¿Fue un fracaso el siglo XIX español?

O una época de progreso…

España no fue ningún caso excepcional en el conjunto europeo. El franquismo convirtió el siglo XIX en el siglo antinacional. La izquierda coincidió con el elemento sustancial de esta visión: la época liberal era la historia de un fracaso. Un análisis comparativo desdramatiza muchos componentes de ese relato que tantas veces se ha confundido con la realidad tangible.

Francisco de Goya, «Los fusilamientos del 3 de mayo». Óleo sobre tela, 1814.

El siglo XIX español, en la historia tradicional, es un tiempo de catástrofes: guerras civiles, golpes de Estado, convulsión por doquier… Sin embargo, una mirada objetiva nos revela que también fue una época de progreso, en la que casi se duplicó la población al pasar de diez a dieciocho millones de habitantes. Pese a este aumento demográfico, las terribles hambrunas del pasado desaparecieron para siempre por una razón muy clara: la producción agrícola se incrementó en una proporción aún mayor. Ana Aguado ha señalado cómo, después de la guerra de la independencia, pese a que el país estaba destrozado y había perdido el mercado colonial, experimentó un considerable crecimiento basado en la agricultura, con un protagonismo especialmente destacado de la producción cerealística, que vivió una etapa de expansión.[1]

Mientras tanto, la industria se desarrollaba en zonas como el País Vasco y Cataluña. Se ha escrito con insistencia sobre el “fracaso” de la industrialización hispana porque, obviamente, el resultado final quedó muy lejos del inglés, pero eso no significa que no existiera un adelanto real. De hecho, como apunta Nigel Townson, tampoco el desarrollo en Alemania o Francia se ajustó a parámetros idénticos a los de Gran Bretaña. De hecho, el país galo, en tiempos de la Primera Guerra Mundial, seguía siendo rural en muchos aspectos, en contraste con otras naciones europeas que se encontraban ya en un estadio más moderno.[2]

No obstante, el sentimiento entre las clases dirigentes españolas era de frustración porque la comparación se efectuaba siempre con las grandes potencias. Su ejemplo les devolvía, inevitablemente, una poderosa y molesta sensación de atraso. Seguramente porque sus ambiciones eran demasiado elevadas. Nadie aceptaba que el país debiera estar al nivel de Estados de nivel medio como, por ejemplo, Bélgica.

Nuestra historia decimonónica estuvo marcada por los efectos sísmicos de la Guerra de la Independencia (1808–1814). Para Álvarez Junco, se ha exagerado el carácter nacional de este conflicto. Su mismo nombre, en su opinión, se tardó en inventar. Sin embargo, su empleo lo encontramos ya documentado ya en 1820 en el Diario de las Cortes. Por tanto, su origen debe ser anterior. Además, si no estamos hablando de una guerra nacional no se entiende por qué, en sus inicios, el poeta Manuel José Quintana cantaba a la España que se había levantado contra el invasor. Quintana creía que, en aquellos momentos dramáticos, que sus versos podían servir “para sostener y fomentar el entusiasmo de los buenos españoles”. Como el liberal que era, pensaba que la libertad nacional debía ser inseparable de la libertad política.[3]

Los españoles no solamente lucharon por su rey, Fernando VII. También lo hicieron por su país. Un intelectual de la talla de Jovellanos no escogió la resistencia contra los franceses por amor a la monarquía, sino por identificación con una tierra que él veía oponerse al invasor.

Parece, pues, que los españoles no solamente lucharon por su rey, Fernando VII. También lo hicieron por su país. Un intelectual de la talla de Jovellanos no escogió la resistencia contra los franceses por amor a la monarquía, sino por identificación con una tierra que él veía oponerse al invasor: “La Nación se ha declarado generalmente, y se ha declarado con una energía igual al horror que concibió al verse tan cruelmente engañada y escarnecida”.[4]

Por tanto, el escritor asturiano considera que lo más correcto es unirse a la causa de sus conciudadanos, que prefieren morir antes que ser esclavos de un tirano extranjero, no sin lamentar que la contienda posea una dimensión civil por la existencia de los afrancesados, entre los que se cuentan amigos suyos como Cabarrús, convertido en ministro de José Bonaparte. España, según Jovellanos, no lucha por los Borbones “sino por sus propios derechos, derechos originales, sagrados, imprescriptibles, superiores e independientes de toda familia o Dinastía”.[5]

