Federico Fellini o La invención de la memoria

La reinvención del tiempo perdido

Ante la imposibilidad del aparato cinematográfico de recuperar el tiempo perdido, tal vez el cine —como nos muestra Fellini— ofrezca otra posibilidad no menos asombrosa y fantástica: la posibilidad de inventarlo, reinventarlo.

¿Cómo se hace para contar cosas que existen realmente? Me siento mejor inventando. La Rímini real, aquella en la que viví los años de la infancia y de la adolescencia, se confunde con la otra, imaginada, recreada, reconstruida en mis películas en Cinecittà o en la parte vieja de Viterbo y en Ostia. Los dos recuerdos se traslapan y no logro ya diferenciarlos.
—Federico Fellini, Les cuento de mí. Conversaciones con Costanzo Costantini

Federico Fellini

En su último filme, La voz de la luna (1989), en la misma nota nostálgica que predominara en Ginger y Fred (1986)y Entrevista (1987), Fellini, basado en la novela de Ermanno Cavazzoni, Il poema dei Lunatici, da vida a personajes habitados por fantasmas, que viven en un extraño pueblo donde la luna es la presencia más predominante. Fellini, en boca de Ivo (Roberto Begnini), da cuenta de su propio testamento, de la visión poética que animó buena parte de su obra, cuando durante una secuencia que resuena con varias de sus otras películas al repetir la imagen de un adulto que se mete debajo de la cama para descubrir el mundo de sus recuerdos y de sus fantasías, dice: “¿Adónde van las chispas? ¿Y el fuego cuando se apaga, igual que la música, que nadie sabe a dónde va cuando termina? Cuántas ideas se me ocurren al estar aquí, abuela. Pero desaparecen como las chispas. ¿Cómo detenerlas, abuela? ¿Se puede? Cómo me gusta recordar más que vivir; al fin y al cabo, ¿cuál es la diferencia?”

A propósito del filme documental París 1900 Bazin decía que la tragedia propiamente cinematográfica era la de realizar la paradoja de un pasado objetivo, es decir, la representación de una memoria exterior a nuestra conciencia: “El cine es una máquina de encontrar el tiempo para perderlo mejor”. Trágica, también, era el nacimiento de “esa mirada impersonal que el hombre detiene desde ahora sobre su historia”.1 A lo largo de su carrera como director Federico Fellini haría uso del aparato cinematográfico para buscar, como querría Proust, un tiempo perdido… aun si nunca lograra encontrarlo realmente.

Es bien sabido que una de las características del neorrealismo, al menos tal como fue entendido y practicado en sus inicios, era estar muy cercano al documental, servir como testimonio histórico. “Los directores neorrealistas”, dice Verdone, “son documentalistas en espíritu […] respecto de la sociedad, frente al sentimiento humano de aquellos que componen la sociedad, frente a los hombres…”2 Y en efecto, no otra fue la intención de Roberto Rosellini cuando cámara en mano recorre, graba y documenta con su lente la Roma despojada, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial y de la ocupación germana, con el fin de hacer un filme documental sobre el sacrificio de un sacerdote romano (don Luigi Morosini), quien fuera asesinado por los nazis por participar activamente en favor de la resistencia italiana. Con Roma, ciudad abierta (1945) por fin se cumplía la sentencia de Leo Longanesi, quien ya en 1935 afirmaba: “Es necesario bajar a las calles, a los caseríos, a las estaciones: solamente así podrá nacer un cine a la italiana”.

