Fútbol y la noche eterna de París

Una Francia multiétnica

De los veintidós jugadores convocados para el Mundial de 1998, algunos eran de origen inmigrante de segunda o tercera generación o procedentes de territorios de ultramar. A ellos hay que sumar a dos españoles y a un armenio. Un total de quince jugadores, de los que doce habían nacido en suelo francés.

La selección francesa de fútbol en el Mundial de 1998.

Al margen de debates y polémicas pseudointelectuales, el deporte es sin duda un actor importantísimo en el devenir histórico y social del mundo moderno. Y, de entre todos los deportes, ninguno como el fútbol ha servido de catalizador para reflejar en su más pura esencia la pasión de un pueblo, pasión que se convierte en reflejo de la realidad que se vive en éste, y en algunos casos en la mecha capaz de encender el motor de una reestructuración social. El deporte, en general, dista mucho de ser entendido por los cánones del pensamiento académico en toda su grandeza y relevancia.

Pero la historia nos muestra que aquel ritual “irracional” de la exaltación psicomotriz que es el deporte muchas veces marca un hito en el desarrollo temporal de una comunidad, una región o incluso de una nación. Hoy es difícil entender a muchos países o regiones del mundo sin hacer una relación directa con sus logros y capacidades en ciertas disciplinas deportivas. ¿Qué sería del último gran imperio norteamericano sin su cultura del deporte? Recordemos que la guerra comercial entre China y Estados Unidos nació en las canchas incluso antes que en la industria o las bolsas de valores.

Y qué decir de Sudamérica y su incombustible fábrica de futbolistas que burlan a la razón y son capaces de distraer a su realidad, como lo hacen también sus propias culturas. Europa y su disciplina férrea o la explosividad y el anarquismo sistemático de África. Se quiera o no, fútbol y deporte terminan siendo un espejo fiel de lo que las culturas representan en sí mismas. Resaltan y exhiben al mismo tiempo las cualidades y carencias de cada una de ellas. Son en el fondo, la instantánea con la que un pueblo se presenta ante el mundo.

Centrándonos propiamente en el fútbol, actualmente el deporte más popular a escala mundial, ha servido como marco para un sinnúmero de eventos históricos que terminaron guardándose en el imaginario colectivo. Y es precisamente uno de estos pasajes el que nos ocupa en este texto. Una fecha grabada en la historia moderna de uno de los países más relevantes en la conformación de la cultura occidental como la conocemos. La historia de Francia y la obtención de su primera copa mundial de fútbol en 1998.

Para entender la historia de lo acontecido aquel verano tenemos que remontarnos por lo menos un par de décadas atrás, pues los orígenes del complicado panorama socioeconómico que se vive aún hoy en el país galo comenzaron a gestarse ya desde la década de los setenta. El fenómeno migratorio, resultado lógico del mal llamado milagro francés posterior a la segunda Guerra Mundial, mostró en apenas unos años no haber sido la mejor opción para el modelo económico de un país que, a diferencia de Estados Unidos, no contaba con los cimientos financieros e industriales capaces de soportar un crecimiento exponencial a largo plazo.

Quizás la película de 1995 dirigida por Mathieu Kassovitz, La Haine (El odio), fue la postal perfecta de la realidad que se vivía por aquel entonces. Y, por qué no decirlo, fue también la premonición de un evento histórico que estaba por suceder apenas unos años más tarde.

Tras la desaceleración de la economía francesa las olas de migrantes provenientes en su mayoría de las excolonias francesas en África se enfrentaron a la ausencia de demanda laboral y se toparon de frente con un sistema en el que carecían de las mismas oportunidades que un nativo en cuestión de derechos básicos, como salud y educación. De a poco, las zonas habitacionales que alguna vez fueron proyectadas como la cuna del futuro industrial en el corazón de Europa pasaron a convertirse en auténticos guetos de migrantes sin un trabajo estable y excluidos por completo del resto.

Al paso de los años estos guetos modernos que fueron floreciendo en las principales ciudades francesas terminaron de encontrar su lugar en el estrato social europeo, más en modo de supervivencia que de calidad de vida y un verdadero Estado de bienestar. Si bien es cierto que la migración en los países más grandes de la Europa occidental, y principalmente de Francia, comenzó a transformar el mapa étnico mucho tiempo antes de aquellos años, fue aquí el punto de quiebre que marcó las heridas de una nación que hasta hoy no pueden cicatrizar.

A diferencia de otras potencias europeas, Francia comenzó a reflejar su crisol étnico rápidamente. Aunque la sociedad de a pie seguía estando marcada notablemente por una desigualdad directamente ligada al origen de cada persona —país o color de piel—, esas nuevas generaciones de franceses hijos de migrantes pero francos por nacimiento se fueron haciendo de un lugar y prácticamente un modus vivendi en el deporte. Encontraron en las canchas de basquetbol y futbol la oportunidad de convertirse en alguien en la vida.

