Grow a Lover

El amante de goma

Los primeros cinco días vivimos un romance apasionado. Grow a Lover era un amante incansable, y en los momentos en que no hacíamos el amor hablábamos de Victoria y Silvina Ocampo, de Kakfa y Proust, aunque la verdadera pasión de Grow a Lover era la filosofía. Decía que Nietszche era un genio, y discutía durante horas sobre la Genealogía de la moral.

Nunca me gustaron los juguetes sexuales como los consoladores, los vibradores o los muñecos inflables, pero llega un punto en la vida en que el tedio nos envuelve de tal manera que la experimentación se vuelve una necesidad. Cuando uno ha pasado el último año de su vida yendo de la casa a la oficina y de la oficina a la casa, con esporádicas salidas que terminan en borracheras y rachas de mal sexo; cuando uno ha tenido que aguantar el devenir de los días laborales junto a compañeros de oficina que llevan la estupidez grabada en la frente como un cartel de luces de neón, entonces uno pasa un día por un sex shop y se interesa de pronto por todos esos artefactos de colores —la mitad de los cuales resulta difícil deducir a simple vista para qué sirven—.

Pasado el mes de septiembre de este año, luego de dos meses de abstinencia sexual motivada por la idea de que es mejor no tener sexo en absoluto que tener un sexo mediocre y deprimente, entré en un sex shop.

El sex shop estaba a dos cuadras de mi trabajo y era un local a la calle pensado para mujeres, con jabones y perfumes de galletas y chocolate, portaligas con moños a lo pin up y toda clase de cosas por estilo que se muestran normalmente como un desafío a la capacidad de conservar la dignidad para cualquier mujer de más de treinta años que decida usarlas.

La vendedora era una chica encantadora de unos veinticinco años, muy discretamente vestida, que por suerte tenía el buen gusto de usar un perfume de Dior en vez de promocionar las fragancias de chocolate y galletas de su local. Todos sabemos lo importante que es el vendedor para determinar la estancia en un lugar, la compra o la venta de un producto cualquiera que sea. Al menos en mi caso, lo es. He llegado a comprar horribles pares de zapatos sólo porque el vendedor se agachó a calzármelos con una sonrisa en la boca, o ropa interior inservible porque una mujer de setenta años se ofreció a vaciar todos los cajones de su negocio en busca de un corpiño que me gustara. Vi nada más pasar la puerta que la chica sabía hacer su trabajo. Era discreta, y no preguntó nada. Sólo dijo: “Si quiere algo en particular, me dice por favor”.

A un costado de la mesa vi la imagen de un muñequito blanco en una caja de cartón que decía “Grow a Lover”. Di vuelta la caja y leí que el “lover”, una vez metido en agua, alcanzaba en setenta y dos horas su altura máxima, aumentando su tamaño en un 600%. Sonreí. La cosa tenía su gracia y era muy barata, así que me fui con él a la caja.

Recorrí los estantes, uno tras otro. Había consoladores transparentes en bolsitas de terciopelo rojo y azul, mariposas vibradoras hechas de un plástico brillante, preservativos de gustos y de colores. Más allá, una mesa de ofertas con distintos juguetes. No se trataba en este caso de juguetes sexuales, sino de pequeños objetos divertidos. A un costado de la mesa vi la imagen de un muñequito blanco en una caja de cartón que decía “Grow a Lover”. Di vuelta la caja y leí que el “lover”, una vez metido en agua, alcanzaba en setenta y dos horas su altura máxima, aumentando su tamaño en un 600%. Sonreí. La cosa tenía su gracia y era muy barata, así que me fui con él a la caja. Por no decepcionar a la chica, que me había caído en pocos minutos extraordinariamente bien, compré también un consolador transparente, un bello objeto de puntas redondeadas por ambos lados que venía en una bolsa de terciopelo azul.

Me preguntó si Grow a Lover era para regalo.

—No —le dije—. Es para mí. ¿De verdad cree que aumenta su tamaño en un 600%?

Me miró muy seria, preguntándose tal vez si yo era una idiota o una bromista. Yo la miré muy seria también.

—Lo decía en broma —dije finalmente.

Ella sonrió, aliviada.

—Ah —dijo, llevándose una mano al pecho.

Envolvió las dos cosas. Pagué y salí del local.

