Fronteras a machetazos

Robert Rodriguez y la búsqueda de la imperfección

La frontera es el tema predilecto de Rodriguez; el cruce entre dos países, entre dos géneros cinematográficos, entre dos idiomas, dos culturas, dos formas distintas de ejercer la violencia. En sus películas no hay buenos en el sentido estricto del término. Todos son efectivos con las armas, duros y vengativos, incluso el torpe mariachi de su primera cinta.

Robert Rodriguez es el maestro del cine chatarra

Desde su primera película (El mariachi, 1994) hasta la última (dejemos por pudor a un lado sus cándidas cintas infantiles) revela su gusto por las películas mexicanas de narcos de los años setenta y ochenta y por el cine estadounidense de la misma época, conocido como exploitation, rindiendo a ambos géneros una suerte de homenaje lúdico que sigue las convenciones de esas filmografías al tiempo que juguetea con sus dogmas. Mas no es un apóstata, si acaso un hereje incapaz de renegar del corpus. El de Rodriguez es, pues, un cine fronterizo.

La frontera es su tema predilecto; el cruce entre dos países, entre dos géneros cinematográficos (quizá el caso más interesante sea From Dusk Till Dawn, mezcla de road movie y película de vampiros, ubicada, claro, en la frontera), entre dos idiomas, dos culturas, dos formas distintas de ejercer la violencia. En las películas de Rodriguez no hay buenos en el sentido estricto del término. Todos son efectivos con las armas, duros y vengativos, incluso el torpe mariachi de su primera cinta. Esa es otra frontera, la del bien y el mal, que cruza una y otra vez sin quedarse en sitio alguno. La fascinación por la sangre es una constante, y en cierto modo la fascinación por la raza también (son imaginariamente indisolubles, raza y sangre). Rodriguez está más cerca de la cultura chicana que de la mexicana. Eso es la frontera; no la barda divisoria sino el espacio en que se encuentran dos culturas y se mezclan creando una nueva, nutrida pero diferenciada de aquellas que le dan origen. La frontera no es lo que separa, sino lo que une dos mundos. Ese punto de unión es ya un mundo en sí mismo.

Rodriguez es un experimentador nato, no en el sentido narrativo o formal sino en el técnico y tecnológico. Es un geek que ha dejado algunas lecciones memorables que todo principiante debería practicar (“Escribe una historia que puedas filmar con lo que tengas a mano, haz de tus defectos un sello propio, aprovecha al máximo el abaratamiento de la tecnología”, etcétera), como si fuera un hacker del cine más que un cineasta convencional. Desde El mariachi, filmada en celuloide y transferida a video para una edición más ágil y barata, hasta las últimas “cintas” —notablemente Sin City, 2005—, grabadas y editadas por entero en entornos digitales de alta resolución, una constante búsqueda tecnológica caracteriza su filmografía. Las nuevas cámaras electrónicas con grabación progresiva a 24 cuadros por segundo se han vuelto la herramienta esencial de su producción, participando así de modo práctico en la discusión en torno al “soporte” de ese lenguaje llamado cine: los puristas y los reaccionarios insisten en que el cine sólo es posible en celuloide, al que defienden aristocráticamente; Rodriguez, en cambio, es más “popular”, o populista, experto del bajo presupuesto, de los efectos baratos, del hazlo-tú-mismo. Escribe, produce, compone la banda sonora, dirige y edita sus películas, y aunque ninguna de estas funciones las realiza solo, todas las conoce a fondo y trabaja en ellas como el artesano de la alta tecnología que en realidad es.

