Esta es la historia de un poemario que me detiene tanto

Detenerte tanto, de Josefa Isabel Rojas Molina

Hago fila en el Seguro Social. El nombre de esta institución me parece una ironía. Hago fila para lograr una fecha próxima donde se atienda a mi madre.

Josefa Isabel Rojas Molina

A mi madre le duelen las axilas, los senos, incluso los dientes que ya no tiene. Hago fila y las voces me saturan, me abruman, me hacen sentir la necesidad huir. Me contengo ante la imagen de mi madre en su lecho, en un solo quejido.

Permanezco y de la mochila extraigo un libro de pasta verde, mientras las voces doñas permanecen taladrando mis oídos. Abro el libro sin pensar en el número de la página y caigo en el poema que se titula “Número para una espera”. Lo leo, y espero. De pronto las voces doñas se transforman en las voces sutiles del poema, inteligente arrullo para la impaciencia y transformarla en paz, en calma.

Podría permanecer mientras leo las horas necesarias en la fila, me digo. Entonces concluyo la poesía como una casa de beneficencia para mi alma. Leo y los versos me construyen la paz, y de pronto ocurre que en la voz de esos versos están las palabras de mi madre, en medio de la vorágine enfermiza que pulula en los pasillos del seguro. Inseguro.

Precisión tienen estos versos, tino, en cada paso que construyen dentro de las páginas que son su habitación.

Me cuentan estos poemas la historia como anticipación de la ausencia que pronto será mi madre, y también digo con la mirada empañada en voz alta el poema “Se llama llorera”, y le lloro anticipado porque ya intuyo la cercanía del final que para nada será feliz.

La poesía, inmensa poesía, vaticinio, filo inmarcesible de la verdad, la razón, guión exacto donde se retrata la vida.

La poesía, esta poesía que brota desde el vientre, desde la emoción de Josefa Isabel Rojas Molina, esta poesía contenida en este libro que por título tiene Detenerte tanto, me suelta todo.

Me derrumba como esa casa vieja a la que no regresará más la abuela, y sin embargo me construye los pies sobre el pasillo para soportar la permanencia en la fila, en el interior de un lugar donde se atenta contra la vida, aunque uno asista a ese edificio del seguro con la esperanza de permanecer vivo.

Permanezco y cumplo el objetivo, mi madre tendrá la mirada de un doctor para auscultarle el cuerpo, y esto también gracias al objeto que por nombre lleva libro, porque si no fuera por la palabra que allí naufraga, vuela, aterriza, tampoco yo podría resistir el murmullo constante de tantos nombres heridos en la fila.

Se me olvidaba decir lo que pensé mientras leía, más bien lo que sentí mientras leí. Las piernas debajo de la falda de una enfermera le aumentó el ritmo a la emoción.

Y es la poesía, su poesía, la que me hace imaginarla dentro del lugar que habita y en el cual constantemente se vuelca en esos encuentros con la palabra para dibujarnos, a partir de su mundo, las imágenes que nos permiten conocer las arterias, las vías, que desde su mirada recorre y con las que inevitablemente construye, nos construye, la emoción constante.

La miré pasar y no puedo creer en las coincidencias, no cuando se trata de un poema que baja en el instante menos esperado, se instala en mis labios y ya mis ojos para mirar el contorno del cuerpo, la estética, la exquisita sugerencia de lo que se guarda debajo de unas medias blancas. Entonces viene el poema que juega en mis labios y la enfermera que me hace olvidar el murmullo de la muchedumbre, los quejidos de madre. Leo mientras veo: “No eres tú el que moja mi entrepierna/ no eres quien me vuela en los límites del desconcierto/ no eres tú y sin embargo/ contra esta certeza de saber que no eres tú/ no sé quién sea éste/ que yo quisiera fueras tú…” Fragmento éste de “Poema de hastío” que me enciende la emoción y la mente para concluir en la magia de las palabras, la magnificencia que implica el verso y degustarlo cuando es el instante más oportuno.

Mientras yo en la fila, con los olores, las voces, el dolor constante, la contradicción permanente, otra vez desde la propuesta poética de Josefa, una balsa para el río revuelto que soy que he sido.

Y es la poesía, su poesía, la que me hace imaginarla dentro del lugar que habita y en el cual constantemente se vuelca en esos encuentros con la palabra para dibujarnos, a partir de su mundo, las imágenes que nos permiten conocer las arterias, las vías, que desde su mirada recorre y con las que inevitablemente construye, nos construye, la emoción constante.

Aborto el interior del Seguro Social, nombre otra vez que nombro y me suena a ironía, a crueldad. Salgo a la vida y el cielo de nuevo sobre lo que soy. El chofer de un camión obedece a la seña que le hago, trepo y desde la penúltima fila de asientos miro a través de la ventana el cielo blanco casi gris. Que se cae, casi, me doy cuenta. Y entre el movimiento del cuerpo mis ojos para indagar el poema de la página ochentaiuno. Leo: “Estas nubes van que vuelan para nieve/ se les ve en los pies las ganas/ de quebrarse como jicarita de agua/ dulce/ se les nota/ aunque lo disimulen/ anhelos de caer remotamente/ como plumas/ no llegar al suelo nunca/ sino al rato/ se les nota/ ¿cómo te dijera?/ el ansia de volvernos un poco más amable con su frío caliente/ Estas nubes no pueden ya disimular/ los deseos que tienen de dejarse ir/ de ser un roce de blancura/ en este invierno/ estas nubes de plano/ ya no quieren/ seguir siendo nubes…”

Levanto la mirada, en pleno vientre de la ciudad, el cielo se desploma en plumas. Los niños juegan a ver la nieve. Cae. En mi ciudad donde la historia es fuego. Ocurre lo imposible, porque la poesía así lo dispone. Y en Josefa Isabel Rojas Molina, para decir la vida, la imposibilidad no existe.

Y ya me voy, porque, parafraseando a Josefa, es hora de cerrar el cielo. ®

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Publicado en: Enero 2012, Libros y autores

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