Estaba contenta: no sentía que hubiera malgastado el dinero. Siempre que uno compra cosas que le gustan se siente mejor. Soy soltera y tengo un sueldo entero por mes para gastar únicamente en mí. A veces me visto a lo Audrey Hepburn, otras a lo Cocó Chanel. No es que pueda comprarme ropa de marca, pero consigo cosas similares que me hacen ver bastante decente.

Entonces, decía que salí del local. Me fui directamente a mi casa, en un taxi. Me hice la cena, un sándwich con un café con leche y una manzana, y después abrí la caja de Grow a Lover. El muñeco era bastante feo. Musculoso, eso sí, pero tenía un slip donde debía estar el pene, y una pierna parecía un poco más corta que la otra. De cara no estaba tan mal, aunque como todo muñeco su rictus era rígido. Al menos no sonreía, lo que de entrada era un avance porque siempre me pareció odiosa la cara de ciertos muñecos como Ken, el novio de Barbie. Le puse el tapón al bidet, lo llené de agua y metía a Grow a Lover. El cuerpo quedó rodeado de burbujas. Me pareció que dentro del agua se lo veía mejor que afuera.

Me duché y me fui a la cama con el consolador transparente, que resultó un juguete sexual bastante interesante y agradable.

El amante de goma.

El amante de goma.

Me dormí en seguida —luego de un orgasmo se duerme mejor— y me levanté sin el despertador, a las 8:30 de la mañana siguiente. Fui al baño y miré de reojo a Grow a Lover, de quien me había olvidado por completo, mientras me cepillaba los dientes. El hombre casi rebalsaba del bidet, era increíble lo que había crecido en ocho horas. Me acerqué a observarlo. Definitivamente, tenía una pierna más corta que la otra, y la cara se le había ensanchado. Ahora tenía aspecto de boxeador. Se veía un poco más apuesto, todo sea dicho. Le puse el tapón a la bañadera y la llené de agua. Me pregunté hasta dónde crecería Grow a Lover. Lo agarré de la cintura —se había vuelto un poco más mullido— y lo tiré ahí, para que chapoteara un poco mientras se seguía agrandando.

Tuve un día de oficina patético, como casi todos. Salí dos horas al mediodía y leí ocho cuentos de Silvina Ocampo y dos de Victoria, que me gustaba menos. Terminé a duras penas mi horario laboral y volví a casa. Entré en el baño y me senté en el inodoro. Entonces me acordé y me asomé a la bañadera: Grow a Lover parecía un niño de doce años. Le toqué la cabeza con un dedo. Seguía siendo mullido, y pálido como cuando lo saqué de la caja. No sé si dije que Grow a Lover era blanco. Completamente blanco.

Me fui a dormir, esta vez sin el consolador transparente y un poco más preocupada. Me desperté en medio de la noche con una pesadilla que no pude recordar, ni quise. Fui hasta el baño a lavarme la cara con agua fría, y cuando miré a Grow a Lover ya tenía el tamaño de un adolescente de quince años. Volví a la cama y me tapé con las mantas hasta el cuello, a pesar de que no hacía tanto frío.

A la mañana siguiente me levanté con dolor de espalda. Me miré al espejo: tenía ojeras y el pelo pegado al cráneo. Abrí la ducha. Grow a Lover había crecido algún que otro centímetro. Para no detener su imparable proceso de expansión lo que hice fue sacar el tapón, acomodar al hombre lo mejor que pude contra uno de los lados de la bañadera y meterme en la ducha con él. Grow a Lover empezaba a adquirir un aspecto tan humano que hasta sentí la tentación de pedirle perdón por la incomodidad. Cuando me puse el champú en la cabeza estuve a punto de ofrecerle, por si quería lavarse los mechones blancos de goma que tenía sobre la frente, pero me contuve.

Salí de la ducha, puse el tapón y volví a llenar la bañadera. Había pasado un día y medio.

Ni qué decir que después de mi día de oficina Grow a Lover había crecido un poco más. Ahora era casi un adulto que ocupaba toda la pileta. Probablemente del anunciado 600% había aumentado a 500%. Empezaba a preocuparme. Tenía la bañadera inutilizada. Pero estaba cansada y no quería pensar, así que me tomé un vaso de whisky y me fui a dormir. Me desperté en medio de la noche y tomé un somnífero. Me dormí tan profundamente que me levanté a las nueve y media de la mañana, una hora más tarde que de costumbre, y me metí en el baño luego de encender el caloventor. Entrecerré los ojos mientras orinaba con la mirada perdida en una mancha de la puerta, y después corté un pedazo de papel.

