¿Evolucionará México hacia la socialdemocracia?

Qué hacer después del desastre…

Parece temerario plantear esta pregunta cuando el Estado mexicano empieza a mostrar signos de Estado fallido por su impotencia ante la violencia homicida y la inseguridad causada por el crimen organizado.

Esta escalofriante situación, el fragor de las batallas políticas y el divisionismo ideológico atizado por el gobierno nos hacen perder de vista la emergencia de un hecho fundamental: la formación de un consenso por la creación de un Estado de bienestar universal que disminuya la desigualdad y la pobreza. Este consenso es compartido por todas las fuerzas políticas, incluyendo a los líderes empresariales que participan abiertamente en política. Todos ellos concuerdan, explícita o implíctamente, en que no es posible ni deseable restaurar el modelo económico neoliberal y que la gran tarea presente es construir un piso parejo que descargue las tensiones sociales acumuladas y abra oportunidades de progreso para todos los mexicanos.

Este consenso ha surgido de la dura realidad de los hechos. En primer lugar la masiva votación por López Obrador y su movimiento Morena, que no ha hecho sino crecer desde 2018, pese a los desastrosos resultados de su gobierno en todos los renglones: la economía no ha crecido; la inversión privada está estancada; la gestión de la pandemia del covid-19 ha sido literalmente mortal; el gasto público está concentrado en proyectos de dudosa rentabilidad y cuyo costo es mucho más alto que el estimado en perjuicio de gastos esenciales de protección social; la corrupción política campea a sus anchas, y la administración pública está en manos de funcionarios improvisados cuyo único requisito es la lealtad al presidente, todo ello marcado por una tendencia indudable a la concentración del poder político en el poder ejecutivo y la militarización del territorio nacional y la administración pública.

Ante estos hechos no es fácil encontrar una explicación del apoyo popular al presidente, considerando que la mayoría reprueba sus políticas. Es probable que muchos mexicanos sigan confiando en los hombres providenciales, como ha sido a través de la historia, pues es indudable que la mayoría, sobre todo los más pobres, identifican a López Obrador como el campeón contra el neoliberalismo, del cual no desean saber nada.

La socialdemocracia respeta la libertad individual, que incluye la libertad de empresa, pero pone límites a la concentración de la riqueza en pocas manos y procura la distribución equitativa de sus frutos. Para la socialdemocracia la riqueza económica es un producto social, no individual.

Los opositores admiten esta realidad y reconocen a López Obrador el mérito de haberla puesto en lo alto de la agenda nacional. Ésta es la base del consenso. Aparte de esto, no hay nada en lo que estén de acuerdo con el gobierno, pero los partidos de oposición carecen de fuerza por sí mismos. De ahí la importancia de que se unan y obtengan apoyo de fuerzas no partidistas. De hecho, en la elección intermedia de 2021 se unieron en el frente “Va por México” y lograron crear un balance en la Cámara de Diputados. Este frente ha derrotado iniciativas de reformas regresivas del gobierno, como la de reforma de la industria eléctrica, cuyo objetivo era restablecer el uso de fuentes de energía contaminantes, centralizar compulsivamente la industria y obstruir la participación del capital privado sin presentar una opción financiera y técnica viable. La derrota de esta iniciativa en el Congreso ha fortalecido la convicción de la oposición de mantenerse unida y aumentar su votación.

Tenemos, pues, tres grandes acuerdos que subyacen al nuevo consenso: la necesidad inaplazable de crear un Estado de bienestar universal, detener la deriva autoritaria y militarista del gobierno, y abrir espacio para la participación del capital privado con responsabilidad social. Como lo muestra la historia del siglo XX, éstas son algunas de las condiciones básicas de un Estado socialdemócrata.