Desde el inicio de su carrera la obra de ese “provinciano”, como dijera Rosellini después de haber visto La dolce vita (1960), sería reconocida por su carácter autobiográfico, situación que haría que buena parte de los críticos buscara claves de interpretación de sus filmes en su supuesto pasado, y que también, con el paso del tiempo, serviría para acusar al director de Ocho y medio (1963) de repetirse una y otra vez y de vivir y de recrear su “mundo personal”, sus recuerdos, desinteresándose por los problemas contemporáneos y por el mundo que lo rodeaba. El propio Guido Aristarco, que tan duramente criticara sus filmes, reconocía: “El recuerdo […] es lo que más fascina a Fellini, lo que promueve en él una inspiración, a veces llena de vida, y de intuiciones con frecuencia asombrosas”.3 Por ejemplo, sobre la concepción y la elaboración del guión de su primer largometraje Luces de variedades (1950), codirigido con Lattuada, Fellini afirmaba haberse inspirado en sus recuerdos de cuando viajaba con el actor Aldo Fabrizi por Italia con una compañía de revista (llamada supuestamente “Chispas de amor”). A pesar de que este último desmintió la fantástica historia de Fellini, él se aferró a ella y pasó a formar parte de su biografía imaginaria. “‘Miente hasta cuando dice la verdad’, se decía de él. Decía él de sí mismo: ‘Muchos dicen que soy un mentiroso, pero también los otros mienten. Las mentiras más grandes sobre mí las he oído de otros. Podría desmentirlas, pero, como soy un mentiroso, nadie me creería’”.4

“El cine es una máquina de encontrar el tiempo para perderlo mejor”. Trágica, también, era el nacimiento de “esa mirada impersonal que el hombre detiene desde ahora sobre su historia”.1 A lo largo de su carrera como director Federico Fellini haría uso del aparato cinematográfico para buscar, como querría Proust, un tiempo perdido… aun si nunca lograra encontrarlo realmente.

Toma de conciencia del mundo, posición moral, descubrimiento de la actualidad, manifestación de rebelión, humanismo revolucionario, cualquier definición de neorrealismo estaba condenada a quedar siempre estrecha, y en todo caso Fellini desde sus primeros largometrajes, específicamente con Los inútiles (1953), empezó a deslindarse de lo que con el paso del tiempo y a medida que el neorrealismo fue ganando reconocimiento internacional terminaría convirtiéndose en una pesada carga: la omnipresente y aplastante “realidad”, cuya definición y forma de representarla cinematográficamente habría intentado ser monopolizada por algunos teóricos e ideólogos de ese movimiento.

Si bien es cierto que Los inútiles hace un retrato de algunos personajes y de la vida en provincia, la forma que tiene de representar la plaza, la playa, el cine, las calles de la ciudad por la noche, así como la presencia de las fuerzas naturales (el viento que sopla desde el inicio del filme y que recorre las plazas y la playa, o la lluvia y los truenos que irrumpen durante la premiación de “Miss Sirena”), hace de los espacios cotidianos algo más que un mero “escenario” o un decorado teatral donde transcurriría la acción. El espacio se vuelve indisociable de los personajes, o como dice Bazin, “Todo sucede en efecto como si, llegados a este grado de interés por las apariencias, comenzáramos a ver los personajes no ya en medio de los objetos sino a través de ellos. Quiero decir que, insensiblemente, el mundo ha pasado de la significación a la analogía y de la analogía a la identificación con lo sobrenatural”.5 La idea de Bazin de que el neorrealismo representaba no un real ya descifrado sino un real por descifrar cobra mayor sentido en la obra de Fellini, y es también este crítico francés quien atinadamente observó la carga poética que se manifestaba en la representación de la realidad ordinaria, y afirmaba que —al menos hasta Las noches de Cabiria (1957)— Fellini, lejos de contradecir el realismo o el neorrealismo, le daba su total cumplimiento mediante una “reorganización poética del mundo”.

Durante algunos años Fellini persiguió la idea de llevar a la pantalla una suerte de continuación de Los inútiles que tratara sobre la vida de Moraldo en Roma, el vitellone que finalmente logra abandonar el pueblo. El guión de Moraldo en la ciudad, en el que colaboraría Tullio Pinelli, narraba los recuerdos, las impresiones, algunas situaciones y retrataba a algunas personas que Fellini conoció cuando llegó a la ciudad proveniente de la provincia; se trataba, pues, de hacer un filme completamente autobiográfico. Si bien esa película nunca pudo realizarse, buena parte de ese material sería posteriormente utilizado para la filmación de La dolce vita, donde ese joven ingenuo, Moraldo, habría sido transformado en el periodista cínico y desencantado interpretado por Marcello Mastroiani.