Al igual que a Tarantino, le fascinan las “malas” películas de acción, de terror, de violencia urbana, los westerns italianos, las de narcos, el gun-fu de Hong Kong, el porno de Jess Franco, el humor negro, los diálogos macarrónicos, las explosiones, los balazos (¡Mad Max!). Ambos gustan de personajes arquetípicos (¿o estereotípicos?) disfuncionales, las referencias (e irreverencias) a otras cintas y los lugares comunes, a veces fuera de contexto. Como los surrealistas, Rodriguez juega con los espacios contextuales y los contenedores conceptuales: el guitarrista con el estuche lleno de armas, el asaltabancos maniaco sexual, los traficantes-vampiros, los soldados mutantes, la stripper coja con una metralleta como pata de palo, las enfermeras en minifalda disparando subametralladoras en el campo de batalla, la vendedora de tacos que en su tiempo libre se hace llamar Shé y dirige una red subterránea de inmigrantes, la niña rica y drogadicta vestida de monja con una erecta Magnum .357 en la mano, el cura crucificado en su propia iglesia son ejemplo de los seres e instantes distópicos y surreales que conforman el universo rodrigueziano, lleno de machos nobles y violentos y de hembras bellas y peligrosas; crueles y sádicos narcos y políticos y policías corruptos. Las armas, claro, son personajes centrales en sus películas, y una atracción se siente hacia su ingeniería. Como héroe del Terror francés, adora las decapitaciones. La violencia es el tema de sus películas, lo demás es accesorio. Y la violencia es también frontera, el espacio en que se encuentran el bien y el mal y pelean a muerte, no sólo por dinero o por amor, también por mera supervivencia.

Machete es una película que no debió existir

Al igual que a Tarantino, le fascinan las “malas” películas de acción, de terror, de violencia urbana, los westerns italianos, las de narcos, el gun-fu de Hong Kong, el porno de Jess Franco, el humor negro, los diálogos macarrónicos, las explosiones, los balazos (¡Mad Max!).

Me explico; todo comenzó como una broma en el doble paquete preparado por Rodriguez y Tarantino que llevó el título genérico de Grindhouse (2007) en alusión a los cines de barrio con funciones dobles de barato cine-B: pura carne molida. Se componía de las películas Planet Terror (Rodríguez) y Death Proof (Tarantino) e incluía los avances de cuatro películas inexistentes: Thanksgiving, Don’t, Werewolf Women of the S.S. y Machete, que acabaría volviéndose real y que es, hasta el momento, la mejor obra de Rodriguez en esa búsqueda suya en pos de la imperfección. Machete (2010), en efecto, es una mala película hecha a conciencia, un capricho del director, un divertimento al más puro estilo de las peores B-movies.

Narra la historia de un ex federal mexicano. Policía honesto, traicionado por su superior y entregado a los narcos, quien, tras sobrevivir a una balacera se refugia del “otro lado” de la frontera, donde es un ilegal más en busca de trabajo por día o por hora. Pero él, claro, no es un ilegal más, él es Machete, conocido en la vida real como Danny Trejo, actor mediocre pero “con presencia”, eterno secundario haciendo de matón o pandillero (su rostro de presidiario y músculos y tatuajes no dan para más), habitual ya en la filmografía rodrigueziana. Robert de Niro es un senador republicano del estado de Texas que gusta de ir a la frontera a cazar inmigrantes, vinculado a un gran narco mexicano que habla inglés y usa una espada de samurai (Steven Seagal, legendario actor de películas de puñetazos y patadas de los años ochenta) y al jefe de los Vigilantes fronterizos, un genuino reaccionario que defiende la frontera a balazos (Don Johnson, el de Miami Vice, sin duda la más grata sorpresa de su filmografía, en parte por lo abyecto del personaje). Del otro lado están dos actrices “latinas” de moda, Jessica Alba, en el papel de la agente de migración encargada de investigar algo llamado The Network, y Michelle Rodriguez, dueña de un camión de tacos que ayuda a “los hermanos” a cruzar y a obtener trabajo, tejiendo poco a poco esa network entre los migrantes. Es ella, Michelle, la que lleva la película en medio de una marejada de pequeñas subhistorias con subpersonajes subdesarrollados, todas concluyentes y todas inconclusas. Robert Rodriguez es un apropiador de imaginerías —se mueve en la frontera entre lo real y lo imaginado—, y la del Che tampoco le es ajena. Así, lo adopta y lo feminiza en la figura de Shé, un mito urbano creado por la propia vendedora de tacos para unir a los migrantes en una lucha que nunca queda del todo claro a dónde se dirige ni por qué vericuetos: la inconsistencia es fundamental en los guiones de Rodriguez.