Entonces vi la mano blanquísima de Grow a Lover que colgaba a un costado de la bañadera y escuché un quejido. Di un grito y me subí la bombacha. Me acerqué a la pileta. Ahí estaba Grow a Lover, agitando las piernas y soltando burbujas por la boca. Agarré su cabeza de goma y la levanté. Le apreté la nariz. De pronto pareció que respiraba. Me miró a los ojos y sonrió.

—Soy el amante de tus sueños —me dijo.

Se levantó y salió de la pileta, chorreando agua. Caminó hasta el cuarto y se tiró en la cama.

—Pero antes de nada necesito dormir.

Cerró los ojos y se durmió al instante.

Llamé a la oficina y dije que tenía un terrible dolor de cabeza y una angina que me impedía moverme.

¿Qué iba a hacer? ¿Llamar a la policía porque un muñeco de goma había cobrado vida? Por el momento agarré el trapo de piso y limpié el agua que Grow a Lover había dejado a su salida de la pileta. Limpié también la bañadera, y después me asomé al cuarto y lo miré dormir. Por lo menos no roncaba. Tenía los músculos de la espalda muy marcados y los mechones de pelo siempre pegados a la frente.

Me senté en el living con un libro de Silvina Ocampo y otro de Victoria, y esperé que Grow a Lover se despertara de su siesta.

Estuvo durmiendo unas cuatro horas, todo el tiempo mientras yo leía, y de pronto lo vi aparecer en el umbral de la puerta del living.

—Ahora sí estoy preparado —me dijo.

Yo pegué un grito.

—Dios mío —dije.

—Dios no existe. Esta es la vida que tenemos —dijo él.

Un amante de goma ateo.

—Ajá —dije.

—Así es —dijo él, mientras se sentaba en la silla sin pedir permiso—. El sacerdote es el peor legado del judaísmo a Occidente.

Un amante de goma ateo y nietzscheano.

—En fin —dije.

—En fin —dijo él—. Yo ya estoy preparado.

—¿Para qué?

—Para cumplir todas tus fantasías.

Me reí.

—A eso me dedico —me dijo él.

—Ok.

—¿Por qué no tomamos unos whiskies? —sugirió—. Como para entrar en calor.

—Claro, claro —dije yo.

Qué más daba. Si un muñeco de goma podía cobrar vida, tomarse unos whiskies con él era lo de menos.

Saqué la botella de Jameson y serví dos generosos vasos.

—Bueno —dijo él—. Tengo únicamente un problema. Intenté sacarme el calzoncillo, pero no pude. Parece que abajo no hay nada. O sea que puedo hacer todo, pero no penetrarte. Un defecto de fabricación. Vamos a tener que usar un consolador o algo así.

Le dije que tenía uno.

—Perfecto —me dijo.

Le pregunté si no le daría pena no sentir placer también él. Me dijo que él era sólo un muñeco de goma.

Grow a Lover era un amante increíble. Sabía masturbar, hacer cunnilingus, y a pesar de no haber encontrado su pene manejaba el consolador transparente con una maestría admirable. Era en verdad el amante de los sueños de cualquier mujer, así que en seguida le perdí el miedo y me encontré bastante a gusto con él.

Luego de los whiskies y de una conversación bastante amena nos fuimos al cuarto —él caminando con una ligera renguera producto de la diferencia entre pierna y pierna—. Debo decir que Grow a Lover era un amante increíble. Sabía masturbar, hacer cunnilingus, y a pesar de no haber encontrado su pene manejaba el consolador transparente con una maestría admirable. Era en verdad el amante de los sueños de cualquier mujer, así que en seguida le perdí el miedo y me encontré bastante a gusto con él.

Después de semejante despliegue sexual le pregunté si quería comer algo, pero me especificó que él no comía, sólo bebía, y de esa forma conservaba su apariencia, ya que mucho tiempo sin agua lo encogía de vuelta y lo volvía al lugar donde no tenía vida. También me dijo que si se quedaba sin agua volvería a ser un pequeño muñeco blanco y que después de eso ya no podría volver a revivirlo. Que él, por su precio, era de un solo uso.

Asentí a todas sus explicaciones y le dije que por mí podía quedarse vivo todo lo que quisiera. Él se mostró muy feliz y dijo que dormiría todas las noches en la bañadera llena para conservar su altura y masa corporal. Que podía estar bien todo el día si tomaba algo de alcohol, agua o infusiones y se conservaba en el agua por la noche.

