Filosofía, crítica y una lectura del significante “mujer”

Entrevista a Luis Miguel Isava

Los seres humanos han entendido desde muy temprano en la historia, aunque de forma inconsciente, que la moda, los atuendos, el maquillaje, los adornos, los tatuajes y los piercings han sido indicios claros de que el cuerpo se reviste de significaciones.

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Luis Miguel Isava es físico, magíster en Literatura, doctor en Literatura comparada, escritor y traductor literaria y profesor titular de la Universidad Simón Bolívar, de Caracas. Una visita a Alemania, unos trámites no resueltos y el coronavirus lo han dejado varado en Berlín, ciudad que visita desde hace varios años (es nuestro traductor favorito de Walter Benjamin), y le ha permitido terminar un libro que esperamos pronto ver publicado: De las prolongaciones de lo humano: artefactos culturales y protocolos de la experiencia, pero también dictar un seminario corto sobre género con materiales que ha recopilado durante años.

Tuvimos la suerte de asistir a la última edición de ese seminario, dictado por medios telemáticos, durante cinco semanas entre abril y mayo. Nos reunimos a oírlo quince mujeres y cuatro hombres, y nos dedicamos a analizar los materiales (textos, música y películas) que el profesor nos enviaba con antelación, para conversar sobre ellos. Esos materiales son muestras de la llamada alta cultura y de la cultura popular, porque Isava se mueve en una cantidad increíble de registros con igual profundidad. De ese encuentro surgió la idea de entrevistarlo.

Lo que nos propuso Luis Miguel Isava en su seminario no fue explorar la variedad y complejidad del corpus teórico feminista: “una serie de discursos, de una amplia variedad, que se encuentra entre los más penetrantes e informados filosófica y teóricamente”, se apresura a apuntar. Ni tampoco identificar los discursos misóginos que se repiten en la cultura y que, a su juicio, son lo menos amenazante, entre otras cosas, por su evidente despropósito:

—Quería situarme en el lugar de quien quiere explorar dónde, en las diversas manifestaciones culturales, yacen latentes elementos que contribuyen a la naturalización de los posicionamientos sociales respecto de la mujer; elementos que, por inconspicuos, resultan en realidad más arraigados y por tanto más peligrosos. Su invisibilización contribuye, así, a su incuestionada y continuada presencia en todos los ámbitos de la cultura, incluso en las costumbres y comportamientos de mujeres y hombres “ilustrados”.

—¿Cómo llegaste al tema y por qué te pareció importante en este momento?

—Durante mis estudios de literatura en Venezuela el tema de lo femenino (no digo ya del “feminismo”) no se puso en el tapete sino sólo muy esporádicamente y sin mayor énfasis. Al llegar a Estados Unidos a hacer mi PhD, por el contrario, me encontré con que la problemática de lo femenino estaba en el centro de la escena. No sólo hacíamos lecturas de textos y análisis feministas propiamente dichos (que resultaban siempre en interesantes y fructíferos debates) sino que había una clara intención en la Universidad de crear conciencia entre los estudiantes de los límites y las formas aceptables de comportamiento hacia las mujeres. Ya de vuelta a Venezuela me di cuenta de que ya se incluía entre los textos teóricos de los cursos introductorios del programa de postgrado textos feministas y que varios de los profesores hacían lecturas si no feministas, al menos informadas por el feminismo. Me pareció muy adecuado y me sumé a esa elección en los cursos de teoría que yo dictaba (y dicto hasta ahora) e incluso en algún momento di un breve seminario sobre feminismo y participé en algunos debates sobre esa perspectiva con algunos de los profesores. Era importante que esas reflexiones estuvieran ya presentes en el curriculum universitario pues eran y son una arista insoslayable de las implicaciones políticas de la reflexión teórica.

—¿Estás escribiendo al respecto? ¿Vas a publicarlo? Los materiales que has reunido dan para un volumen.

