El secretario de Estado norteamericano arribó a una ciudad inundada con banderas de su nación, de todos los tamaños, en un desenlace insólito para la historia de héroes y villanos con la que siempre nos dormían, y donde la bandera norteamericana siempre funcionaba como la insignia diabólica…
Un día después de haberse restablecido las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba, pasaba por el malecón habanero en uno de esos Frankenstein criollos —un auto con carrocería Moskvich, interior de Peugeot y adaptado para petróleo— como la guinda del pastel a un recorrido en el que, parafraseando a Bonifacio Byrne, muchas banderas había visto además de la mía —todas con aquel modelo de las listas y las estrellitas que durante mi infancia siempre fueron foco de odio y resentimiento—, pude distinguir que de aquel “monte de las banderas”, colocado años atrás para tapar una marquesina con titulares noticiosos sólo quedaba una única bandera cubana, en primera fila. Las demás no estaban. Ni las negras con estrellita blanca estrenadas por el gritón (líder entonces de la Juventud Comunista y protegido de Fidel Castro) Hassan Pérez, ni las de Narciso López (conspirador y expedicionario contra la corona española), las de franjas azules, triángulo rojo y estrella solitaria.
Antes de perder la señal de internet en mi celular luego de despegar del aeropuerto de la Ciudad de México, había leído cómo las agencias anunciaban para ese mismo día el histórico deshielo oficial de las relaciones Cuba–USA. Se hablaba de un “pabellón cubano” izado en el tal Monte de las Banderas, pero transitando por allí al día siguiente apenas alcancé a distinguir a mi bandera cubana, “la bandera más bella que existe”, ondeando aburrida entre centenares de astas que ahora sólo lucían como pálidas estacas, sin demasiado valor ideológico, frente a la recién renombrada embajada americana.
Al cruzar hacia la heladería Coppelia un automóvil que casi me atropella tenía, al interior de su parabrisas, las dos banderitas, la cubana y la norteamericana, así, como muestra de amistad inquebrantable, como quien en los setenta llevase la banderita soviética junto a la criolla en un Lada 1600.
Los guardias nacionales habían cambiado, sustituidos por custodios gringos con camisa blanca, y el ambiente alrededor del edificio no era sino el mismo que, con sorpresa inabarcable, presencié durante varios días en cualquier avenida habanera. Al volver de distante rivera, después de casi una década, pude comprobar que de aquellos viejos códigos del diversionismo ideológico castrista no quedaba ni rastro.
En pleno 23 y L, por la misma acera del cine Yara, un vendedor de granizado lucía (¡Omaigá!) un par de banderas norteamericanas en el techo de su carrito. Nadie parecía escandalizarse por ello. Al cruzar hacia la heladería Coppelia un automóvil que casi me atropella tenía, al interior de su parabrisas, las dos banderitas, la cubana y la norteamericana, así, como muestra de amistad inquebrantable, como quien en los setenta llevase la banderita soviética junto a la criolla en un Lada 1600. Le tomé foto y muy amable me hizo el signo de la V con la mano. Poco después ya pude darme cuenta de que no era excepción, sino norma, que colgar banderitas imperialistas en los automóviles se había vuelto tan común como cuando décadas atrás les dio por adornar el retrovisor con discos compactos rayados.
Entre quienes merodeaban las aceras y el “parque de los lamentos” de la extinta Oficina de Intereses se comentaba que la bandera norteamericana, la grande, la espectacular, no sería izada hasta la visita de John Kerry a La Habana, programada para el 14 de agosto, pero todo parece indicar que el secretario de Estado norteamericano arribará a una ciudad ya inundada con banderas de su nación, de todos los tamaños, en un desenlace insólito para la historia de héroes y villanos con la que siempre nos dormían, y donde la bandera norteamericana siempre funcionaba como la insignia diabólica, el estandarte del enemigo perverso, el símbolo que era quemado en todas partes del mundo en repudio a sus portadores indeseables.
También míster Kerry encontrará a las arterias principales —como la calle 23 y Línea, incluso sus extensiones a Marianao, 41 y 31— recién pavimentadas en su honor y en el del papa Francisco. Las calles interiores seguirán siendo un festival de baches, pero como siempre, la fachada será lo más importante. Y si como ahora esa fachada va a lucir colmada de banderitas norteamericanas, pues tanto mejor. El propio Historiador de la Ciudad, el oficialista Eusebio Leal, ha declarado que “Cuba es antiimperialista, no antiestadounidense”, y aunque con ello pretenda olvidar —cosa contradictoria en un historiador— que hasta hace un par de lustros la gente iba presa, perdía el trabajo o los estudios si se le ocurría usar, ostentar o llevar encima una pérfida banderita norteamericana, al menos su retórica parece enunciar la nueva postura del castrismo coqueto del siglo XXI, ésa que ya es capaz de deslindar responsabilidades entre Walt Whitman y Harry Truman, entre Jimmi Hendrix (Eric Clapton no, Nicolás, ese es británico, lo siento) y Ronald Reagan.
La Habana ha concluido su fábula con lobos y ovejas, y aunque la moraleja todavía sigue siendo dudosa, porque en la vida real nunca se sabe bien quién es el lobo y quién es la oveja, ni quién se disfraza de qué a estas alturas, lo cierto es que el cubano común ya no camina por calles llenas de publicidad antiimperialista, que ya no queda ni el eco de aquellos discursos de —el posteriormente defenestrado y hasta espiado— Hassan Pérez Casabona al inaugurar el Monte de las Banderas, con 138 insignias negras que representaban luto y sufrimiento en 138 años de lucha contra el malvado imperialismo, cuando con las venas del cuello casi a punto de reventar dijera: “no serán arriadas, no se plegarán, permanecerán señeras, altivas, vigilantes. Como centinelas insomnes de la Patria en amaneceres y crepúsculos, resistirán hermosas y puras vendavales y tempestades y podrán divisarse como las más bellas que existen en el llano, en el mar y en la cumbre”.
Aquel día de tránsito en el Moskvich de petróleo con interior de Peugeot, de la abrumadora cursilería de las “tribunas abiertas” sólo quedaba el Protestódromo vacío, con aquel adefesio de estatua de José Martí cabezón, con el niño Elián al hombro y extendiendo su dedo acusador hacia las oficinas del imperio y, famélica, minimizada por la invasión de sus homólogas del norte, una aislada bandera cubana flotando con las brisas del malecón. ®