Decidí tomarme una semana de vacaciones de la oficina para pasarlos con Grow a Lover.

Los primeros cinco días vivimos un romance apasionado. Grow a Lover era un amante incansable, y en los momentos en que no hacíamos el amor hablábamos de Victoria y Silvina Ocampo, de Kakfa y Proust, aunque la verdadera pasión de Grow a Lover era la filosofía. Decía que Nietszche era un genio, y discutía durante horas sobre la Genealogía de la moral. Aprendí horrores con él. Grow a Lover fue para mí un maestro en más de un sentido. Que fuera de goma se tornaba una nimiedad cuando uno lo conocía.

A veces, a la noche, después de nuestras largas sesiones de sexo, nos quedábamos discutiendo hasta altas horas sobre todo tipo de cosas.

—¿Cómo puede ser que Nietszche criticara tanto a Kant? —le preguntaba yo—. Ni siquiera lo había leído.

—Por favor. No lo había leído de primera mano, pero sabía perfectamente lo que postulaba.

Yo adoptaba entonces el papel de una especie de Marilyn Monroe entre tonta y astuta, y le decía levantando una ceja:

—¿Y cómo es eso? Un poco ignorante me parece que era, este Nietszche.

Él fruncía su ceño de goma:

—¿Cómo juzgar la ignorancia de un genio? —me recriminaba escandalizado.

Yo me reía por dentro. Me encantaba hacerlo enojar. La conversación seguía en esos términos, hasta que yo me cansaba y soltaba la carcajada. Entonces volvíamos a hacer el amor y nos dormíamos.

¡Pobre Grow a Lover! Tenía debilidad por todos los personajes de ficción que padecieran defectos físicos: los paralíticos, los rengos, los jorobados… aunque se tratara de canallas de primera categoría. Creo que era bastante obvio que se debía al problema de su pierna; quién sabe tal vez por eso le encantaba leer y releer Ricardo III de Shakespeare —en inglés, porque mi amante de goma era bilingüe—. Le gustaba también Nuestra Señora de París —que leía en su traducción al inglés, porque le parecía mejor que las españolas que circulaban por las librerías—, y cada vez que podía y la daban en algún canal de cable volvía a ver Midnight Cowboy. Decía que Dustin Hoffman hacía en esa película el papel de su vida y que la miraba para observar cada plano con más detalle, pero en realidad yo lo veía secarse disimuladamente las lágrimas al final, cuando Ratso Rizzo se moría en el micro camino a Florida.

En esos momentos yo me conmovía y le preparaba un whisky con soda que le llevaba al sillón, mientras me fumaba un cigarrillo en la ventana.

Grow a Lover era un bebedor bastante importante, a pesar de no poder comer, y se mostraba siempre como un caballero. Era todo un dandy, viril sin hacer alarde de su masculinidad, en definitiva: el sueño de cualquier mujer. Uno olvidaba rápidamente que no tenía pene.

—Soy como los ángeles, no tengo sexo —solía bromear.

Reconozco que pensé incluso en casarme con él en algún momento de esos siete días.

El lunes siguiente volví a la oficina. Todo estaba como siempre, pero yo estaba radiante. Me había pasado la semana entera tomando Jameson, pero nunca había tenido la piel mejor. Creo que hasta se me había reducido la celulitis, e incluso había adelgazado un poco. Todos notaron el cambio, incluso la secretaria, que me miró con ojos de vaca estúpida y me dijo:

—Parece que las vacaciones te cayeron bien.

Así era.

Grow a Lover dormía en el agua, a la mañana nos bañábamos juntos y yo me iba a trabajar. Él se quedaba en casa, limpiaba y arreglaba las pequeñas cosas que se rompían en el departamento. Todo era idílico. Se diría que un matrimonio perfecto. Pero, como es sabido, las cosas buenas nunca duran.

La catástrofe empezó el día en que Grow a Lover consiguió vaya a saber dónde un traje azul, una camisa blanca que no le hacía ningún contraste con la piel, una corbata negra que hacía contraste con la camisa blanca, unos zapatos viejos y un sombrero y salió a la calle.