—He pensado que podría sacar un libro corto. Pero me temo que podría verse como un intento de tratar de soslayar el desarrollo de la teoría feminista y sus aportes, lo cual me parecería un exabrupto. De hacer algo escrito sería con la misma intención que inspiró el curso: mostrar esas “vetas” de sujeción inscritas en la significación que hemos proyectado sobre la noción de “mujer”; vetas que todavía pasamos, como un sobre sin abrir, pues no nos percatamos de su contenido ni de sus implicaciones, de generación en generación, tanto hombres como mujeres.

Has centrado el seminario en el término mujer, y encuentras en ese término, como podríamos encontrar en cualquiera, una historia cultural y política. ¿Por qué no pensar que esa historia obedece a determinaciones naturales o biológicas, o incluso a arquetipos?

El punto de partida teórico del seminario residía en que las palabras significan, de acuerdo con su uso, como apunta Wittgenstein, pero también —esto nos lo enseñó Nietzsche— de acuerdo con capas de sentido que la historia de la cultura va proyectando, introyectando, inscribiendo en ellas. El proceso de leer esas capas de significación y lo que terminan naturalizando como simple denominación —cuando se trata en realidad de una determinación, incluso de una “sobredeterminación” (en el sentido teórico del término)— es fundamental para comprender su funcionamiento social y, lo que es más importante, para proceder a su desconstrucción y a su reformulación. Esto que dicho así suena puramente teórico, resulta en realidad profundamente político: sin ese proceder es poco lo que podemos cambiar, pues la naturalización no es más que una imposición. Sin embargo, y esto es muy importante, no se trata de desconstruir (propuse en un escrito hace algunos años la idea de que la noción de “desconstrucción” podría traducirse como “desarmar” no sólo un artefacto sino, en particular, un mecanismo explosivo) el significante mujer para llegar a una esencia de lo que es la mujer: en realidad no hay un “ser” de la mujer más allá de la cultura. Se trata por el contrario de ir deslastrando la nominación de sus “sobredeterminaciones” para llegar a la verdadera implicación del participio activo de la palabra mujer en tanto “significante”: su potencialidad de ser y de ser muchos seres, su capacidad de ser de las formas más diversas e incluso contradictorias. Las determinaciones biológicas, más allá de las puramente anatómicas, no existen para el significante mujer; de hecho, las que consideramos “naturales” no son más que proyecciones producto de siglos y siglos de imposiciones, limitaciones y segregaciones. Tampoco creo en las determinaciones arquetípicas: por la sencilla razón de que éstas limitan la libertad de ser —y, además, perpetúan la idea fantasiosa, por cultural, como toda idea, de que “los tipos” griegos o los esquemas asiáticos determinan lo que son los seres humanos en todo tiempo, en toda circunstancia, en toda cultura. ¿No se esconde en ello otra peligrosa “sobredeterminación”?

No podemos inventar otro nombre para mujer; no podemos decidir (ni unilateralmente ni en plebiscito) que ahora llamaremos X o Z a ese poder–ser que se quiere abrir paso. Es lo que Derrida llamaba la paleonymia: tenemos que seguir pensando con los viejos términos (no tenemos otros), pero poco a poco irlos problematizando para lograr que comiencen a significar de otra manera, más de acuerdo con los tiempos y las reflexiones que buscan liberarlos de sus sujeciones históricas —muy a menudo naturalizadas e invisibilizadas.

Tu enfoque teórico es desconstructivo, pero también sigues un método de la filosofía analítica, pues ves cómo usamos el término mujer y también, en consecuencia, cómo no lo usamos (posibilidades lingüísticas que definen formas de vida, para decirlo con Wittgenstein). Eso refiere a unas convenciones que parecen estar cambiando, pero con resistencias y no de una manera sincrónica, ¿podrías comentar esta relación entre convención y desacuerdo en el caso del género?

