Gracias por todo, Cecco

Se fue un amigo, uno de los nuestros

Humberto Ceccopieri (2000–2023) quería ser cineasta. Magnífico estudiante y amigo amoroso y gentil, nos deja recuerdos entrañables. Descansa en paz, querido Cecco.

Cecco.

Me gustaría comenzar con un poco de polémica.

Y por eso abro con Martha Debayle, ¿recuerdan cuando murió la Reina Isabel?

Su nombre se volvió tendencia porque dio la noticia de la muerte de la Reina entre lágrimas, se le cortó la voz y dijo que su hija le habló llorando, porque ella decía que era su abuelita.

De inmediato todo mundo se le echó encima, ridiculizándola, no sólo a ellas, sino a sus emociones, invalidándolas, juzgándolas, atacándolas. El famoso gaslighting de las redes sociales.

Pregunto: ¿quiénes somos nosotros para juzgar con qué es válido conmoverse, entristecerse, y con qué no?

Días después, vimos en el funeral al mismísimo David Beckham y a otros miles de personas hacer doce horas de fila para poder despedirse de la Reina: ¡doce horas! Miles y miles de personas formadas para ver por última vez a una persona que seguramente no conocían, al menos no personalmente o íntimamente.

—¿Por qué sucede esto? —me pregunté—: ¿Por qué tantas personas interesadas en despedirse de una extraña? ¿Por qué estaban tan conmovidas, tan tocadas, tan tristes tantos y tantos miles de personas?

El asunto es que, si lo pensamos detenidamente, sobre todo en el ámbito simbólico, no era una extraña. Era la Reina Isabel. Una figura esencial para entender la cultura occidental, nuestra cultura. Algo así como bien dijo la hija de Martha: la abuelita de Occidente, la abuelita de la cultura occidental, de alguna u otra manera, nuestra abuelita.

Porque, nos guste o no, era una de nosotros, se fue una de las nuestras.

Corte al momento en el que conocí a Cecco.

Eran ya mis últimos semestres de la carrera y, como todo buen universitario en la fila de salida, estaba profundamente preocupado por mi futuro profesional.

Tenía ganas de explorar, de intentar, de saber quién era yo y quiénes eran “los míos”. De saber cuál era mi tribu, mi lugar en el mundo. Al menos en el ámbito profesional.

Entre tantas opciones, oportunidades y potenciales elecciones, me topé con la de cineasta.

Me llamaba la atención esa habilidad profesional para hacer magia, esa sensibilidad para cazar momentos y para crear atmósferas. Esa capacidad no sólo para expresar sus sentimientos sino también para detonar emociones.

Usé mis últimos minutos de tiempo aire universitario, mejor conocido como PAP (Proyecto de Aplicación Profesional), para entrevistar justamente a distintos miembros de esa comunidad a la que en aquel momento quería pertenecer.

Platiqué con directores, productores, gestores culturales, periodistas, documentalistas. Todos ellos, de alguna u otra manera, cineastas.

Me di cuenta rápidamente de la urgencia que teníamos como comunidad universitaria de un espacio para reconocer no sólo el arte cinematográfico, sino también la profesión del cineasta. Para vivirla, desmenuzarla y compartirla.

Usar el cine para lo que es: un mero pretexto para expresarnos, escucharnos y compartirnos. Para reconocernos y conectarnos.

Necesitábamos un cineclub, pues.

Tal cual, un club, una sociedad, un grupo de clavados, apasionados y curiosos del cine.

Y, manos a la obra, fui a hablar con todos los interesados y los posibles aliados. Entre ellos el flamante y recién estrenado coordinador de la carrera de Artes Audiosivuales, don Vicente Addiego.

—Me encanta la idea —me dijo—, úrgenos.

A los pocos días de nuestra charla recibí un correo “institucional” de un tal Humberto Cecco. Así se presentó.

Me dijo: “Me gusta mucho gestionar proyectos y me parece increíble la propuesta de un cineclub para la comunidad universitaria. Yo tengo algo de experiencia también en un par de cineclubes allá en Guanajuato, de donde yo soy”.

Nos reuníamos una vez a la semana para hacer lo que en aquel momento considerábamos vital, no sólo por gusto sino también por necesidad: usar el cine como pretexto para explorar nuestras identidades, para conocernos y reconocernos…

Cecco…

Agendamos una cita:

—Tráete una lista de tus películas favoritas —le dije.