Con un enorme reconocimiento internacional (y con el consiguiente apoyo financiero que por ello recibió de varios productores como Dino De Laurentiis y Alberto Grimaldi), especialmente después del éxito de este último filme, Fellini pudoexplorar no sólo otras capas de la realidad sino también las posibilidades de la representación cinematográfica para abordar la indiscernibilidad del mundo onírico, la fantasía y la realidad en Ocho y medio (1963).

En esa película lo autobiográfico supera lo anecdótico cuando Fellini, acorralado y presionado por los productores, tal como el mismo Guido (Marcello Mastroiani), crea una película sobre un director que se enfrenta ante la imposibilidad de hacer una película. El filme, como explica Christian Metz, deviene una construcción en doble espejo: “[Ocho y medio] No sólo es un filme acerca del cine, sino que es un filme acerca de un filme que a su vez se refiere, presuntamente, al cine; no sólo es un filme sobre un director, sino un filme sobre un director que se refleja a sí mismo en el filme”.6

La exploración de la historia, los recuerdos y el documental tomará cauces muy peculiares en los largometrajes posteriores a Julieta de los espíritus (1965). Satyricon (1969) fue una película basada en una interpretación libre de la obra homónima de Petronio. Poco preocupado por la fidelidad con respecto al texto literario, el alumno de Rosellini tampoco mostraría mucho interés por recrear la Roma de Nerón o por hacer un filme épico. “Fellini quería una sensación de lejanía de la época que estaban recreando. Todo debía parecer deformado, extraño y como visto entre sueños”.7 Ante algunas críticas sobre esta situación Fellini afirmaba que era imposible saber cómo era la vida realmente en la antigua Roma, y más aún, decía: “Yo no soy un historiador, sino, en todo caso, un ficciohistoriador, y un ficciocientífico. Como ya dije, quería hacer una película fuera del tiempo, pero me fue imposible no ver que el mundo descrito por Petronio se parece sorprendentemente al mundo en que vivimos, en el que vivo yo también”.8

En la continuación de su exploración de la representación cinematográfica, financiado por la Radiotelevisión italiana (RAI), Fellini se embarcó en la producción de un filme sobre los payasos, en el cual se permitiría parodiar la forma del cine documental, entre otras formas, mediante la utilización de extras en lugar de payasos verdaderos y desechando la filmación de escenas en el Cirque D’Hiver para utilizar, mejor, un circo inventado por él mismo. “En mitad del trabajo”, dijo, “me di cuenta de que no estaba haciendo un documental, sino lo que tenía en la cabeza. Hice una broma de mí mismo, mi gente y el documental”.9

Federico Fellini

Los payasos (1971) es un filme clave en la producción de Fellini. La primera parte de la película es abordada desde una perspectiva subjetiva: trataría de representar el asombro y la extrañeza que un circo recién levantado y los fantásticos personajes que lo habitan provocan en un niño. Así, asistimos a la primera visión que éste tiene del circo y sus personajes durante un ensayo y durante una función. La identificación de la cámara con la visión del niño termina cuando éste, en mitad de la función, rompe en llanto y su madre lo saca de allí. La siguiente secuencia, que muestra al mismo niño asomándose por la ventana, mirando con extrañeza el lugar donde tendría que estar el circo, es acompañada por una voz en off de un adulto que, hablando en primera persona, explica las sensaciones de ese niño, es decir sus propias sensaciones. La voz no es otra que la del propio Fellini quien, de esta manera, establece una identificación entre ese niño, las imágenes y sus recuerdos, su memoria. A partir del momento en que entra el narrador hay un ligero desplazamiento del punto de vista de la cámara. Aunque el narrador sigue hablando en primera persona, pasa de una memoria individual a una memoria colectiva cuando dice: “Esos rostros de yeso, y esa expresión enigmática, como máscaras estrábicas de borracho, los gritos, las risas endiabladas, los chistes tontos y crueles, me recordaban a otros personajes extraños e inquietantes que se encuentran en todos los pueblos de provincia”. Ese desplazamiento, ese ligero paso de la memoria individual a la colectiva es un procedimiento típicamente felliniano y ejemplifica la forma en que juega con la representación de la memoria. A continuación la voz en off presentará una serie de personajes, y si bien es cierto que algunos de ellos tienen nombres propios —lo cual implica que forman parte de los recuerdos del narrador, es decir, que él los habría conocido—, lo cierto es que pretenderían representar “tipos” antes que personas (El mutilado de la gran guerra, La monja enana, El jefe de la estación, etc.). Este juego entre lo objetivo y lo subjetivo, entre lo documental y lo fantástico, es apoyado por el punto de vista de la cámara, que desde el momento en que interviene el narrador, como en un documental típico, ha dejado de estar identificada con la visión del niño, y pretendería hacer una descripción objetiva de los personajes que desfilan frente a ella. Asombrosamente, empero, esta descripción “objetiva” es sutilmente desplazada de nuevo cuando llegamos a la secuencia de los hombres del pueblo reunidos en un bar para jugar al billar. Como en un aura de ensueño —reforzada por la penumbra del lugar así como por el humo de los cigarrillos— irrumpe en el mundo ordinario de estos hombres una rubia envuelta en un abrigo de piel blanca al tiempo que suena como fondo el vals “Fascinación” de Marchetti, que no sólo rompe la narración “documental” que hasta entonces contaba únicamente con sonido ambiental, sino también describe el efecto que esta presencia provoca en los jugadores y en nosotros, todos espectadores, los primeros fascinados con la rubia, los segundos, con esta bella secuencia.

