaso de unicel por aquellos tiempos costaba alrededor veinte pesos, quedé asombrado de pagar una fortuna por uno que, para colmo, no atinaba a pedir la variedad ni el tamaño según sus estándares. Después del robo más amable jamás experimentado, vi salir a mi amiga con la paz que da vaciar la vejiga. Supongo que notó mi cara de incredulidad porque preguntó si todo estaba bien. “¡Te he pagado la meada más cara de la historia!”, respondí. Y durante muchos años bromeamos sobre aquella anécdota.
Así que en lugar de aprovechar el trayecto para leer o escuchar música en calma observaba el camino analizando alternativas con obsesión: una gasolinera, un terreno baldío, un salón de clases de zumba, una tienda de abarrotes. Más de una vez bajé del autobús creyendo que no aguantaría…
Tiempo después me asaltaron a mano armada. Aquello detonó una ansiedad patológica, y uno de los tantos síntomas que padecí fue la somatización de creer que al salir de casa me darían ganas de ir al baño. Me aterraba la posibilidad y me preguntaba que, de ocurrir, cómo podría resolverlo. Así que en lugar de aprovechar el trayecto para leer o escuchar música en calma observaba el camino analizando alternativas con obsesión: una gasolinera, un terreno baldío, un salón de clases de zumba, una tienda de abarrotes. Más de una vez bajé del autobús creyendo que no aguantaría, pero de pronto la sensación se disipaba.
Mi terapeuta comentaba al respecto: “¿Y si ocurre, qué es lo peor que podría pasar?” “Te cagas y ya, te orinas y ya”. Aquel simplismo daba paz y calma a mi mente. Después de un proceso terapéutico y psiquiátrico la ansiedad se disipó y con ello la somatización escatológica.
Alguna vez me pregunté de dónde provenía ese miedo y apostaba que su origen radica en un recuerdo indeleble que ahora cuento con tintes de comedia, pero que en su momento fue traumático para el Jaime de ocho años. Nos encontrábamos con mi familia en una fiesta. Mis padres se divertían, bebían y conversaban con otros adultos mientras que otros niños y yo fuimos a una cancha de fútbol frente al salón de fiestas. Éramos muchos, tantos, que ya no cabíamos en el partido y tuvimos que esperar a que alguno fuera llamado por sus padres o surgiera alguna otra necesidad. Aguardé tanto con emoción que al entrar ignoré el llamado de mis tripas advirtiendo la necesidad de ir al baño (cosa comprensible tras medio kilo de tortilla, mole, frijoles, arroz y botana). Fuera del perímetro de la cancha la fila no disminuía, así que no, no estaba dispuesto a escuchar al cuerpo hasta que se anunció categórica la catástrofe. Corrí apretando las nalgas pidiéndole a Dios me diera oportunidad de llegar al baño. El camino hacia el salón de fiestas parecía eterno y algo dentro de mí supo que no lo lograría. Alrededor había algunos árboles, así que decidí adentrarme y al menos cagar lo más oculto que se pudiera, qué más daba si debía limpiarme con las hojas secas del piso, al fin y al cabo, así lo hacían nuestros ancestros, ¿no? La venganza de mis tripas fue implacable: siquiera logré bajarme el pantalón. ¿Han escuchado el término “camina como si estuviera cagado?” Pues así lo hice lentamente hasta la mesa de mis padres. Apenado, confesé lo que había ocurrido y molestos —porque arruinaba el júbilo— nos marchamos a casa donde después de un baño me hicieron lavar a mano mis calzoncillos.
De pronto una punzada llegó a mi estómago. Al principio la ignoré porque repasé mi cena: ligera al igual que mi desayuno; además de haber realizado mis necesidades fisiológicas antes de salir a la calle.
El jueves pasado tuve una visita a un colegio en el sur, a una hora aproximadamente de casa. Desperté temprano, hice mi ritual diario y salí con tiempo suficiente por si la ciudad nos jugaba alguna trampa. Como no se trataba de hora pico encontré el metro semivacío, así que tomé asiento y leí durante la primera parte del trayecto (tenía que transbordar dos veces, alrededor de diez estaciones y un par de cuadras caminando para llegar a mi destino). De pronto una punzada llegó a mi estómago. Al principio la ignoré porque repasé mi cena: ligera al igual que mi desayuno; además de haber realizado mis necesidades fisiológicas antes de salir a la calle. Miré en cuál estación estaba: justo a la mitad. Continué leyendo después de respirar profundamente y omitir la incursión de los pensamientos sobre mi pasado escatológico.
Otra punzada. Hice el primer transbordo y medité si debía tomar en serio las señales de mi cuerpo. No hizo falta pensarlo mucho, ahora no se trataba de un signo equívoco sino de la orden clara y directa de que debía ir al baño. Bajé en la siguiente estación sin importar cuál fuera y caminé como aquella vez de niño, calculando cuánto tiempo podría resistir. La voz de mi terapeuta resonaba: “¿Y qué pasa si…?” ¿Cómo volvería a casa? ¡Me arruinaría el día laboral! ¡Sería el hazmerreír! Qué fácil es plantear teorías en la seguridad de una habitación. Uno siente que se le acaba el mundo cuando está a punto de hacerse del baño. No se puede ver más allá de las propias narices, nada importa y sería capaz de cualquier cosa, hasta pagar lo que fuera por liberarse de tal angustia.
Subí las escaleras del metro y vi un Liverpool. Sentí paz, efímera paz porque un guardia dijo que abriría dentro de media hora. Salí a la avenida que, para mi buena suerte, se encontraba en medio de una zona comercial. Buscaba un restaurante, un café, algún lugar en el que no me importaría consumir lo no deseado con tal de que me permitieran los sanitarios. Caminé veloz (lo más veloz que se puede reteniendo las heces) hasta un Pizza Hut en el que dos trabajadores con el dedo negaron a través de la puerta de cristal, arruinando la sensación de que mi martirio terminaba. Casi me di por vencido, hasta que volteé y vi enfrente un Santa Clara en el que promocionaban un chocolate caliente y una rosca de Reyes por 79 pesos. “Chingue su madre…”, pensé. Sólo que me separaban cinco carriles de la ancha avenida y un semáforo en verde que no cambiaba de color. Sorteé los autos cual si de un videojuego se tratara, entre mentadas con el claxon hasta llegar a mi isla en medio del mar. Respiré hondo, sequé el sudor delator y fingiendo quietud pedí el combo ganador. La chica del mostrador se tomó todo el tiempo del mundo para atenderme mientras yo estaba a contrarreloj. 10, 9, 8… “Tu pago es con tarjeta o con efectivo”. Pensé en que no deseaba el chocolate ni el pan, y que con ese equivalente podría comprar unas cervezas por la tarde. 7, 6, 5… “Con tarjeta”, respondí. Después de que la terminal aprobó el cobró pregunté sereno dónde se encontraba el baño. 4, 3, 2… “La segunda puerta, al fondo.” Esta vez sí lo logré.
Al salir miré el ticket, el cobró no correspondía al anuncio de la promoción. No sé si me estafaron o no leí las letras pequeñas, qué más daba, hay que asumir el costo por la traición de la naturaleza del cuerpo.
Seguí mi camino recordando aquella vez en la Zona Rosa, mi yo de ocho años, las somatizaciones producidas por la ansiedad y en los baños del mundo que sin importar su estado ni el precio a pagar, cuando se descubren, se convierten en embajadas seguras en medio del caos. ®