Primero fue un «no se equivoquen, no es desabasto». Luego se dio un festival de acusaciones entre presuntos opositores políticos, convencidos de que los del bando rival son enemigos del país. Entonces vino una seguidilla de anuncios errados: «el ducto será abierto mañana»; «fíjense que no se pudo, ahora sí se abre el sábado»; «abrir el ducto no servirá de nada». Después sucedió la explosión en Tlahuelilpan, con más de cien muertes vergonzantes seguidas por la revelación de cuán viles pueden ser los hábitos comentaristas de los mexicanos en redes sociales: «Eran huachicoleros y ellos se lo buscaron».
El jueves 24 de enero hubo otro viraje cuando el presidente Andrés Manuel López Obrador declaró que no se condenará a quien «tenía necesidad» de robar gasolina.
Jalisco y estados como México, Guanajuato y Michoacán van a cumplir un mes (oficialmente) de crisis de gasolina. Inauguramos año y gobiernos en un régimen de largas filas de autos, mal humor generalizado, amenazas de daño económico y hasta una tragedia cuya gravedad nos merece matices.
Nuestras mejores esperanzas son cazar pipas en la calle y sentarnos a esperar que el Presidente, el Gobernador y los demás actores con poder nos digan qué procede y a qué nos atenemos.
Una curiosa diferencia entre esta crisis y otras tiene que ver con la degradación del diálogo público y la confirmación de que los ciudadanos no tenemos voz en ciertos asuntos. Si contamos es porque las encuestas documentan que estamos de acuerdo con la medida. ¿Se nos consideraría igual si tales instrumentos dijeran que nos oponemos?
Tener voz es importante. Tener voto es relativo, al elegir gobiernos hacemos descansar las decisiones en representantes más o menos eficientes y más o menos sensibles. Pero esa relación representativa nos permite, de cualquier modo, pronunciarnos, porque la actividad social afecta al diálogo de las cosas públicas.
Los ciudadanos aspiramos a incidir en la agenda, encontrar vías y vehículos para que nuestras opiniones sean escuchadas. Por ejemplo, un ciclista que documente en video los abusos de los automovilistas contra las ciclovías mal diseñadas tiene cierta esperanza de que algún funcionario promueva la reparación de la obra pública mal hecha. Otro ejemplo: un grupo de colonos empeñado en evitar que le dividan su barrio con un paso a desnivel se moviliza y junta firmas que convencen al gobierno más decidido.
Las manifestaciones ciudadanas redundan (a la larga) en graduales mejoras al orden público. El principio representativo del gobierno debería bastar, porque ni Twitter ni Facebook son la plaza pública que requerimos.
Sin embargo, redes sociales como ésas nos recuerdan que nos merecemos mejores foros, pues mientras tanto solo quedan recursos como los hashtag sobre #desabasto o los grupos de WhatsApp, con los que la gente se avisa dónde hay estaciones funcionando.
Cuando miles, millones de personas no pueden comprar gasolina para sus autos, hay un problema. Pero el problema es peor si además se despliega una estrategia vaga y confusa para informar cuándo se resolverá o si el discurso del gobierno federal es un mentís a quien utiliza las palabras «escasez» o «desabasto».
Esa captura de la comunicación nacional, esa advertencia de que hay una sola forma legítima de hablar, impide conocer el tamaño del problema, que más especialistas evalúen la estrategia y que asumamos la parte que nos toca. Es decir, restringe la acción de lo público a la comunicación gubernamental y descalifica como golpeteo lo que no es sino la necesidad colectiva de diálogo.
Más allá de pretender que la molestia popular es solo un síntoma de rivalidad política (algunos comentaristas adeptos al nuevo gobierno han afirmado que criticar al presidente equivale a apoyar a las mafias del «huachicol»), el caso es que para los ciudadanos queda ser como espectadores que se aburren en una película pero tienen prohibido salirse del cine.
Los gobiernos federal y estatal se acusan de andar buscando pleito («hay crisis», «pero no es desabasto», «pos dé la cara», «zafo») sin consentir voces que disientan de sus discursos.
El diablo está en los detalles, y en el último mes hemos escuchado información que matiza los discursos gubernamentales:
- Que en realidad había desabasto desde antes del 27 de diciembre, cuando se lanzó la estrategia contra el «huachicol».
- Que la suspensión del suministro de gasolina coincidió con la reducción de la importación de combustibles. El presidente lo llamó rumor pero los datos de la Secretaría de Energía revivieron la información.
- Que 24 buques tanque en las costas de Veracruz esperan a descargar combustible. El gobierno dice que no implican gastos gravosos.
- Que no se licitó la compra de pipas, pese a que la ley lo hacía obligatorio y a que había proveedores en México.
Del gobierno recién entrado en funciones se espera que dé un decidido combate al problema del robo de combustibles y de corrupción en Pemex. Cuando lo haga, que no espere aplausos. Es su trabajo. Pero aun ahora la cuestión no es si el gobierno se equivocó o tuvo razón al lanzar su estrategia contra el «huachicol».
La cuestión es que las quejas, las dudas, las protestas de los ciudadanos no son ataques ni parque para el político opositor, sino exigencias legítimas de información. Al ciudadano que debe hacer fila para poner gasolina hay que decirle con claridad a qué escenarios tendrá que atenerse.
Tres preguntas simples: ¿cuánto más va a durar la restricción del combustible? Si se prolonga, como pasó ya, ¿habrá un plan B que haga innecesarias las filas eternas? Y finalmente, ¿qué pasará si las mafias del «huachicol» resultan más persistentes que el gobierno?
Si el gobierno nos pide paciencia, debería garantizar que nos corresponderá con información expedita y transparente. El diálogo público depende de mucho más que encuestas: para empezar, presidente y ciudadanos deberíamos hablar el mismo idioma. ®