La búsqueda de la imperfección

Todo eso es Machete, una película que transcurre en la frontera entre el cine crítico y la chatarra maloliente de los cadáveres gratuitos (entre la literatura y el libelo, digamos, más inclinado al segundo): la frontera que transcurre una vez más en La Frontera que lo vio nacer, siempre entre la malograda mexicanidad y el agringamiento práctico; la frontera entre la violencia y la resistencia a ésta…

Quisiera insistir en la búsqueda de la imperfección en el cine de Rodriguez, y que va desde lo narrativo hasta lo estrictamente visual, pasando claro, por lo actoral. Así, emulando las peores películas de género, son comunes los diálogos de una línea con frases hechas, las expresiones muy bad-ass y los ridículos cambios de conversación supuestamente justificativos: en una escena en el hospital el doctor comenta a la enfermera que los intestinos miden unos quince metros, y en la escena siguiente, Machete eviscera a un atacante y se lanza por la ventana colgado de sus tripas, que llegan hasta la planta baja. La filmación, aunque límpida y numérica, es ensuciada durante la posproducción con ruido digital para emular el grano o los rayones de una película vieja y manoseada, alterando los colores para recordar los de las cintas de los setenta e insertando cortes abruptos, antinaturales, para sugerir que se rompió la cinta y la pegaron de nuevo, perdiendo algún fotograma o secuencias enteras. Juegos de estilo, pues. Los personajes son exagerados, lo que con frecuencia lleva a actuaciones exageradas: Danny Trejo, como en los buenos tiempos de Stallone y Schwartzenegger, apenas habla y cuando lo hace es para gruñir frases de hombre duro y desalmado; Jessica Alba, por su lado, con tacones y pantalón estrecho, subida en el auto y arengando a una masa de migrantes sudorosos resulta tan convincente como una Barbie subversiva. Pero donde mejor se logra la imperfección es en la historia misma, llena de baches que ninguna municipalidad podría tapar, plagada de lugares comunes, estereotipos y mucho enfanterriblismo, como el adolescente confeso que Rodriguez es, todavía fiel al género de su predilección, a aquel que lo ha hecho famoso: el del narcotráfico. El narcotráfico entendido como frontera mercantil entre lo lícito y lo ilegal, entre la empresa y el cártel, entre la “política” y el “libre mercado”. El narcotráfico-frontera que se ejerce en el territorio-frontera por personajes que se encuentran siempre en fronteras morales. Ese narcotráfico que es frontera entre el mundo dominado por los negocios transnacionales —nada más transnacional que el narcotráfico— y la política real, que por supuesto se nutre también de éste.

Todo eso es Machete, una película que transcurre en la frontera entre el cine crítico y la chatarra maloliente de los cadáveres gratuitos (entre la literatura y el libelo, digamos, más inclinado al segundo): la frontera que transcurre una vez más en La Frontera que lo vio nacer, siempre entre la malograda mexicanidad y el agringamiento práctico; la frontera entre la violencia y la resistencia a ésta, que es también violenta; la frontera entre lo legal y lo ilegal, entre la política y la ideología, entre la policía y el estado policíaco. La frontera, brutal y sórdida, entre la realidad y la ficción, entre el poder y la subversión, entre el negocio y el trabajo asalariado. En consecuencia, Machete no puede sino ser contemporánea de las leyes migratorias ensayadas en el estado de Arizona, contemporánea a la discusión sobre el libre tránsito de los trabajadores, a la necesidad de mano de obra barata para unos y salarios sólidos para otros.

Es, en efecto, un machetazo en medio de la discusión fronteriza. ®

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Publicado en: Fancine, Septiembre 2011

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