En Cataluña la guerra es un momento de exaltación del patriotismo español. La burguesía se pasa al castellano, como hizo el notario Albert Combelles, porque, en ese momento, es el idioma de la patria amenazada. El pueblo llano prosigue con el catalán, pero los que consiguen ascender socialmente lo abandonan. En esos momentos, e incluso años después, definirse como español era lo más popular, tal como explica Joan–Lluís Marfany.[6]

La guerra contra los franceses se acostumbra a contar desde una perspectiva exclusivamente peninsular, como si la plata de las Indias no hubiera sostenido el esfuerzo bélico de los españoles. En 1808 la invasión napoleónica va a socavar el fundamento del dominio hispano en América. Al año siguiente la Junta Central proclamará que los territorios del Nuevo Mundo no constituían colonias sino una parte esencial de la Monarquía. En consecuencia, sus habitantes tenían derecho a enviar sus propios representantes a las Cortes.

La Constitución de Cádiz definió a España, memorablemente, como la reunión de los españoles de ambos hemisferios. El Estado que se pretendía construir era, en efecto, de naturaleza trasatlántica, con ciudadanos que tendrían idénticos derechos y deberes. Por eso, en los debates de las Cortes estuvieron representados los territorios americanos, aunque no con un número de diputados proporcional a su población. Entre otras razones, porque no se computó a las “castas”, es decir, a la amplia gama de mestizos de procedencia africana. Esta grave inconsecuencia tendrá efectos desastrosos, al demostrar a los criollos que ellos son, pese a las hermosas palabras, ciudadanos de segunda. François–Xavier Guerra plantea, en este sentido, una hipótesis altamente plausible: “El rechazo práctico por parte de los peninsulares de la igualdad proclamada será la causa esencial de la Independencia de América”.[7]

En los debates de las Cortes estuvieron representados los territorios americanos, aunque no con un número de diputados proporcional a su población. Entre otras razones, porque no se computó a las “castas”, es decir, a la amplia gama de mestizos de procedencia africana.

Entre los liberales el amor a la libertad y el amor a la patria forman un todo. Lo comprobamos en el famoso soneto que dedicó Espronceda al fusilamiento de Torrijos y sus compañeros. Estos mártires de la lucha contra el absolutismo, según el poeta, dieron “almas al cielo, a España nombradía”. Esta visión nacionalista vuelve a aparecer en una elegía titulada A la patria, en la que el autor se muestra conmovido por las desgracias de su país. Los versos que rematan la composición reflejan un sentimiento de profundo pesar: “¿Quién calmará, ¡oh, España!, tus pesares? ¿Quién secará tu llanto?” En otra ocasión, sin embargo, encontramos un firme orgullo por la gesta del pueblo de Madrid al rebelarse contra Napoleón. Hombres y mujeres, “sin armas van; pero en sus pechos late un corazón colérico español”. La nación, desde esta perspectiva, se identifica con el pueblo. La gente de alta cuna es la que contemporizó con el invasor a la vez que menospreciaba a los humildes, a la “canalla”. Indignado con tanta hipocresía, Espronceda reivindica este apodo infamante como timbre de orgullo. Han sido los humildes, no los poderosos, quienes han salvado a la patria con su heroísmo.[8]

Vista desde Europa, España era un país incomprensible y violento en el que las diferencias políticas se dirimían por las armas. “Sólo en España la empecinada guerra contra el francés, las disputas partidistas y los frecuentes vaivenes políticos acabarán en pronunciamientos de sangre”, escribe un historiador moderno, el británico Henry Kamen.[9]

Pero ¿de verdad la violencia política es un atributo hispano? En otros países el camino a la modernización también se recorre en medio de conflictos bélicos. En Portugal una guerra civil enfrentó a liberales y absolutistas entre 1832 y 1834. El triunfo de los primeros estuvo seguido de una etapa de profunda inestabilidad que se prolongó durante los siguientes diecisiete años. En Italia el Estado también se construyó debido al recurso a las armas, ya fueran contra el enemigo austríaco o contra aquellos que se oponían a la unificación, como napolitanos y sicilianos.

Francia también pasó por momentos muy agitados, con una sucesión de revoluciones impresionante: 1789, 1830, 1848, 1871. Estados Unidos tampoco fue una excepción: la escisión entre el Norte y el Sur conduciría a una guerra terriblemente destructiva, con secuelas psicológicas que llegan hasta la actualidad. Pese al tiempo transcurrido, no parece que el coloso norteamericano haya resuelto todos sus problemas identitarios ni llegado a un consenso en torno a su relato nacional. ¿Por qué, entonces, España tendría que lograr el milagro que otros, en mejores condiciones, no han alcanzado?