La socialdemocracia no es un socialismo deslavado ni una máscara social del liberalismo económico desenfrenado, sino una ideología por derecho propio, orientada a conciliar la justicia social con las ventajas del capitalismo como creador de riqueza. La socialdemocracia respeta la libertad individual, que incluye la libertad de empresa, pero pone límites a la concentración de la riqueza en pocas manos y procura la distribución equitativa de sus frutos. Para la socialdemocracia la riqueza económica es un producto social, no individual.

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La emergencia de un Estado socialdemócrata no sería una novedad en México. Si exceptuamos el autoritarismo gubernamental y la hegemonía no democrática del PRI y sus antecesores, tal fue la ideología que imperó en el país desde 1920 hasta 1982. Este perfil socialdemócrata fue producto de la Revolución mexicana y empezó a regir antes de que los países desarrollados adoptaran políticas similares. En este largo periodo el Estado mexicano creó un Estado de bienestar, expandió la clase media, participó activamente en la economía y estimuló la creación de una clase industrial nacional.

Entre 1952 y 1980 la economía mexicana creció más de 6 por ciento en promedio anual. La clase media, los servicios sociales y la infraestructura aumentaron exponencialmente, si bien permanecieron y se formaron nuevos bolsones de pobreza en el campo, mientras las ciudades fueron rodeadas por cinturones de miseria. Este modelo mostró su agotamiento a finales de la década de los sesenta, fue transformado en la década de los setenta y finalizó en 1980–1982 a causa de la crisis financiera global que azotó entonces a los países deudores de todo el mundo.

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La trayectoria socialdemócrata de México a lo largo de sesenta años y la situación creada por la victoria de López Obrador en 2018 encajan claramente en el “doble movimiento” que Karl Polanyi identificó como la dinámica del mundo moderno: procesos de expansión capitalista que provocan reacciones de protección de la sociedad y crean nuevas dinámicas económicas, políticas y sociales (La gran transformación, 1944).

La primera reacción defensiva de la sociedad mexicana a la expansión desenfrenada del capital en el siglo XX fue la revolución mexicana (1910–1920), que desembocó en un régimen de justicia social dirigido por caudillos que crearon instituciones sociales duraderas, apoyados por obreros y campesinos. Los momentos estelares de este nuevo régimen fueron las presidencias de Álvaro Obregón (1920–1924), Plutarco Elías Calles (1924–1928) ―cuya influencia se prolongó en las tres presidencias breves que le siguieron hasta 1934― y su culminación en la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934–1940). El régimen de justicia social de México es pues anterior al New Deal de Franklin D. Roosevelt, del cual se benefició políticamente. Al expropiar las compañías petroleras extranjeras en 1938 el presidente Lázaro Cárdenas razonó que la relación de fuerzas en Estados Unidos favorecería su histórica decisión, como en efecto ocurrió.

El mundo de posguerra restó radicalismo a los gobiernos mexicanos sin orillarlos a abandonar su compromiso social del todo. Sin embargo, el primer lugar de la agenda fue ocupado por la industrialización del país sin que hubiera una clase industrial que la encabezara. Así que el gobierno asumió ese papel en forma directa, al tiempo que animaba y protegía el nacimiento de una clase industrial nacional que resultó muy dependiente del gobierno. Este modelo fue llamado “desarrollo estabilizador” (1952–1970). El cambio de prioridades afectó el ingreso y las condiciones de vida de obreros y campesinos, pero las sucesivas administraciones intentaron compensar este perjuicio con la ampliación de los servicios de salud y educativos para toda la población, al tiempo que mantenían a raya las demandas salariales de los trabajadores para favorecer a la nueva clase industrial.

Fue entonces cuando el gobierno mexicano empezó a depender del crédito externo a partir de 1973. Esta política fue profundizada por el presidente José López Portillo (1976–1982), hasta que la caída de los precios del petróleo y el aumento de la tasa de interés provocaron una profunda crisis de deuda que se prolongó durante toda la década de los ochenta.