Platicamos e inmediatamente hicimos clic.

Me dijo que venía de la Ibero de León, que allá había comenzado su carrera y que quería probar suerte en Guadalajara.

—Bienvenido —le dije—, llegaste al lugar indicado.

Un poco osado de mi parte, pero, ¡oigan!, acababa de platicar con un montón de cineastas, yo ya me sentía parte.

Nuestras interacciones fueron pocas pero sustanciosas.

Nos reuníamos una vez a la semana para hacer lo que en aquel momento considerábamos vital, no sólo por gusto sino también por necesidad: usar el cine como pretexto para explorar nuestras identidades, para conocernos y reconocernos, para dialogar, conectar y construir, para tejer.

Semana tras semana seguíamos firmes, siempre los mismos seis o siete clavados.

Se nos atravesó una pandemia y ni eso fue suficiente para detenernos, cada semana seguíamos encendiendo nuestras cámaras para reconocernos.

No tardé mucho en darme cuenta de que probablemente la necesidad no era de “la comunidad universitaria” sino mía. Nuestra. Y tal vez de estos otros siete clavados.

Era mi urgencia de conectar conmigo mismo. De explorarme, de escucharme y conocerme.

Curiosamente, ésta era justo la tendencia común que había descubierto entre los cineastas, entre los artistas y los creativos.

Después de casi tres años, evidentemente ya egresado, era momento de bajarme del barco y dejarlo ir. Permitir que siguiera su rumbo bajo un nuevo capitán, Humberto Ceccopieri Godínez: Cecco para los compas.

Nunca dudé de que se quedaba en buenas manos. Cecco tenía esa sensibilidad, esa tenacidad y esa curiosidad necesaria para llevar el barco del cineclub a buen puerto. Compartía y se compartía sin cesar, nunca dejaba algo para después. Algo que noté inmediatamente, justo al momento de recibir aquel correo institucional. No saben cuántas personas me dijeron “Yo te ayudo” al enterarse de que quería comenzar un cineclub. Sobra decir quién fue el único que estuvo ahí, siempre, contra viento y marea, contra pandemia y encierros.

Antes de pasarle la batuta, me dijo: “¿Ya pensaste con cuál película te quieres despedir?”

—Lo tengo clarísimo –le dije—: Paterson, de Jim Jarmusch: chofer de día y poeta de noche.

El asunto es que Paterson, el personaje principal, es completamente ignorante de su naturaleza. Actúa de manera inconsciente durante la mayor parte de la película, hasta que le ocurre una desgracia y se da cuenta. Estaba en su ADN: era un artista.

Tiempo después, Cecco me escribió para decirme que había aplicado para entrar al Centro de Capacitación Cinematográfica, el famoso CCC. Cecco también quería ser cineasta.

La última vez que vi a Cecco, como no podía ser de otra manera, fue en el cine.

—Hasta luego —le dije, sin saber que era la última de nuestras despedidas.

Nueve meses después, navegando por las redes, me enteré de su fallecimiento.

Y, al igual que Martha Debayle, no sólo me conmoví profundamente por la noticia, sino que fui presa de la invalidación emocional, en este caso autoinfligida:

—No seas mamón —me dije a mí mismo—. Ni lo conocías tanto, ni era tu amigo íntimo, ni siquiera fue tu compañero. No seas exagerado.

Después de dejar de sobrepensar y empezar a sentir, logré utilizar la emoción y conectar con la razón:

—¿Por qué me duele tanto? ¿Por qué me mueve tanto tu partida, Cecco?

El asunto es que Cecco era una de los míos.

Obsesionado por los detalles, las ideas y los patrones.

Observador y crítico.

Híper curioso.

Híper sensible.

Híper atento.

Se nos fue un itesiano.

Un audiovicuate.

Un creativo.

Y, lo más triste para mí es que, al igual que Paterson, tras años de perseguir la ilusión, el sueño de convertirse en cineasta: se fue sin darse cuenta de que ya lo era.

Se fue uno de los nuestros.

Se fue un artista.

Gracias por todo, amigo. ®

Palabras de Ricardo pronunciadas en el homenaje a Cecco el viernes 11 de agosto en el ITESO.

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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