Quizá el problema de la “sobredeterminación” del significante mujer se evidencie precisamente en esas tensiones, en esos desacuerdos. En ellos se patentiza la manera complejamente entreverada en que se entiende la noción de mujer. Y claro, el problema está en que se sigue utilizando el mismo significante para lo que la tradición ha “situado” de manera tan poderosa y lo que se quiere ahora que comience a significar en toda la amplitud de sus posibilidades. Es el caso de una discusión en la que se debate sobre un término, pero ese término significa cosas distintas para los que debaten. No podemos inventar otro nombre para mujer; no podemos decidir (ni unilateralmente ni en plebiscito) que ahora llamaremos X o Z a ese poder–ser que se quiere abrir paso. Es lo que Derrida llamaba la paleonymia: tenemos que seguir pensando con los viejos términos (no tenemos otros), pero poco a poco irlos problematizando para lograr que comiencen a significar de otra manera, más de acuerdo con los tiempos y las reflexiones que buscan liberarlos de sus sujeciones históricas —muy a menudo naturalizadas e invisibilizadas. Eso es lo que hay que hacer, a mi juicio, con el significante mujer: devolverlo a una nominación que implique, si se quiere, un determinante anatómico, pero que conlleve la necesidad de una libertad de ser social y cultural.

En Venezuela se rechazan los estudios culturales porque se los vincula a la izquierda de las academias en el primer mundo y a su visión (asumimos que benevolente, romántica o ciega) del proceso de destrucción que vivimos. Como si aceptar nuestro conservadurismo nos volviera culpables de lo que nos ha pasado. Creo que actitud defensiva nos ha llevado a negar o ignorar conflictos como el del género (“en Venezuela no hay machismo”, repetimos) o a tener más resistencias que en otros países, donde la injusticia ancestral o la exigencia de equidad ni siquiera están en cuestión. ¿Lo ves de esa forma? ¿Cómo ha sido la respuesta en tus seminarios?

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—Creo que en estos asuntos hay que hacer también distinciones más finas. Una cosa son las premisas, las hipótesis y las implicaciones de los estudios culturales y otra muy distinta el tipo de aplicaciones que encuentra cuando se lo utiliza como una plataforma para defender (esta palabra es clave) un posicionamiento político específico que se ha autoproclamado bastión de las causas justas sociales y culturales. Lo que con absoluta perplejidad hemos visto en Venezuela es cómo figuras de la intelectualidad internacional que se denominan “estudiosos culturales” pueden ser a tal punto ciegos respecto de lo que una verdadera coherencia con su campo de estudios revelaría de manera palmaria. Harán falta los estudios culturales precisamente para analizar este fenómeno, pero también para tratar de entender el horror gradual, sistematizado y a la vez inmune a toda oposición racional al que se ha sometido todo un país por veinte años. Harán falta todas esas teorizaciones. Y cuando las empleemos, cuando las apliquemos, veremos hasta qué punto el problema de género ha estado allí presente tanto en las actitudes de sus líderes, francamente inaceptables en cualquier contexto cultural ilustrado, como en sus posicionamiento implícitos y explícitos respecto de la mujer. Sería muy difícil mantener sin descaro que no hay machismo en Venezuela. Bastaría recordar la famosa propaganda de la “catira regional” (con una modelo, sintomáticamente, siempre fotografiada sin la cabeza) … “¿vas a arrugar?”* Pero esas resistencias están allí desde antes, me parece. Yo encontré muchas veces que en los cursos en los que discutíamos textos feministas, eran algunas mujeres del grupo las que más virulentamente se oponían a esos acercamientos. Sin duda, la catadura caudillesca de los líderes de la “revolución”, aliada al rechazo a todo lo que suene a agenda crítico–reflexiva (mal entendida, claro), han contribuido a que esa problemática haya retrocedido en nuestro país y parezca ahora tan amenazante como esos (distorsionantes) estudios(os) culturales.

Has analizado en el curso expresiones literarias de una forma que algunos podrían criticar por sociológica o política. Pero, ¿hay lo exclusivamente literario? La lectura desconstructiva que haces de textos mitológicos, religiosos y literarios, ¿supone su descalificación o censura, o es un llamado inevitable a escrituras programáticas?