Este estado de cosas se mantuvo hasta 1970, cuando el gobierno de Luis Echeverría (1970–1976) retomó y reforzó el compromiso social legado por la Revolución mexicana. Para ello era necesaria una reforma fiscal pero los intereses creados durante el “desarrollo estabilizador” la impidieron. Fue entonces cuando el gobierno mexicano empezó a depender del crédito externo a partir de 1973. Esta política fue profundizada por el presidente José López Portillo (1976–1982), hasta que la caída de los precios del petróleo y el aumento de la tasa de interés provocaron una profunda crisis de deuda que se prolongó durante toda la década de los ochenta. Pese a haber terminado en crisis económicas devastadoras, los gobiernos de Echeverría y López Portillo legaron una vasta obra social en educación, salud e infraestructura.

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Lo demás es historia muy conocida. Después del interregno del presidente Miguel de la Madrid (1982–1990), el gobierno mexicano adoptó el programa neoliberal que imperó desde 1990 hasta 2018, cuando la historia dio el vuelco que tiene ahora al país en vilo. A pesar de la retórica del gobierno actual, que pinta de negro todo el periodo neoliberal, hubo avances políticos importantes en ese periodo, como la adopción del sistema democrático con instituciones sólidas que facilitaron la alternancia en el gobierno federal y en casi todos los gobiernos estatales y municipales desde el año 2000.

Por desgracia, si exceptuamos la alternancia, la mayor transparencia de los asuntos públicos y el clima de libertad de expresión, la democracia no ha arrojado frutos materiales para la mayoría de la población. Durante la transición política que empezó en el año 2000 los actores políticos se abocaron al reparto de puestos y prebendas, dejando intocado el modelo económico neoliberal. Por su parte, los medios de comunicación y la opinión pública dominante, que también daban por sentada la bondad del neoliberalismo, se concentraron en atacar la corrupción, como si ésta fuera el único obstáculo para que ese modelo económico diera los frutos prometidos.

La aceptación explícita o implícita del modelo económico neoliberal por los actores políticos, el bajo crecimiento económico, la concentración de la riqueza, el aumento de la pobreza y los escándalos de corrupción política atizaron la furia de los pobres y de la clase media no sólo contra el neoliberalismo sino contra el sistema político en conjunto, creando así el ambiente para el triunfo de López Obrador y Morena.

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Muchos opositores asimilan a López Obrador con Echeverría y López Portillo en sentido peyorativo, pero cometen un doble error. Primero, esos presidentes no fueron lo que ellos piensan; la narrativa que aducen es la de los centros de poder financiero mundial que culparon a los gobiernos nacionales de la crisis financiera sistémica del eurodólar que causó el incumplimiento de cuarenta países deudores. Segundo, la mayor parte de la obra material de esos gobiernos fue financiada con deuda externa, algo que López Obrador rechaza explícitamente.

Por otro lado, hay condiciones objetivas y subjetivas diferentes a las de entonces. Las condiciones objetivas más importantes son la integración comercial de México con Estados Unidos y Canadá, y el surgimiento de una clase empresarial independiente de los favores del gobierno, aunque muy temerosa de él. La condición subjetiva más importante es el surgimiento de una clase medida educada bien informada y muy participativa en redes sociales, medios de comunicación y organizaciones de la sociedad civil.

Queda la cuestión de si esta nueva clase media, los empresarios participativos y los partidos de oposición serán capaces de ofrecer ideas convincentes a la mayoría del electorado en la elección presidencial de 2024. En caso afirmativo podríamos tener un nuevo equilibrio de poder. El mayor desafío sigue siendo el estado de conciencia de la mayoría de los mexicanos, que parece conformarse con las dádivas que el presidente de la república les dispensa. Este es el mayor obstáculo para la creación de un Estado socialdemócrata, cuya condición subjetiva fundamental es la existencia de una ciudadanía informada y participativa. ®

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Publicado en: Política y sociedad

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