El Estado español estaba tan firmemente asentado que apenas necesitó recurrir a la ideología nacionalista como fuente de legitimidad.

Algunos especialistas, como Borja de Riquer o Javier Corcuera, han insistido en la debilidad de la “nacionalización española”. Un Estado débil, con escasos recursos económicos, habría sido incapaz de vertebrar la nación a través de instrumentos como el servicio militar o el sistema educativo. ¿Fueron así las cosas? Para Andrés de Blas Guerrero la realidad sería la contraria. El Estado español estaba tan firmemente asentado que apenas necesitó recurrir a la ideología nacionalista como fuente de legitimidad. Álvarez Junco, por su parte, considera que la construcción nacional, a lo largo del siglo XIX, se realizó con un grado razonable de éxito, aunque, por ejemplo, la bandera rojigualda de Carlos III no ondeara en los edificios públicos hasta una fecha tan tardía como 1908.

La tesis de la debilidad de la nacionalización española, todo un tópico historiográfico, depende de una pregunta previa. ¿Debilidad con respecto a qué? Si hacemos la comparación con Francia, el arquetipo del jacobinismo, llegaremos a una conclusión. Nuestro punto de vista será otro si miramos, en cambio, hacia Austria: la supuesta fragilidad del Estado hispano ya no parece tanta, sobre todo si tenemos en cuenta que el modelo confederal patrocinado desde Viena no resistió la derrota en la Primera Guerra Mundial. España, en cambio, aguantó todas sus crisis.

El siglo XIX acabó con el desastre por antonomasia, el de 1898, con la pérdida de Cuba, Filipinas y Puerto Rico, los últimos restos del Imperio, frente a Estados Unidos. El discurso regeneracionista insistió entonces en los males del país porque había que salir escarmentados de la catástrofe, de forma que por fin se superan viejas y graves deficiencias. Sin embargo, la historiografía actual relativiza el carácter apocalíptico de los hechos. En Francia la derrota de Sedán, en 1870, supuso el fin de la monarquía imperial de Napoleón III. En cambio, en España, la derrota frente a la emergente potencia norteamericana no puso en cuestión la continuidad de un Alfonso XIII aún menor de edad. Es más, el régimen de la Restauración permanecería vivo un cuarto de siglo más, hasta el golpe de Estado de Primo de Rivera. La economía, por otra parte, lejos de sufrir un quebranto espectacular, inició una etapa de crecimiento.

El golpe recibido, más que material, pertenecía al orden de lo simbólico. Aun así, no dejó secuelas graves. No encontramos una hostilidad antinorteamericana semejante al antigermanismo de Francia tras la pérdida de Alsacia y Lorena. Eso fue así porque se hizo autocrítica: los culpables no eran los demás, sino los propios españoles por su incompetencia. Además, el hecho de que Estados Unidos se convirtiera en superpotencia hizo que cualquier hipotético revanchismo perteneciera directamente a la categoría de delirio.[10]

España, con sus luces y sus sombras, no fue ningún caso excepcional en el conjunto europeo. El franquismo convirtió el siglo XIX en el siglo antinacional. La izquierda, desde otras premisas, coincidió con el elemento sustancial de esta visión: la época liberal era la historia de un fracaso. Un análisis comparativo, sin embargo, desdramatiza muchos componentes de ese relato nacional angustioso que tantas veces se ha confundido con la realidad tangible. ®


[1] Chust, Manuel (coord.). España. Crisis imperial e independencia. Madrid, Taurus/Fundación Mapfre, 2010, p.69.
[2] Townson, Nigel (Dir.). ¿Es España diferente? Una mirada comparativa (siglos XIX y XX). Madrid, Taurus, 2010, p.15.
[3] Quintana, Manuel José. Poesías patrióticas. Madrid, 1808.
[4] Iglesias, Carmen. No siempre lo peor es cierto. Estudios sobre Historia de España. Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2008, p.486.
[5] Ibidem, p.487.
[6] Entrevista a Joan–Lluís Marfany. La Vanguardia, 13 de marzo de 2017.
[7] Guerra, François–Xavier. Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas. Madrid, Encuentro, 2009, pp. 66–67.
[8] Espronceda, José de. Obras Completas. Madrid, Cátedra, 2006, pp. 217, 243–245.
[9] Kamen, Henry. España y Cataluña. Madrid, La Esfera de los Libros, 2014, p.223.
[10] González, María Jesús y Ugarte, Javier. (Eds). Juan Pablo Fusi. El historiador y su tiempo. Madrid, Taurus, 2016, pp. 139–141.

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Publicado en: Política y sociedad

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