Lo mejor es el guardia acolchonadito que dirige el tráfico en el estacionamiento gratuito de enfrente. Gesticula: ¿izquierda o derecha? Y se para en medio de los camiones para que tú pases. Las mentadas del booster de los frenos le hacen lo que el viento a Juárez.
Un inconveniente cuando se visitan las inmensidades de la FIL es encontrarse con salones enteros atestados de adolescentes ruidosos que dejan a su paso ese olor característico de la edad y que le gritan a sus profesores en medio de las conferencias para saber con cuántos puntos de calificación les pagarán los veinte minutos de abulia frente a un tipo que a leguas se ve que se las truena —dicen los mozalbetes— mientras les habla de mundos multicolores donde se puede ser perverso.
Pero si uno se acostumbra hay otra fauna que deambula por estos pasillos y es harto interesante observarlos: los aspirantes a letrados: barbilla en mano, gruesas bufandas, mezclilla roída o pana, sacos comprados en las tiendas de escritores, más ropa de la estrictamente necesaria a cambio de que el mundo se entere de qué va su oficio. Se ven absortos en las charlas, haciendo anotaciones y haciendo notar que hacen anotaciones con lápices ruidosos en blocs impracticables. Es una maravilla.
Como lo son esos largos stands con libros de Ediciones Leyenda u otras firmas más o menos legibles en las contratapas, a veinte pesitos, llévelo, e igual te encuentras a Balzac que a Kafka. La gente se amontona alrededor de los exhibidores como si se tratara de una venta de saldos en un bullicioso tianguis. En próximos años habría una evolución: cincuenta varitos el kilo de libros. Será la onda. Y para seguir la tendencia hipster que te regalen una bolsa como las que usan las abuelas en el mandado.
Me causan alguna aprensión esos localitos de editoriales incipientes o con un catálogo de libros inverosímiles. Uno puede pasar una y otra vez por el pasillo y ni una sola alma se acerca al lugar. Veo a los empleados, con las manos en la espalda al pie de sus stands, dando algunos pasos, hurgándose discretamente las narices, conviviendo con sus teléfonos celulares o sus computadoras, sentándose, parándose, sentándose, con la vista clavada en la morenaza del puesto de libros de autoayuda de enfrente. Quisiera comprarles algo para hacerlos felices. Pero no: ya hice mi lista. Es estricta.
Algo más: cuando, después de que un joven practicante que hace las veces de guardia de seguridad te coloca el sello desparramado en tinta en la mano para que puedas salir a fumar, afuera, te sientes como si la FIL estuviera en Nueva York. Pero no por el glamour: todos los desconocidos, abrigados hasta el cogote, se piden cigarrillos entre sí. Da güeva salir hasta la avenida a buscar a las indígenas esclavizadas tras una canasta de papas y cigarros a tres cincuenta, así que el lugar, la esquina detrás del foro al aire libre, se vuelve un sitio de encuentros que duran lo que dura un cigarrillo en consumirse. Y todos solidarios. Cada año que voy conozco a alguien en estos maceteros, alguien que me pide un cigarro o alguien a quien le pido uno. La FIL es fraternal, al menos entre fumadores. Viva. ®