Al primer lugar adonde se le ocurrió ir fue a mi trabajo. Se presentó con la secretaria, que casi muere de un paro cardiaco, y dijo que era mi amante. Me traía un ramo de rosas rojas que me ofreció estirando el brazo, mientras avanzaba por el pasillo con su paso desacompasado por la renguera. Lo llevé aparte a una oficina vacía y le pregunté qué estaba haciendo ahí, y que cómo se le ocurría salir de casa. Le dije que él era sólo un muñeco de goma, cosa que lo hirió en lo más profundo, así que le pedí perdón y él terminó masturbándome contra el escritorio. Salimos, reconciliados, y le dije que se encerrara en casa y que por favor no saliera.

Grow a Lover me hizo caso dos días, pero al tercero volvió a la calle. Ya no incursionó por la oficina, pero me enteré de que se paseaba por las veredas del barrio con su traje y un bastón de madera, y que saludaba a las mujeres tocándose galantemente el ala del sombrero. También empezó a hacer las compras —lo cual era de gran ayuda— pero los vecinos lo miraban con extrañeza, sobre todo cuando se daba a conocer en la cola de la verdulería como “el amante de la señora Barreira”. La vecina de enfrente vino una tarde a tocarme la puerta y me preguntó si necesitaba ayuda para echar “a ese engendro” de mi casa. El verdulero me pidió un sábado en que fui a comprar fruta que le dijera a “mi amante” que se había olvidado de pagarle dos tomates. La costurera me mandó “muchos recuerdos para el señor” una vez que fui a llevarle un pantalón para tomarle el ruedo.

Volví a hablar con Grow a Lover. Le dije que de ahora en más la compra la iba a hacer yo. Le expliqué los riesgos de ir dando vueltas por el barrio, que no podía comportarse como un niño si ya había nacido siendo adulto, y una serie de argumentos que me parecieron muy buenos pero que a mi amante le entraron por un oído y le salieron por el otro.

—Todos me parecen niños que juegan a ser adultos —me dijo con una sonrisa.

—Puede ser —le dije yo—. Pero por eso mismo es mejor que no salgas. Los niños son capaces de cualquier cosa.

—Me comporto como un gentleman —respondió él—. Hasta tengo un bastón —levantó el palo de madera brillante que tenía apoyado sobre la pared junto al sillón.

—¿De dónde sacaste eso? —le pregunté.

—Lo encontré en la calle. Pero lo barnicé, ¿te gusta?

—Muy lindo.

Nuestros encuentros sexuales se volvieron más profundos, casi metafísicos, y eran igualmente intensos, hasta que pasaron a convertirse en eso que algunos llaman “un polvo triste”. Entonces, un día en que eligió de mi biblioteca Las desventuras del joven Wherter le dije que teníamos que hablar.

No sé si por no discutir más, o porque finalmente se convenció con lo que le dije, el caso es que Grow a Lover no volvió a salir de casa. Lo que a la larga resultó una mala idea, porque lo siguiente fue que él, que siempre estaba de buen humor y tenía, a pesar de sus momentos sensibles, un carácter de hierro, empezó a mostrarse depresivo. Dejó de lavar los platos y de atender a los desperfectos domésticos. Me lo encontraba a la vuelta del trabajo acostado en el sillón, a veces con un libro de Onetti en la mano, leyendo una y otra vez Tan triste como ella, o bien El fuego fatuo de Drieu de la Rochelle, siempre acompañado de un generoso vaso de alguna bebida de cuarenta de graduación alcohólica.

Al principio pensé que se trataría de algo pasajero, y durante un par de semanas me dediqué yo a lavar los platos y a limpiar la casa, mientras él repetía de tanto en tanto en voz alta las frases que leía en sus libros. Parecía tan abatido que no me atrevía a hablarle del tema, y como seguía cumpliendo con su papel de amante ejemplar le toleré su mal momento. Nuestros encuentros sexuales se volvieron más profundos, casi metafísicos, y eran igualmente intensos, hasta que pasaron a convertirse en eso que algunos llaman “un polvo triste”. Entonces, un día en que eligió de mi biblioteca Las desventuras del joven Wherter le dije que teníamos que hablar. Él asintió. Le expliqué que no podíamos seguir así, y que en toda convivencia las dos partes deben colaborar.

—¿Estás pensando en suicidarte? —le pregunté.

—Si pudiera suicidarme con un arma o tirándome al agua como Virginia Woolf… —me dijo.

Yo sonreí y él se dio vuelta en el sillón, ocultando su últimamente demacrada cara de goma blanca.