Apoyados por una economía casi siempre pujante, Francia fue siempre una nación altamente competitiva en los deportes individuales y de conjunto. Su deporte predilecto, el fútbol, una disciplina en la que tenían ya en la década de los noventa una respetable jerarquía ganada en las principales competiciones internacionales de este deporte, pero en la que se habían quedado cortos regularmente al momento de coronar a grandes generaciones de combinados que, más allá de representar dignamente al fútbol francés, difícilmente lograban la obtención de algún título importante.

El seleccionado nacional de Francia en la segunda copa mundial organizada por este país en 1998 no se formó ni se convirtió en un equipo de época de la noche a la mañana. Si queremos encontrar sus orígenes tendríamos que buscar en el final de los años ochenta y principios de los noventa. Éste es el momento bisagra en el que una generación dorada fue haciéndose paulatinamente de un lugar en los principales clubes del fútbol francés. Paradójicamente, a la par del crecimiento deportivo también fue acentuándose el resquebrajamiento social en las calles de París y otras grandes metrópolis.

Un país de migrantes en busca de mejores oportunidades y nativos empecinados en no ceder ante su proceso de integración. Mientras que en los estadios se alcanzaban logros históricos como el primer título europeo de un club francés, cuando en 1993 el Olympique de Marsella se coronó campeón de la primera UEFA Champions League, en las calles se gestaba una atmósfera de violencia y rencor social cada vez más palpable. Quizás la película de 1995 dirigida por Mathieu Kassovitz, La Haine (El odio), fue la postal perfecta de la realidad que se vivía por aquel entonces. Y, por qué no decirlo, fue también la premonición de un evento histórico que estaba por suceder apenas unos años más tarde.

El que fuera líder del partido de extrema derecha Frente Nacional, Jean–Marie Le Pen, decía en la Eurocopa de 1996 que “Francia no se reconoce del todo” porque había “posiblemente una proporción exagerada de jugadores de color”, y que era “artificial hacer venir a jugadores del extranjero y bautizarlos como equipo de Francia”.

De los veintidós jugadores convocados para la cita mundialista, algunos eran de origen inmigrante (Desailly, Vieira), de segunda o tercera generación (Charbonnier, Trezeguet, Djorkaeff, Henry, Pires, Zidane) o procedentes de territorios de ultramar (Lama, Diomede, Thuram o Karembeu). A ellos hay que sumar a Candela y Lizarazu (de origen español) y a Boghossian (armenio). Un total de quince jugadores, de los que doce habían nacido en suelo galo. Una selección que no hacía otra cosa que reflejar lo que ya para ese entonces era la sociedad francesa.

Pero esta diversidad no gustaba a determinados sectores políticos. El que fuera líder del partido de extrema derecha Frente Nacional, Jean–Marie Le Pen, decía en la Eurocopa de 1996 que “Francia no se reconoce del todo” porque había “posiblemente una proporción exagerada de jugadores de color”, y que era “artificial hacer venir a jugadores del extranjero y bautizarlos como equipo de Francia”. Su discurso cambió cuando la tricolor levantó la Copa del Mundo dos años después, momento en el que declaró: “El FN siempre ha reconocido que los ciudadanos franceses pueden ser de diferentes razas y religiones siempre que tengan en común el amor del país y el deseo de servirlo”.

Ya en plena competencia, Francia fue avanzando, no sin sufrimiento, en cada una de las rondas hasta instalarse en la final. Muestra de ello fue aquel épico partido de octavos de final ante la siempre competitiva selección de Paraguay. Encuentro que pasó a los libros de historia como el primero de una copa del mundo definido por el gol de oro. Precisamente un gol marcado por el capitán de la selección francesa, Lauren Blanc, uno de los pocos representantes nativos en el equipo. A la mañana siguiente uno de los principales diarios de la capital publicaría en primera plana “Una vez más el blanco le da la victoria a Francia”,haciendo un juego de palabras con el apellido del defensa central.

Fue algo que no pasó inadvertido, pero que lejos de desestabilizar al equipo francés sirvió como combustible para enfocar su cita con el destino. “Un gol ganador de Zidane en la final del Mundial tendría más impacto en los guetos que diez años de políticas municipales”, publicaba Le Figaro cuatro días antes del decisivo encuentro ante la selección de Brasil en Saint–Denis. Al final de aquella noche el pronóstico del diario parisino no sólo se cumplió, sino que terminó marcando un par de goles en la victoria del anfitrión por marcador de tres a cero. Francia entera celebraría durante aquella noche el mayor de sus logros deportivos, recordado como la noche en que París no durmió. En las calles lo que se celebraba era más que una meta futbolística, en el fondo, era la prueba de que el racismo podía quedar de lado en pos de los objetivos comunes.

En 1998 el presidente, Jacques Chirac, era plenamente consciente de la circunstancia y en su discurso posterior a la consecución del título futbolístico hacía hincapié en la metáfora de color y la unidad de la selección como unidad de la patria, señalando que era el triunfo de un “equipo a la vez tricolor y multicolor”, y que tras la victoria debía conservarse “este sentimiento nacional”. “Francia tiene históricamente un origen plural”, apuntaba. El mensaje final era, como resume García–Arjona, que “si un multiculturalismo en lo deportivo había sido posible, también lo podría ser en el ámbito social”. ®

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Publicado en: Política y sociedad

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