Caminaba sobre Paseo de la Reforma, en la Ciudad de México, y me encontré a esta familia de payasitos, un padre y sus dos hijos. Les pedí permiso para tomarles una fotografía, a lo que accedieron de buena gana.
Todo fue más simple de lo que parece. Llevaba una cámara digital en el bolsillo y presioné el botón. Nunca pregunté sus nombres ni ellos el mío, ni se hicieron del rogar. Estuve en el sitio y el momento exactos. Me fui de ahí después de agradecerles.
Esto ocurrió en septiembre de 2010, justo durante el fin de semana de resaca en que el Gobierno Federal promovía con bombo y platillo la celebración del bicentenario de la Independencia de México. El resto es historia.
No lo hice con un afán periodístico, pues pocas veces he publicado fotos en medios impresos. Han transcurrido casi tres años desde que capté esta imagen y la divulgué tanto por mi cuenta de Facebook como por Twitter; recibió muchas vistas, comentarios y más elogios que críticas. Algunos sintieron compasión y hasta tristeza y así lo manifestaron. Ni siquiera la nombré, aunque no hace mucha falta tras el evidente “Felicidades México”. No faltó quien insinuara que yo les había pagado a los payasitos para posar. Alguna vez intenté buscarlos en la avenida donde los había encontrado y nunca di con ellos.
Hasta la fecha he visto esa foto plasmada en uno que otro avatar y en páginas de Internet, como el canal de televisión Dignidad TV, con una pequeña omisión: nadie me da el crédito y ni siquiera se tomaron la molestia de averiguarlo. Hice un comentario en su sitio de Facebook para aclarar que yo soy la autora.
“No crean todo lo que ven, ellos (los méndigos) ganan más que la mayoría de nosotros, fácil se llevan 600 pesos al día pero no les gusta trabajar. Es más fácil pedir”.
Una mujer comentó ahí: “No crean todo lo que ven, ellos (los méndigos) ganan más que la mayoría de nosotros, fácil se llevan 600 pesos al día pero no les gusta trabajar. Es más fácil pedir”. Otro lector, sintiéndose más contestatario, dejó este mensaje: “La realidad para los que son del pueblo y opulencia para los gobernantes. ¡Qué poca vergüenza tienen!” ¿Quién dijo que mi fotografía fue hecha para provocar un gastado debate entre “el pueblo bueno” y la “opulencia”? Aunque está bien, es Internet, todos pueden ser juez y parte.
Me he desentendido un poco de esas reacciones, por lo que ignoro si alguien la ha utilizado sin mi autorización para hacer algún ridículo meme, por ejemplo. Es demasiado fácil apropiarse de un producto ajeno y muy difícil comprobar la autoría intelectual.
Nunca la envié a concurso alguno ni gané un peso con ella; tal vez pude sacarle provecho económico, pero no era ése el propósito inicial ni sentirme una heroína, aunque siempre son bien recibidos los comentarios favorables. La ofrecí a medios en los que he colaborado como freelance pero entendí que resulta comprometedor publicar las marcas comerciales que aparecen en la imagen, hasta que llegó a Replicante en septiembre de 2011, durante el primer aniversario de la fiesta más despilfarradora de nuestra historia reciente.
En una época en que las fotografías han caído en una especie de trivialidad gracias a Instagram y otras redes sociales, hoy parece cada vez más difícil enseñar un fragmento del mundo y de la sociedad que sacuda los sentidos, que nos haga llorar, reflexionar y remitirnos a nuestro sentido humano. Adiós a aquellas sobrecogedoras instantáneas del Che Guevara heroico de Alberto Korda, de las guerras como la Viet-Nam y hasta otras como la de Pedro Valtierra en la que una mujer indígena resiste a un soldado a mano limpia. ¿Qué puede conmovernos cuando parece que lo hemos visto todo y la realidad ha rebasado cualquier ficción? Quizá la pareja muerta abrazada bajo los escombros de una fábrica de Bangladesh pueda darnos una respuesta diferente a una sociedad cada vez más fría, insensible e hipócrita.
Ahora cualquiera puede sentirse un artista profesional por utilizar un simple iPhone con anodinas imágenes de comida, mascotas, parrandas y chicas en poses sugerentes que buscan seguidores por Internet a como dé lugar. Estamos permanentemente invadidos por detalles insignificantes e intrascendentes, sin gracia, en los que nadie toma riesgos de ningún tipo. Otros creen que la fotografía se ha vuelto asunto exclusivo de la frívola moda hipster, carente de un estilo propio, que cree que se puede adueñar de esta técnica como un medio para exhibir su discurso superfluo. ¿Acaso la fotografía realmente le pertenece a un determinado grupo social?
Cierta tarde me encontraba a bordo de un metrobús sobre la avenida Insurgentes rumbo al norte de la Ciudad de México. Vi a lo lejos a una familia que caminaba por la banqueta: se trataba de un hombre acompañado de una mujer y dos niños pintados como payasos con unos prominentes glúteos artificiales. Creo que eran los protagonistas de esa fotografía que nunca vieron y de las reflexiones que comparto aquí, de las que nunca, muy probablemente, sabrán nada. ®