—Te estás burlando —me dijo.

Le aseguré que no era así, y que lo que yo quería era verlo feliz y que las cosas volvieran a ser como al principio. Él me dijo que no podía, que le faltaba serotonina en el cerebro, y que pensaba demasiado en la muerte.

—Bueno —le dije yo—. A todos nos pasa en algún momento.

—Sí —dijo él—. A todos.

Se dio vuelta en el sillón y puso las manos cruzadas sobre su pecho.

—Tenés que tomar antidepresivos —le dije.

—Antidepresivos —se burló él.

Él me miró irónico.

—Prozac —le dije yo.

—Prozac —dijo él—. Ja.

Le pedí que dejara de repetir en tono de burla lo que yo decía.

—Creés que porque me compraste podés hacer lo que quieras conmigo —me dijo.

El asunto se me estaba yendo de las manos. Le dije que era un irrespetuoso, y que nunca había visto un muñeco de goma con tantas pretensiones y tantas ganas de morirse. Que podía estar bien contento del trato que le estaba dando, visto que llevaba dos semanas trabajando sin parar porque a él se le había ocurrido tirarse en un sillón a leer una y otra vez las mismas historias de suicidios. Después de lo cual me fui a mi habitación y di un portazo. Me acosté en mi cama furiosa, pensando qué hacer y con todas las ganas de privar de agua a ese muñeco insolente, pero al cabo de un par de horas escuché un ruido en la puerta y Grow a Lover apareció en el umbral pidiendo perdón de rodillas, vestido con su traje y su sombrero, con una caja de bombones en una mano y un blíster de Prozac en la otra, diciendo que había empezado a tomar los antidepresivos —me mostró la burbuja de plástico vacía donde faltaba una pastilla—, y rogando que por favor le tuviera paciencia. Lo perdoné, claro.

Después de una semana de antidepresivos el cambio en Grow a Lover fue notable. Volvió a ocuparse de la casa, del lavado de los platos y de la limpieza en general, y estaba siempre de buen humor. Encontró un libro de recetas en mi biblioteca y las cocinó todas, una tras otra, en el transcurso del mes. Desde cosas muy sencillas a preparaciones elaboradas y exquisitas. Todas las noches al llegar del trabajo me encontraba la mesa puesta con un único plato y dos vasos, y Grow a Lover se sentaba a verme comer. Decía que le gustaba mirar las caras que ponía cuando daba los primeros bocados.

Me dijo que quería salir algún fin de semana conmigo —los fines de semana los pasábamos generalmente en casa, excepto los días que yo visitaba a amigos o me reunía a cenar con ellos— y yo consentí en llevarlo al campo un domingo, donde hicimos un picnic con unas cervezas importadas y una tortilla con chorizo que había hecho él. Lo pasamos tan bien que decidimos repetir la salida cada semana.

El imparable aprendizaje de Grow a Lover lo condujo a la botánica. Compró por internet cuatro libros sobre plantas locales y se dedicó con tal ahínco al estudio que finalmente, cada vez que íbamos al campo lograba identificar todas y cada una de las flores que nos rodeaban.

Esas jornadas en el campo eran muy divertidas. Nos turnábamos para manejar el auto en las zonas de la ruta en que no había control policial. Grow a Lover iba con su traje pero sin corbata, anteojos de sol y un sombrero de verano, feliz con la ventanilla abierta y la cara al viento. Cantábamos canciones folklóricas españolas y nos reíamos a carcajadas.

Por supuesto yo tenía siempre la precaución de hacer nuestros picnics en lugares bien alejados de la multitud, no fuera que nos vieran entregados a la tarea de ponernos guirnaldas de flores que armábamos con un hilo enhebrado en una aguja de coser, para después dar vueltas como derviches —Grow a Lover con bastante más dificultad a causa del defecto de su pierna—, desnudos sobre el césped, en una especie de éxtasis báquico motivado justamente por los casi dos litros de vino ingeridos al rayo del sol.

