Este libro no cambia, es una cápsula. La voz de los versos, que es la voz de un niño afiebrado por una laringitis o por una infección estomacal, exige que todo se detenga, todo aquello que, ya sabemos, terminará por transformarse. Eso que es siempre frágil, como los secretos en el recreo o lo que se queda escrito con gis sobre el pizarrón. Todas las cosas que no pueden seguir siendo como eran.
Recuerdo al menos tres recaídas de una gripe con cuadro gastrointestinal, muchas cucharadas de un jarabe morado fosforescente, la mano de mi madre cada cinco minutos sobre mi frente y algún insecto sobrevolando la cama o pegado al techo. Las pesadillas, los termómetros, el pediatra, las suavicremas rosa mexicano como premio después de una inyección. La televisión prendida todo el día y esperar ansiosa la hora del Mago de Oz en caricaturas.
Mi hermano trajo durante esas tres temporadas la tarea que la maestra me mandaba para estar al corriente. Recuerdo, sobre todo, las cartitas de mi mejor amiga Liliana, que se caían entre las sábanas cuando abría mi cuaderno de deberes. Yo esperaba noticias del niño que me gustaba. Nunca contaba nada de él, me escribía siempre lo mismo: ¿Cuándo vas a venir a la escuela? Tengo mucho que contarte. T.Q.M. Nunca cambies. Pero era demasiado tarde. Estar todo el día en la cama luchando contra un algo que no entendía ni podía me había transformado. O tal vez no era yo quien había cambiado, pero de vuelta en la escuela las cosas nunca eran como antes. Esa sentencia infantil “nunca cambies” no podía, para mi desgracia —tal como lo escribe Inti García Santamaría en los últimos versos de su libro—, anudar lo que nunca podrá ser atado.
Los versos de esta antología personal viajan atrás en el tiempo lo más que pueden, son también un álbum de fósiles, una taxonomía de especies ancestrales, es un álbum de osamentas al que el óxido del cobre no ha cambiado.
Son esas temporadas de enfermedad, de ausencia, de sueño despierto; ese universo de situaciones cotidianas y volátiles, de lugares imaginados o demasiado reales; ese mundo inestable que atraviesa aquel que está dejando de ser un niño, al que me transportan las páginas de este libro. Porque es ése el camino que recorren los poemas que de esta antología, un camino en el que se ve, a lo lejos, a un niño varado con todos sus niños y con la misma soledad de quien enferma.
Entre las páginas de Nunca cambies, Poemas 2000–2010 [Aldvs, 2011], como cuando estuve enferma en la infancia, descubrí a un espantapájaros que fue besado por una campesina y cuyo cerebro se convirtió en una ciruela amarga, a un corazón sobreviviente y un buldog en la vitrina. Supe de un secreto y un lugar que ni tú ni yo/ (ni tú) (ni yo) revelaremos/ el nombre de una ciudad sagrada. Fue entonces cuando recordé al Mago de Oz, la espera que todos los días se hacía eterna para ver un nuevo capítulo. Seguir a esos cinco desadaptados (incluido Toto) andar una y otra vez por el mismo camino amarillo hacia lo que a veces pintaba como ningún lugar. Yo también quería conocer al mago y pedirle que hiciera algo para que las cosas en la escuela siguieran igual. Pero el pobre era un hombre común y corriente, que había llegado ahí por error, que estaba aburrido y solamente deseaba volver a casa. Alguien que, como cualquier otro, tenía la esperanza de que las cosas no hubieran cambiado demasiado en su ausencia.
Los versos de esta antología personal viajan atrás en el tiempo lo más que pueden, son también un álbum de fósiles, una taxonomía de especies ancestrales, es un álbum de osamentas al que el óxido del cobre no ha cambiado. Este libro no cambia, es una cápsula. La voz de los versos, que es la voz de un niño afiebrado por una laringitis o por una infección estomacal, exige que todo se detenga, todo aquello que, ya sabemos, terminará por transformarse. Eso que es siempre frágil, como los secretos en el recreo o lo que se queda escrito con gis sobre el pizarrón. Todas las cosas que no pueden seguir siendo como eran.
La memoria es un potro enfermo que marcha forzado hacia la casa colonial donde trabajábamos con agujas, escribe Inti. Pero la infancia y la adolescencia se han ido. Nos quedan los versos de este espantapájaros, que ahuyenta el ruido de los cuervos para poder oír la voz de ese niño, para suspenderla y fosilizarla, para lograr que nunca cambie. ®