En ese filo entre lo encantador y pintoresco que se vuelve hogar, el refugio contemplativo, lo que uno reconoce como “propio”, “local”, y la casi certeza de que esos lugares seguirán desapareciendo sin que podamos evitarlo, es donde se ubican las fotos de Guzmán Sánchez.
…al muelle a tomar el fresco/ y a tertuliar al café.
—Acuña de Figueroa
Hace unos años escuché con horror la opinión de una mexicana que estaba por inaugurar en Montevideo un café con franquicia extranjera: “Estás de acuerdo en que el café, para los uruguayos, sólo sirve para acompañar el pastel, ¿no? No hay cultura de ‘tomar café’, lugares que sólo sean para eso, en los que no se sirva comida al mediodía…”. Mi naturaleza y corazón binacional me otorgaban el privilegio de que pudiera sincerarse conmigo y hablar de esos raros uruguayos, algo que a menudo me descubro haciendo también, pero en este caso me era imposible coincidir. “Pero… los uruguayos… siempre hubo cafés, aquí desde el principio estuvo lleno de habitués, de tertulias… ¿cómo que el pastel? Quizás no en los barrios más pudientes, pero en el Centro y en la Ciudad Vieja siguen”.
Confieso que sentí una particular desazón de que nuestra ciudad fuera percibida con tinte descafeinado, incluso por una mujer inteligente y que además no estaba de paso. Me quedé bastante desconcertada, rumiando. Mis amados cafés, su público entrañable, mis oficinas móviles… “¿Tanto habrá cambiado todo? ¿Estaré mirando lo que era en vez de lo que tengo enfrente?” Que la mayoría de los cafés que todavía existen o los nuevos que van abriendo ofrecen también almuerzos, sí, es innegable: en un mercado tan pequeño sería casi imposible subsistir de otra manera. Eso no me molestaba. Mi herida venía de percatarme de que hace tres décadas, cuando regresé la primera vez a Uruguay, todavía había un café en cada esquina (y eso que ya no se vivía la época de oro en ese rubro). Yo misma hice la carrera estudiando sobre el mármol redondo de las mesas del Sorocabana.
Mi herida venía de percatarme de que hace tres décadas, cuando regresé la primera vez a Uruguay, todavía había un café en cada esquina (y eso que ya no se vivía la época de oro en ese rubro). Yo misma hice la carrera estudiando sobre el mármol redondo de las mesas del Sorocabana.
Pero la mexicana tenía razón: los cafés cotidianos prácticamente han desaparecido en Montevideo. En su lugar quedan restaurantes que además sirven café, o se llaman “café”, o pubs que parten de otras filosofías, o —last, but not least— decadentes lugarcitos que conservan su magia, pero que batallan para mantenerse a flote como un barquito de papel frente a una tormenta. Los militantes de la mesa de bares y cafés, de la fauna que fuera —los solitarios, los discutidores de las peñas literarias y políticas, los locos que hablan solos, los graves intelectuales, los artistas bohemios, los que buscan pertenencia y ser saludados por el mesero, los hombres de negocios, los borrachines, los viejos que se juntan con sus pares cada tarde—, hemos sufrido el reiterado cierre de cafés con enorme valor histórico, maravillosos e irrepetibles (por no hablar del urbanismo entero demolido en pro de lucrativos edificios) frente a la indiferencia del gobierno, cualquiera sea el partido en el poder. En los mejores casos, el viejo café da lugar a otro, como el Vasko al Bacacay, los antiguos Fun Fun y la Giraldita a los actuales, el Brasilero a múltiples remakes, pero casi siempre quedan asociados a una propuesta gastronómica o escénica que los vuelva más redituables. En los peores casos, se esfuman sin pena ni gloria: en su lugar se alzan comercios estándar, insulsos, en serie. Así se perdieron el Tupí Nambá (donde dicen que Carlos Gardel tenía reservada una mesa, como en el Tortoni de Buenos Aires), el Británico, el Sorocabana (escala habitual de grandes escritores uruguayos, como Idea Vilariño, Mario Benedetti, Marosa di Giorgio y Felisberto Hernández, entre otros), el Pedemonte, La Picada, el Mincho, y la lista de desapariciones forzadas jamás termina.
En ese filo entre lo encantador y pintoresco que se vuelve hogar, el refugio contemplativo, lo que uno reconoce como “propio”, “local” (indispensable en un país pequeño, cuya identidad siempre está amenazada frente a culturas más dominantes), y la casi certeza de que esos lugares seguirán desapareciendo sin que podamos evitarlo, es donde se ubican las fotos de Guzmán Sánchez. Para él, se trata de registrar postales de la rutina que transcurre en estos cafés, bares y mostradores de la ciudad; atrapar todo eso cotidiano que va armando los microclimas. Mostrar lo que siempre está allí pero que, por la propia costumbre de percibirlo, es como una presencia invisible en la que casi nadie repara. Hasta que un día el bar cierra, el café ya no resiste: ahí notamos lo que desapareció, lo que ya no podrá recuperarse.