—Sin duda ese es un peligro que corre este tipo de aproximación. Y me parece que hay que esforzarse en evitarlo. Hay todo un movimiento “judicial” en los estudios literarios y estéticos que se ven —no sé bien por qué— necesitados de condenar las obras del pasado en nombre de un nuevo estándar de entendimiento y comprensión de los papeles de género, de los comportamientos sociales, de las nuevas formas de moralidad. Sin embargo, esas obras y esos textos, aunque llevan consigo contenidos que hoy por hoy consideramos problemáticos, tienen a la vez muchos otros que aún nos definen como cultura, que determinan nuestras valoraciones estéticas, culturales, éticas y, por último, que han determinado los elementos de lo que la cultura vino a llamar “arte”. No podemos tirar por la borda todo —nos quedaríamos sin nada. Se trata de proceder a resignificar nuestras nominaciones, reorientarlas en tanto nuevos desiderata, entendiendo que muchas veces son precisamente esas obras, esos textos, lo que ha hecho posible que cuestionemos sus presupuestos, sus postulaciones y nos abramos a nuevas formas de entender, de entendernos. Lo “literario”, lo “artístico”, lo “estético”, aunque mucho tiempo asociados con objetos de lujo que circulan al margen del acontecer social, en realidad son poderosos artefactos de reflexión, de crítica, incluso de desconstrucción. Nos sirven a la vez como retrato y caricatura, como descripción y como alternativización de lo que somos. Ninguno de los objetos implicados en esas nociones existe al margen o independiente de profundas, complejas, a veces conservadoras, pero a veces también transformadoras implicaciones políticas. Debemos seguir leyendo a Shakespeare y a Cervantes, por ejemplo: tanto por la inagotable potencialidad de la producción verbal que dinamizan como por los apasionantes y nunca definitivamente resueltos aspectos vitales, morales, existenciales, políticos que ponen en escena y que aún hoy nos siguen interpelando. Y se ha de hacer lo mismo con las obras de la tradición pictórica y plástica, con las obras visuales y sonoras. Todas ellas constituyen el tejido, el textum —problemático, contradictorio, confuso, pero también extra–ordinario— que nos sustenta y que no debemos dejar de cuestionar, de interrogar.

—Debemos al feminismo de la segunda mitad del siglo XX la problematización filosófica del cuerpo. A Judith Butler, a Donna Haraway, a Paul Preciado. Los tres filósofos plantean —con diferencias— que el cuerpo ha dejado de ser una instancia inocente cuya verdad pertenece a la ciencia para erigirse en una entidad política. Es decir, en algo así como un campo de batalla. ¿Cuál sería tu opinión? ¿El cuerpo es un territorio a conquistar?, ¿están orientados nuestros cuerpos hacia un futuro diferente, distópico, plural, queer, imaginativo, humano y verdaderamente democrático?, ¿es posible potenciar al sujeto desde el cuerpo?

¿Qué es lo estrictamente natural del cuerpo? Simplemente que sus órganos funcionen de manera adecuada para garantizar su vida. Todo lo demás es adición o elección cultural. Y ¿por qué sería una adición más válida que otra? Las “leyes” de la atracción, del deseo, de la interrelación, ¿no se rigen precisamente por esas adiciones/elecciones?

—Creo que ya en la filosofía de Nietzsche estaba en ciernes la posibilidad de pensar el cuerpo como una construcción social. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que, como en el caso del significante mujer, sobre el significante cuerpo se han proyectado significaciones que sobrepasan ampliamente lo que permitiría afirmarse a partir de lo estrictamente anatómico. Los seres humanos han entendido eso desde muy temprano en la historia, aunque de forma inconsciente: la moda, los atuendos, el maquillaje, los adornos, los tatuajes y los piercings han sido, a lo largo de los siglos, indicios claros de que el cuerpo se reviste de significaciones, se hace escritura y que es en tanto tal que funciona socialmente. ¿Qué es lo estrictamente natural del cuerpo? Simplemente que sus órganos funcionen de manera adecuada para garantizar su vida. Todo lo demás es adición o elección cultural. Y ¿por qué sería una adición más válida que otra? Las “leyes” de la atracción, del deseo, de la interrelación, ¿no se rigen precisamente por esas adiciones/elecciones? Se trataría entonces de desconstruir el significante “cuerpo”, desembarazarlo de todas las sobredeterminaciones culturales (debe ser sano, verse de esta manera, comportarse así, cubrirse, ejercitarse, no debe alterarse, etc.) para ofrecer la posibilidad de ejercer no una corporalidad originaria, sino la libertad de ser cuerpo que desea cada uno. Pero no es suficiente proclamar la liberación del cuerpo; transformarlo desde la individualidad puede no pasar de ser una escogencia personal, en el mejor de los casos, o en el peor, una “extravagancia”. Por ello, de nuevo aquí, hay que proceder a desconstruir las imposiciones, las sujeciones, las delimitaciones que se le imponen desde la cultura. Sin ello, no creo que pueda avanzarse en la dirección de una conquista de una corporalidad libre de prejuicios.