Fellini es el director que lleva al extremo buena parte de las tesis más “dogmáticas” del neorrealismo: si se trata de hacer un documental Fellini explora la forma, juega, parodia y hace evidentes y parte intrínseca de la obra, el continuum y la interrelación de lo objetivo y lo subjetivo, lo real y lo imaginario, lo individual y lo colectivo; si se trata de mostrar “tipos” antes que actores, busca, y si no encuentra, caracteriza seres grotescos, caricaturiza, hiperboliza gestos, rasgos físicos o morales, para hacer más evidente las realidades que más bien querrían permanecer ocultas (la vulgaridad, el autoritarismo, lo grotesco), y también, si se trata, como querría Cesare Zavattini, de tomar un hecho cualquiera y desentrañarlo hasta lograr transformarlo en espectáculo, Fellini hará de la realidad misma un espectáculo: “‘Lo real se hace espectáculo o espectacular, y fascina realmente. […] Lo cotidiano se identifica con lo espectacular. […] Fellini alcanza la anhelada confusión de lo real y el espectáculo’ negando la heterogeneidad de los dos mundos, borrando no sólo la distancia sino la distinción entre espectador y espectáculo”.10

En Los payasos el paso de la realidad del espectáculo al espectáculo de la realidad opera al mismo tiempo que se pasa de la narración subjetiva a la objetiva, es decir, cuando la cámara abandona la carpa, el espectáculo circense, circunscrito espacial y temporalmente, para hacernos mirar ese mismo espectáculo en los personajes, en los tipos que habitan “todos los pueblos de provincia”. No sólo todos tenemos rasgos de payasos; el circo mismo está en cualquier calle, y se representa y manifiesta cotidianamente.

A pesar de parodiar la forma del documental, de haber utilizado extras en lugar de payasos, de haber preferido un circo de su invención a un circo “real”, Los payasos, después de todo, no deja de ser un testimonio, un esfuerzo por dejar un relato, una representación, por tratar de detener algo, una forma de vida destinada a desaparecer; en suma, no deja de ser un ejercicio por recordar, por conservar de alguna manera la memoria individual y la colectiva inclusive si para hacerlo es necesario inventarlas. “Los payasos”, dice Fellini, “son los primeros y más antiguos contestatarios, y es una lástima que estén destinados a desaparecer ante el acoso de la civilización tecnológica. No sólo desaparece un microuniverso humano fascinante, sino una forma de vida, una concepción del mundo, un capítulo de la historia de la civilización”.11

El cine es luz, dice Fellini, pero esa luz que toma del mundo, de los objetos del mundo, crea necesariamente fantasmas en las sombras que proyecta, como en la secuencia final de Roma cuando de noche las motocicletas recorren a alta velocidad las calles de la ciudad y con sus faros encendidos van formando sombras tan fascinantes como los propios objetos alumbrados.