Mostrar lo que siempre está allí pero que, por la propia costumbre de percibirlo, es como una presencia invisible en la que casi nadie repara. Hasta que un día el bar cierra, el café ya no resiste: ahí notamos lo que desapareció, lo que ya no podrá recuperarse.
“No soy fotógrafo de los que usan cámara, apenas cuento con una pequeña Cybershot que llevaba siempre conmigo hasta que se rompió. Me gustan los bares y su gente, lo cotidiano, a pesar de lo invasivo que puede resultar a veces sacar la cámara para registrarlo. Sentir sobre uno las miradas de ¿Y qué le ve a ese rincón? que dedican los habitués y quienes trabajan en el lugar. Es conservar una mirada de extranjero en tu propia ciudad, tan querida y tan familiar para uno, eso es lo que me gusta”.
Como quedó sordo desde muy joven, durante once años de silencio absoluto aprendió a prenderse con fijeza de la escena que se ve, jugar a componer desde los encuadres, luces, colores, actitudes, combinaciones semánticas, sin que necesariamente esté manejando para eso una cámara.
A pesar de no contar más que con su mirada como herramienta, Guzmán suele sentarse en cualquier lugar y abstraerse de los sonidos, mirar los detalles, observar pequeñísimos gestos en los rostros de los personajes y adivinar sus historias; seguramente con mucho acierto, pues cuenta con una intuición privilegiada para interpretar lo que le llega desde la vista. Como quedó sordo desde muy joven, durante once años de silencio absoluto aprendió a prenderse con fijeza de la escena que se ve, jugar a componer desde los encuadres, luces, colores, actitudes, combinaciones semánticas, sin que necesariamente esté manejando para eso una cámara. Luego, el sonido ha sido intermitente e imperfecto; la costumbre de aprehender la realidad desde los detalles que su percepción visual le permite quedó instalada como una segunda naturaleza. En esta colección de fotografías “de Cybershot” se juega a destacar lo que está allí y estuvo siempre, lo que hoy no tiene ningún valor particular, pero que podemos suponer que mañana no estará. “Que nunca cierre” es el título de una de las fotografías del Bar Luz, con sus mostradores de mármol, sus calendarios de chicas curvilíneas en la puerta del baño y el tradicional horno de pizza que acompaña los whiskys de sus parroquianos. El Tabaré, un viejo almacén de ramos generales, ahora con elegancia yuppie que también ha sabido conservar su carisma. La Tortuguita, Viejo Tristán y el Polvorín, todos hijos de la calle Tristán Narvaja, con su “mercado de pulgas” dominical, sus casas de anticuario y sus librerías de viejo. La pizzería Venecia y la parrillada El Alemán, ambos reinos del kitsch y el eclecticismo de pizarra (actualmente, un bar cambió de dueño y el otro de locación, aunque mantienen el ambiente). El kiosco de churros La Manola, en el Parque Rodó, al que seguramente íbamos de niños hace décadas. El bar San Luis, tan feo y decadente que comer algo allí, si no salió recién del horno, es jugarse la vida. El Sporting, con su excelente cortado y sus meseros vistiendo chaleco y moñita negros. Como siempre fue tradicional en todo Montevideo; ahora ya casi no se ven en ningún bar o café, salvo en las fotos.
Guzmán Sánchez (Montevideo, 1968). Durante su vida dio muchas vueltas, siempre buscando: viajó, vivió en México y Europa, estudió años en la Facultad de Ciencias Económicas, otros en la Escuela de Bellas Artes, aprendió herrería de obra y más tarde diseño web. Entre otras cosas, fue kiosquero, administrativo, empleado público, herrero, diseñador en metal, y hoy trabaja en el portal Montevideo Comm. La fotografía es uno de sus intereses, como todo lo visual; últimamente está considerando pasar a ser un verdadero fotógrafo “amateur, pero con cámara”. Se define como un herrero en el ciberespacio. Su sitio web: www.hvisual.net ®
Alejandro Ferrari
Maravilloso artículo en donde se realza esta labor de Guzmán Sánchez que hizo obrar algo que pudo limitarlo como catalizador de su percepción visual en pro de rescatar estos lugares, los cafés, sitios tan especiales, que si hubiese de definir diría yo: ‘úteros de la cultura nacional’. Este calificativo ya que es la historia quién al buscar a muchos ‘grandes’ de la cultura hacia ellos nos lleva.
Adelante Guzmán con la labor, se es fotógrafo por la forma de mirar y la capacidad de ver, no por la cámara que para retener lo visto se utiliza.
Jorge
Qué siempre quede uno para tomarse un café en Montevideo
;0)
Eli
Lindo e interesante artículo que refleja lo que este hombre tan visual logra captar a través de sus grandísimos ojos grisazulados. Felicitaciones amigo! Te encontraré en algún rincón de algún bar montevideano.