Este tipo de escenas bucólicas, que tantas veces había visto representadas en cuadros, siempre me resultaron fascinantes. En el delirio provocado por el alcohol llegué a proponerle un día a mi amante que nos disfrazáramos, él de fauno y yo de campesina, y que representáramos nuestra ceremonia de las guirnaldas con los trajes respectivos, pero era demasiado complicado encontrar los cuernos y las patas de cabra, y Grow a Lover me disuadió de no hacerlo, esgrimiendo el argumento de que nunca en su vida había visto un fauno blanco y que resultaría ridículo vestirse como tal. El único problema de las salidas al campo era que a Grow a Lover se le incrustaban en los pies de goma las piedritas dispersas por el pasto, y yo tenía que dedicar un buen rato a sacárselas con una pinza a la vuelta de nuestras excursiones. Por lo general terminábamos el día agotados —yo además insolada—, mirando en la televisión comedias norteamericanas de cuarta categoría de las que nunca supimos el final porque nos caíamos de sueño en la mitad y nos íbamos a dormir, yo en mi cama y él en la bañadera llena de agua.

Visto que no pudimos concretar mi fantasía del fauno y la campesina, le sugería a Grow a Lover algo que resultaba muy adecuado a su condición en medio de ese calor infernal: buscar el cauce del arroyo y representar otra escena que también tenía su encanto: la de la sirena y el pescador. A Grow a Lover le divirtió la idea, porque le parecía mucho más fácil vestirse de pescador que de fauno, y también porque durante esas visitas al campo el sol lo encogía un par de centímetros, de manera que le venía bien tirarse un rato al agua.

Compré en una tienda de disfraces un traje de sirena tornasolado, con un hilo atado a la cola que se podía anudar a la muñeca para llevarla con más comodidad, y una camisa y un pantalón caqui para Grow a Lover. Completamos el atuendo con unas botas de goma negras que yo tenía guardadas, y que habían sido de un ex novio que nunca había pasado a buscarlas. El siguiente domingo nos internamos por el bosque hasta el arroyo con sendas cañas de pescar, y estuvimos intentando que picara algo hasta que nos aburrimos. Entonces yo me puse la cola de sirena. Me dejé el torso desnudo para que fuera más realista y Grow a Lover simuló pescarme con la caña y sacarme fuera del agua. Inventamos diálogos absurdos que todavía me hacen reír hasta las lágrimas, donde yo repetía cada tres frases la invocación “¡Oh pescador, mi pescador!”, y después nos bañamos desnudos hasta que anocheció. Lo malo fue volver, porque no llevábamos linterna y estuvimos perdidos durante una hora buscando el auto, mientras Grow a Lover maldecía mi estúpida idea de jugar a la fiesta de disfraces y cada cinco metros me juraba que ésta era la primera y la última vez que me seguía la corriente con mis ideas de adolescente.

Pero lo cierto es que lo convencí, y volvimos a representar dos veces más al pescador y la sirena. En parte por diversión, en parte porque había que amortizar la compra de los trajes.

Las cosas iban sospechosamente bien, tanto que empecé a esperar el momento de una nueva catástrofe. Así fue, por supuesto.

Una noche Grow a Lover me preparó una cena con ostras y champagne y se sentó a verme comer con una copa en la mano. Me explicó que necesitaba salir, ver el mundo y aprender cosas que no estuvieran en los libros. Le retruqué que no se perdía de nada, pero él insistió. Quise hacerlo entrar en razón.

Grow a Lover empezó a frecuentar los prostíbulos, los clubes swinger, los cines porno, lugares donde todos los hombres tenían un pene y hacían uso de él. Volvía borracho a las cinco de la mañana, lamentándose de su suerte. Muchas veces lo oía llorar desde su bañadera.

—Mucha gente pagaría por llevar la vida que vos llevás. Estudio en la semana, y campo el fin de semana. Una amante. Sin hijos. ¿Qué más se puede pedir?

—Quiero conocer el mundo —me dijo—. Quiero saber cómo es la gente, qué hace.

—La gente es mediocre y mezquina.

—Si es así, quiero verlo con mis propios ojos.

Ni toda la filosofía nietzschiana valía algo contra la falta de experiencia, tuve que admitirlo. Aun así le supliqué, una y otra vez, pero él me dijo que el mundo le parecía un lugar demasiado interesante. Que lo tenía todo planeado: que lo que iba a hacer, para que lo vieran menos, era salir de noche. Terminé por aceptar, sin ser consciente de las consecuencias terribles que podría acarrear esto. Grow a Lover empezó a frecuentar los prostíbulos, los clubes swinger, los cines porno, lugares donde todos los hombres tenían un pene y hacían uso de él. Volvía borracho a las cinco de la mañana, lamentándose de su suerte. Muchas veces lo oía llorar desde su bañadera.