Si en Roma (1972) Fellini, combinando la forma del documental con el relato de ficción como en Los payasos, nos presenta un fresco fantástico no ya de una Roma mítica, como en Satyricon, sino de una Roma contemporánea, Amarcord (1973) será el mayor esfuerzo del director por recrear y reinventar su pueblo natal en los estudios de Cinecittà y de utilizar la pantalla para dar vida a sus recuerdos (el origen mismo del título de la película provenía de una frase del dialecto de la Romagna: amarcor, que significa “yo recuerdo”), en una clara intención por conservar la memoria, como el propio director declararía: “Contando la vida de un pueblo, yo cuento la vida de un país, e indico a los jóvenes la sociedad en la que nacieron, les muestro lo que había en ella de fanático, de provinciano, de infantil, de torpe, de destartalado y de humillante en el fascismo y en aquella sociedad”.12

No obstante, no será sino hasta Entrevista (1987) cuando Fellini lleve hasta sus últimas consecuencias la tesis de que en sus películas todo deviene espectáculo, al hacer un filme en el que se muestra la artificialidad de la construcción cinematográfica del recuerdo, es decir, una película en donde la memoria misma deviene espectáculo. Como si fuera una suerte de espejo de Los payasos, en Entrevista un grupo de torpes reporteros japoneses visitan ahora a un viejo Fellini mientras se prepara para la producción de su próximo largometraje, del que no se conoce ni el nombre. Los actores que van siendo presentados también desconocen los papeles que van a interpretar. Todo parece indicar que será una película en la que el director representará, como tantas otras veces, sus recuerdos, cuando la entrevistadora pregunta al afamado director cómo llegó a Cinecittá y la respuesta de Fellini adquiere el tono del narrador que se dispone a comentar las imágenes que a continuación seguirán al decir: “Hace mucho tiempo. En el cuarenta, durante la guerra. Entonces era un periodista y tenía que entrevistar a una diva famosa. Se cogía un tranvía azul, cerca de la estación, delante de un viejo albergue llamado la Casa del Passegero…” La siguiente secuencia muestra, en efecto, un tranvía pero no es azul y no parece corresponder a uno de los años cuarenta. Conforme avanza la secuencia nos damos cuenta que las imágenes no presentan un flash-back, y vemos aparecer a Fellini en un depósito de tranvías, buscando ése que lo llevaba a Cinecittà y también, debido a que el albergue tal como lo encuentran en ese momento es inutilizable, dirigiendo la ambientación y reconstrucción del albergue de sus recuerdos. Sólo después vemos al actor que, ahora sabemos, interpretará al joven Fellini.

Como en el caso de Ocho y medio se trata de una construcción en espejo: Entrevista es un filme sobre una entrevista que se hace al director, quien a su vez arma, construye ante la mirada de los entrevistadores y de nosotros mismos, espectadores, el recuerdo de aquella primera entrevista que lo introdujera al mundo del cine. Sin embargo, en este filme Fellini finalmente muestra el artificio y se constituye como el demiurgo, director, creador, inventor de su propia memoria, mostrando el filme en su proceso de construcción, escogiendo los sets, los escenarios, el vestuario, interrumpiendo una y otra vez la puesta en escena de esa supuesta primera impresión para recordarnos su artificialidad, y así, se pasea, como un pequeño dios, entre los sets, en su fortaleza de Cinecittà, como él mismo la llama. Entrevista es una puesta en abismo del recuerdo, que siempre muestra su artificialidad: un director es invitado a recordar y con ese pretexto construye un filme sobre el cine donde muestra cómo, cinematográficamente, se construyen sus recuerdos sobre un cine de sus recuerdos, que a su vez siempre es mostrado como puro artificio (la panza del elefante donde comen los trabajadores de la producción, la trompa de uno de los elefantes de cartón que de pronto se cae, la pared que debería representar al cielo y las nubes que vemos mientras son pintadas, etcétera.)