No cabe duda de que nuestra herencia ha impuesto limitaciones y sujeciones al significante mujer (así como a muchos otros significantes) que hoy nos parecen inaceptables, que es imperativo evidenciar y contra las cuales es indispensable rebelarse. Y es ese rebelarse lo que constituye una de las formas auténticas de encarar una herencia, pues no se limita a aceptarla como incuestionable e intocable.

—El cambio de mentalidad respecto de la mujer, y de lo que entendemos tradicionalmente por femenino, pone en juego intereses y costumbres y asusta a mucha gente. Asusta porque revela la dimensión del daño sufrido por una parte de la humanidad, y a nadie le gusta verse como dañino, y también porque en la medida en que se teme haber hecho daño se temen venganzas, ¿qué les dirías a las personas que se resisten a este proceso que parece indetenible?

—Es posible que tanto la vergüenza como el miedo a la venganza sean algunos de los móviles para “reprimir” la conciencia de esa opresión. Sin embargo, pienso que a lo largo de la historia la humanidad ha aprendido a convivir con los horrores y las opresiones que ha perpetrado en el pasado: genocidios, exterminios religiosos, racismo, etc. Y no será diferente en este caso. En este momento yo siento que el problema reside más en no entender, en no ver por qué hay allí algo que es necesario patentizar, discutir y, sobre todo, cambiar; en sentir que lo que implica este proceso para la cultura es una pérdida de valores, y lo que resulta más alarmante, una disolución de una realidad que parecía sólida, inconmovible y absoluta, para colocarnos en un espacio atravesado de ambigüedades y de posicionamientos que no pueden ser juzgados según un rasero incontrovertible, absoluto. Ese miedo es, en el fondo, miedo a perder una realidad firme en la que nos hemos sostenido. ¿Qué diría a esas personas? Ante la evidencia de que esa realidad no sólo no es firme, sino que es el resultado de un minucioso y largo proceso colectivo de construcción, fijación y naturalización, les diría que, como a toda herencia, le debemos en parte lo que somos; pero como respecto a toda herencia, tenemos el deber de aprender a recibirla críticamente, manteniendo lo que pueda tener de valioso y extraordinario y transformando lo que conlleva una carga de represión, de silenciamiento, de opresión. No cabe duda de que nuestra herencia ha impuesto limitaciones y sujeciones al significante mujer (así como a muchos otros significantes) que hoy nos parecen inaceptables, que es imperativo evidenciar y contra las cuales es indispensable rebelarse. Y es ese rebelarse lo que constituye una de las formas auténticas de encarar una herencia, pues no se limita a aceptarla como incuestionable e intocable. Quizá les diría, para citar a Nietzsche de nuevo, que “vivir peligrosamente” —cuando “todo lo sólido se desvanece”, para hacer contrapunto con Marx— es, a fin de cuentas, querámoslo o no, lo que hacemos siempre, y que sólo si lo hacemos conscientemente podemos aspirar a una existencia auténtica y responsable, abierta a las potencialidades que, en algunos casos, nuestra misma herencia escamotea. ®

* «Catira» en Venezuela es una persona de cabellos rubios, y «¿Vas a arrugar?» significa ¿No te vas a atrever?» Se trataba, en el contexto del comercial de cerveza, de una alusión tanto al consumo de la bebida como al acto sexual.
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Publicado en: Apuntes y crónicas

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