Pronto dejó de cocinar, y me confesó que a pesar de haber doblado la dosis de Prozac ya no notaba ningún efecto.

Volví a encontrármelo tirado en el sillón al volver del trabajo, pero ya no leía. Permanecía con la vista perdida en mi biblioteca, un vaso en la mano y la botella en el piso, en un estado cada vez más lamentable.

Un día que pasé por delante del sexshop estuve a punto de comprarle uno de esos consoladores que vienen atados a un arnés, pero temí que pudiera tomarlo como un insulto.

Con toda la situación, yo tampoco me sentía bien. Me salieron aftas en la boca, y tenía problemas para conciliar el sueño. Tuve que recurrir a los somníferos, que hacía meses que no tomaba, y que me dejaban en un estado de semiletargo para el resto del día. Entre el alcohol, los somníferos y el Prozac mi casa parecía el reino de las adicciones, y por si fuera poco para calmar la ansiedad empecé a fumar más de la cuenta, y a tomar café en cantidades industriales para contrarrestar los devastadores efectos de las pastillas para dormir. Tenía unas ojeras que el maquillaje no lograba disimular.

—No te veo muy bien últimamente —me dijo un día la secretaria—. ¿Estás enferma?

La miré con mi peor cara de odio, y esa misma noche me senté al pie del sillón donde reposaba Grow a Lover y le dije que las cosas no podían seguir así.

Grow a Lover tuvo un ataque de llanto de esos que sólo la angustia puede provocar. Me dijo que le hubiera gustado poder masturbarse como cualquier persona normal, y penetrarme como un hombre normal. Que siendo como era no podía sentir ningún placer. Me dijo que era como un eunuco, como Farinelli, pero que encima él ni siquiera sabía cantar. A mí me daba una pena enorme, por un lado, pero por otro estaba rabiosa por que se le hubiera ocurrido salir.

—No sé por qué no me hiciste caso —le dije.

Él me respondió que se aburría mucho. Comprendí que la vida nunca es fácil, ni siquiera siendo un muñeco de goma. Me dijo que una tarde, harto de sí mismo, había salido para intentar seducir a una vecina, pero que ella no era abierta como yo. La muy conservadora lo había palpado y lo había acusado de no tener pene. Me indigné. Le dije que había muchas formas de dar placer a una mujer, y que la penetración era sólo una de ellas. Me dijo que lo sabía, que se había pasado las tardes leyendo La sexualidad femenina de Rascovsky, pero que no sacaba nada en claro. Finalmente me pidió algo terrible, tristísimo, descorazonador: me suplicó que lo dejara sin agua.

Yo sabía lo que eso significaba: era quedarme sin amante, sin cunnilingus, sin masturbaciones, sin placer, sin conversaciones sobre filosofía, sin recetas. Le pedí que lo pensara bien, que se tomara al menos un día para reflexionar en profundidad, que las cosas todavía podían arreglarse. Él negó con la cabeza, moviendo lentamente de un lado a otro su blanco cuello de goma. Le pasé una mano por los mechones. Le acaricié una mejilla.

—Lo pensé —me dijo—. Ya lo pensé. Y además no es cuestión de pensar.

Bajó la cabeza.

—Te voy a extrañar —le dije.

—Pero sólo soy un muñeco de goma —me contestó él—. Al fin y al cabo un día me vas a dejar por un hombre de verdad. No podés pasarte toda la vida sin hacer felaciones.

Yo pensé que eso me importaba más bien poco, pero asentí.

Me despedí de él esa noche, y lo dejé dormir conmigo en la cama. A la mañana siguiente ya no hablaba, y tenía el tamaño de un niño de doce años. Lo toqué y no se movió. Para la noche se había encogido un poco más, y al día siguiente del todo. Era otra vez un muñequito de goma blanca. Lo agarré de la cintura con mucho cuidado y lo metí en una caja de metal que había sido de galletas danesas. Lo besé en la frente, con ternura; un gesto puramente simbólico, total, sabía que ya no sentía nada.

—Hasta siempre —le dije.

Y guardé la caja donde no pudiera verla. ®

Este cuento obtuvo el primer lugar en el XLII Concurso Latinoamericano de Cuento “Edmundo Valadés” en su edición 2013. Se publica con el permiso de la Dirección de Literatura del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Puebla, poseedora de los derechos de la primera edición.

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Publicado en: Narrativa, Noviembre 2014

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