Además de las similitudes formales este filmeestablece asombrosas resonancias con Los payasos. Como si se estuviera parodiando a sí mismo, Entrevista parece recrear ese ambiente nostálgico y un poco patético que se siente al ver a muchos de los más grandes payasos avejentados y en el proceso de caer en el olvido, cuando vemos no sólo al viejo Fellini, sino a Marcello Mastroiani y Anita Ekberg reencontrándose treinta y seis años después de la película que los lanzara al éxito, La dolce vita. Además, eso que Fellini identificaba como una amenaza a una forma de vida, es decir, la “civilización tecnológica” (que para él no era otra cosa que la televisión), en el caso del cine en los ochenta ya se había convertido en una realidad al verificarse un cambio de los espectadores y consumidores de cine y la omnipresencia de las imágenes televisivas y la publicidad. Ginger y Fred (1986) sería una suerte de crítica al mundo de la televisión, y en esa película vemos —no sin cierta pena— la interpretación de una Giuleta Masina (Ginger) y un Marcello Mastroiani (Fred) que nos recuerdan mucho a esos viejos payasos que son entrevistados y que darían su última actuación en el fantástico circo de Fellini: tan ajenos como anacrónicos frente a un mundo al que ya no pertenecen, en el que difícilmente son reconocidos, recordados, y al que han dejado de entender.

A mitad de Los payasos el supuesto especialista en la historia de los payasos pregunta a Fellini: “¿Por qué hace usted un filme sobre los payasos? El mundo del circo ya no existe. Todos los verdaderos payasos han desaparecido. El circo no tiene ningún sentido en la sociedad actual. Es justo que se termine así”. A diferencia de Bario, ese viejo payaso que se niega a ser entrevistado porque hablar del circo lo hace sufrir, y que por ello más bien querría evitar cualquier situación que le recordara el circo, en Entrevista Fellini se regodea hablando del cine, reinventando sus recuerdos, recreando un cine que ya no existe y que, probablemente, haya dejado de tener sentido en la sociedad actual.

En Entrevista hay una secuencia que revela la concepción del cine de Federico Fellini. Frente a un pequeño grupo de espectadores (entre quienes se encuentran el propio director y Anita Ekberg), Mastroiani en su papel de Mago Mandrake de la publicidad hace un truco de magia al aparecer una pantalla blanca detrás de la cual el propio Marcello y Anita bailan convirtiéndose en un par de sombras antes de que sean sustituidos por otras sombras: las imágenes en blanco y negro de sí mismos que arroja un proyector, filmadas muchos años atrás, mientras también bailan en La dolce vita. El cine, literalmente, crea fantasmas: imágenes de objetos que quedan impresos en la fantasía, visiones quiméricas… imágenes de personas muertas que se aparecen a los vivos. ¿Qué diferencia hay entre el rostro del niño de Ladrón de bicicletas, los de los pescadores de La tierra tiembla, el de Gelsomina o el de Bario, el payaso, entre los rostros avejentados y a colores y los otros, jóvenes, hermosos y en blanco y negro, de Mastroiani y Ekberg? El cine es luz, dice Fellini, pero esa luz que toma del mundo, de los objetos del mundo, crea necesariamente fantasmas en las sombras que proyecta, como en la secuencia final de Roma cuando de noche las motocicletas recorren a alta velocidad las calles de la ciudad y con sus faros encendidos van formando sombras tan fascinantes como los propios objetos alumbrados, sombras que conforme avanzan las motocicletas parecen adquirir una vida propia, sombras que no quieren duplicar la ciudad (la realidad) ni mucho menos sustituirla, sino conformar otra muy diferente, fantástica y fantasmal.

El viaje de F. Fellini

Federico Fellini

Al inicio de Entrevista la mujer de la televisión japonesa pregunta al director de qué se trata su nuevo filme. La respuesta de aquél es que todo comenzó con un sueño en el que sobrevuela una ciudad de la que difícilmente puede distinguirse algo debido a la cantidad de nubes que la cubren, hasta que por fin algo comienza a tomar forma: “Parecía una prisión, un refugio atómico. Al final lo reconozco: era Cinecittá”.

Ya muy cerca de su muerte, en una carta a Ennio Cavalli Fellini confesaría: “Me siento como si los años hubieran pasado súbitamente, como si me hubieran traicionado. No estoy muy seguro de lo que hacía cuando tenía cincuenta y un años, treinta y ocho o sesenta y tres, ni de cuántos años han pasado en realidad. Me siento bastante perplejo, atónito, y me veo obligado a admitir, con admiración, si no asombro, que cincuenta años de trabajo han transcurrido en el interior de un estudio cinematográfico, acercando un poco más a una persona, pidiendo luces, poniendo las frases correctas en boca de otros. Me siento como si sólo hubiera vivido un único y largo año”.13

Resulta muy significativo que el lugar donde literalmente creó ciudades, mundos, recuerdos, Cinecittà, sea visto, al final de sus días, lo mismo como un refugio que como una prisión, donde su vida hubiera transcurrido como un único y largo año. Como es sabido, El viaje de G. Mastorna es, además de una de las películas italianas más caras de la historia, una de las películas a la que más tiempo le dedicaría Fellini, la que más problemas le acarrearía… la que nunca lograría filmar. La idea era muy sencilla: se trataba de un músico que se encuentra a punto de salir de gira y que súbitamente se da cuenta de que ha perdido un objeto insignificante cuya búsqueda termina por movilizar a toda la ciudad. El objeto como tal carece de importancia; al final, lo que adquiere significado es la búsqueda misma. “Con esa película hubiera querido hacer un intento por liberar al hombre de la idea de la muerte…”.14

No otra fue la intención de Proust al emprender su forcejeo con las palabras y los recuerdos, búsqueda que le permitiría recobrar el tiempo perdido con el descubrimiento de un tiempo en estado puro. En el caso de Fellini esa misma búsqueda era una empresa que desde el inicio estaba destinada al fracaso: el cine, nos recuerda Bazin, es una máquina que encuentra el tiempo sólo para perderlo mejor. Como cuando el propio director durante la filmación de Los payasos se da a la tarea de encontrar al mítico Rhum y acude a las oficinas de la televisión francesa para ver el único filme, un cortometraje, donde se lo vería actuando. Allí por fin lo conoce y Fellini, después de haber visto una breve secuencia más bien decepcionante en la que nada se muestra de las enormes capacidades que se rumora alguna vez tuvo ese payaso, pregunta “¿Esto es todo? ¿Se ha acabado?” Y confiesa: “Sentía una especie de desazón, como frente a una empresa fallida, el sentido de un viaje que no conduce a ninguna parte”.

Si acudimos al cine (a las imágenes) con la intención de encontrar un tiempo perdido, de encontrar nuestra memoria, de guardar, de regresarnos lo que consideramos más importante, más nuestro, con el ánimo de recuperar un mundo que se ha desvanecido, del que sólo han quedado sombras, seguramente siempre nos llevaremos la misma decepción del Dottore frente a las pobres imágenes cinematográficas. Ante la imposibilidad del aparato cinematográfico de recuperar el tiempo perdido, tal vez el cine —como nos muestra Fellini— ofrezca otra posibilidad no menos asombrosa y fantástica: la posibilidad de inventarlo, reinventarlo. ®

Notas
1 Bazin, ¿Qué es el cine?, Madrid: Rialp, 1966, p. 43.

2 M. Verdone, El neorrealismo, México: UNAM Cuadernos de cine/26, 1979, p. 18.

3 Citado en P. Hovald, El neorrealismo y sus creadores, Madrid: Rialp, 1962, pp. 233-234.

4 Fellini, Les cuento de mí. Conversaciones con Costanzo Costantini, México: Sexto Piso/Conaculta, 2005, p. 17.

5 Bazin, op. cit. p. 565.

6 Citado en H. Alpert, Fellini, Buenos Aires: Javier Vergara Editor, 1988, p. 203.

7 Ibid., p. 238-239.

8 Fellini, op. cit., p. 105.

9 Ibid., p. 261.

10 Barthéley Amengual citado en Deleuze, La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2, Barcelona: Paidós, 2004, pp. 16 y 17.

11 Fellini, op. cit., p. 116.

12 Ibid., p. 148.

13 Citado por Susana Farré, “Un minuto de silencio”. Fellini, op. cit., p. 246.

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Publicado en: Cine, Junio 2012

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